Al Pie de la Letra
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Perros Irlandeses y Perros en la Plaza Irlanda
Cuento de Pablo Diringuer
Perros Irlandeses y Perros en la Plaza Irlanda

En esa plaza, después de alrededor de cuatro meses de rejas cerradas, el fin fue el comienzo de la normalidad. Otra vez aparecieron las gentes y los perros. La calesita también hubo de comenzar sus vueltas aunque, esporádicamente esas rejas no la hayan tenido presa.

Era verdad, el lugar hubo de ser refaccionado y los pajaritos bombardeaban lugares recién pintados, las arenas viajaban playas inexistentes mientras toboganes y hamacas rociaban el espectro de risas y gritones pibes felices.
En ese perímetro de la plaza Irlanda la libertad del espacio contagiaba ambigüedades del gentío y lo que debería suceder no sucedía del todo; existía pues, algún pelotazo ligado a la marchanta hacia algún desprevenido tomador de sol sobre esa recién plantada gramilla, o algún pibito aprendiz de ciclista aprisionador de pies o piernas al azar, o también algún perro desaforado casi como revanchista del encierro departamental de una semana adentro de paredes poco confiables de esparcimiento; todos juntos y los derechos de unos y otros, confundidos y mezclados al por mayor y para todos los gustos.

Yo tenía un perro de color negro y barbilla desorbitada que era de una raza mezclada de nada con cualquier sexo perruno desaforado al azar y calentura a primera vista; pero bueno, muy bueno y jamás en sus tres años de existencia hubo de morder a alguien y menos que menos mostrar sus blancos colmillos a alguien que osase castigarlo de alguna manera ya sea ésta sutil o evidentemente violenta en su accionar. No, jamás alguien lo hubo de agredir ni tampoco él –“Aparato” lo llamábamos- se la hubo de agarrar imprevistamente con alguien.

Aparato era verdaderamente un aparato pues al habernos mudado de la casa que habitábamos en el Gran Buenos Aires que era un chalet con jardín y espacios para atorrantear por los alrededores, al trasladarnos a la capital, de la noche a la mañana se vio encerrado entre adoquines y cementos sin yuyos que mear ni vientos que ahuyentasen esos raros gases silenciosos que osaba largar con su cara de distraído. Todo un personaje ese querido cachorro que no estaba para nada acostumbrado al quilombo de la ciudad y que, dejarlo solo por las calles era por demás cavarle una tumba antes de tiempo. Así fue que, de vez en cuando algunos de nosotros –éramos tres hermanos- nos copábamos y lo llevábamos a algún parque o plaza con una correa que luego, se la sacábamos no bien pisáramos la libertad de ese espacio verde.

Fue una tarde dominical que debutó conmigo en esa Plaza Irlanda y, luego de una semana de encierro, saltó enloquecido por todo ese perímetro regularmente lleno de todo tipo de gentes. También hubo de encontrarse con otros animales de diferentes razas que olfateaban pastos y pises y hasta culos perrunos tanto como presagiando un tanteo de la onda por venir. Algunos terminaban rayándose con otros y los gruñidos estaban a la orden del día. Aparato no era un cuadrúpedo de buscar roña y ante el menor indicio de recibir algún castigo, se rajaba antes de cobrar para terminar olfateando por otros lares en busca de lo apacible de su personalidad.
Siempre se hubo de escuchar que los animales tomaban la personalidad de los amos, y en nuestro caso, el simple hecho de venir de un lugar sin tantas presiones urbanas, parecíamos personas pajueranas con el olfato y las miradas cautelosas tanteadoras del previo desconocimiento del cemento. Aparato intentaba siempre jugar con alguno y cuando lo lograba corría locamente en círculos con el de turno que se le acoplara a semejante derroche de esparcimiento; no frecuentemente lo lograba, pero cuando así sucedía resultaba casi por extensión el poder hablar con el amo del otro perro en cuestión. Así fue que, ese domingo en esa hora 16 ella, una mina de unos veintipico de años había llegado a ese mismo lugar con una perra –“Mimí” la llamaba- de una raza poco común por estos lados.

Aparato no bien la vio comenzó a posar su nariz por todo su cuerpo y la rara hembra perruna bajaba su erguida cola como desconfiando de la impronta de mi querido perro.

Yo los observaba de lejos y la miraba a la chica y me intrigaba su futura e inmediata actitud a tomar, más que nada pues esa exótica perra quién sabe cuánto hubo de cotizar a la hora haber sido adquirida en ese criadero de perros finos. Y no hube de equivocarme, a los pocos minutos, ella se acercó a los dos perros y con una actitud imperativa trató de espantar a Aparato con una campera que llevaba en una de sus manos mientras su voz con timbre de pito esputaba un “¡fuera, fuera de aquí sinvergüenza!”.

Efectivamente Aparato no solía tener vergüenza y, a pesar de los gritos él corría de un lado hacia otro y mientras daba vueltas en círculos, cuando nuevamente pasaba cerca trataba de arrimarse lo más posible y otra vez le olfateaba el traste.

En un momento dado se quedó quieto, alejado de Mimí y se recostó cerca de un árbol como observando la escena de esa perra que, evidentemente, algo le interesaba. Yo me quedé con él y, a la distancia, la chica en cuestión pudo percatarse del amo de Aparato, o sea, mi persona. Sin darme cuenta, ella enfiló hacia nuestro lado y cuando estuvo cerca se despachó con sus dichos, quizá, algo perimidos por desconocimiento de mi persona; de manera no muy cordial me dijo: -¡Al fin conozco al dueño de ese perro! –me indicó- ¿No te diste cuenta cómo la estuvo molestando a mi perra?… Un poco más y hubiera pasado una desgracia…

Si bien por dentro me reía, mis palabras conciliadoras hacia ella trataban de descomprimir y no llegar a mayores. Con mi dedo índice le apuntaba a Aparato y le decía en voz alta: -¡No lo hagas más, dejála tranquila a la Mimí extranjera!

-¿Cómo sabés su nombre?
-Tu voz llamándola semejaba a un delay en volumen diez…

No hubo de gustarle mucho que digamos mi observación y mientras rellenábamos el diálogo con hierbas de trivialidades, Aparato disimuló su incipiente ausencia y sigilosamente se alejó con Mimí a una considerable distancia y más rápido que lento, se la montó en medio de la muchedumbre y la penetró en un santiamén. Yo trataba de entretenerla a su ama con cualquier conversación y rogaba que no observase en detenimiento tras esos matorrales cómo Aparato y Mimí gozaban a su modo esa calentura contenida quien sabe por cuánto tiempo atrás.

Para cuando la chica notó la ausencia de los dos perros, ellos ya habían terminado “lo suyo” y regresaban a todo ritmo hacia donde nos hallábamos.

-Ché decile a tu perro ¿cómo se llama? Que la deje de hinchar que ella no tiene onda con él, ¿a ver si todavía me la deja preñada?

Pero ellos dos ya la habían pasado re bien y Aparato volvió conmigo re feliz y cansado de su primera aparición pública por esa Plaza Irlanda.
Meses después y ante la perspectiva de inacción de nuestra parte con respecto a ver quién sacaba a Aparato hacia algún parque, decidimos regalarlo a unos amigos que poseían una quinta en el gran Buenos Aires y, cuando Aparato conoció ese nuevo lugar en el que había otro compañero de ruta, su extrañar, rápidamente pasó a ser un alegre recuerdo, pero su presente lo inundaba de algarabía. Siempre nos enterábamos de él por los amigos.

Yo seguí con mi rutina capitalina y en una de esas tarde dominicales de ocio nuevamente me fui hacia esa Plaza Irlanda a practicar algo deportivo y en ese pelotazo alejado del picado futbolero me tocó irla a buscar lejos del perímetro de la cancha; allí, con el pensamiento en otra cosa, nuevamente la vi a la chica con su querida Mimí; ella se dirigía pensativa con su perra hacia algún lugar que desconocía; Mimí tenía sus ubres crecidas y colgantes de aparentes succiones de crianza; allí me percaté que su ama llevaba en sus brazos a un pequeño cachorrito de color negro, hasta podría decir certeramente que era igual a Aparato. Raudamente recogí la pelota y me alejé hacia la cancha, no tenía ninguna intención de declarar mi presencia ante esa chica y su perra irlandesa; Aparato era originario de una rara mezcla de razas de la localidad de Castelar y solamente se juntaba con los de su clase, aunque a veces… algún lapsus lo llegaba a confundir.

Biografía

Pablo Diringuer, oriundo de la Ciudad de Buenos Aires, vivió su infancia y adolescencia en el Gran Buenos Aires, en la Ciudad de Castelar.
Egresado de la Escuela de Periodistas del Círculo de la Prensa (1981) participó de diversas publicaciones, entre otras las de organismos medios. Co-fundador de la revista «La Tecla», medio oficial de la Escuela de Periodistas del Círculo de la Prensa (1979/80/81/82); C.I.B.A. (Centro de Inquilinos de Buenos Aires) Año 1981; CATMO (Cooperativa Argentina de Trabajadores en Moto) Año 1989. En el año 1986 publica su primer libro de cuentos: «Muchos Años en el Canuto» (Ediciones Filofalsía, 140 pág.) Año 2011: «Los Fleteros del Futuro» (Ediciones La Carta de Oliver, 155 pág.). Año 2013: «Nunca Boxeé a Ninguna Mujer» (Ediciones La Carta de Oliver, 102 pág.). Año 2014: «Vivir Sólo Cuesta… Cicatrices» (Ediciones La Carta de Oliver, 179 pág.). Año 2016: «Cuentos Raros Para Gente Rara» (Ediciones Literarte, 158 pág.)

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