«Ventana grande con barandilla saliente». Así define el diccionario al balcón cuando uno lo consulta para ver de qué se trata. Pero como esa definición no satisface mucho, debido a la gravitación que el sencillo elemento tuvo en nuestra Historia, decidimos ahondar un poco más.
Desde que en 1594 el Gobernador de Buenos Aires Don Fernando de Zarate inicia la construcción del fuerte (antecedente de la actual Casa Rosada) que bautizará San Baltazar de Austria, hasta la célebre frase «La casa está en orden» pronunciada por el entonces Raúl Alfonsin en un momento de conmoción política, corrió mucha historia por el balcón de la sede del Poder Ejecutivo.
Probablemente, el balcón tuvo entre 1945 y 1955 su momento de mayor protagonismo, cuando Perón y Evita lo utilizaron como tribuna en las concentraciones; sin menoscabo de la original jura de ministros que el dictador Uriburu presidió en 1930 en ese balcón, o la temeraria frase «si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla», lanzada por Fortunato Galtieri a los ingleses en incio de la Guerra de Malvinas. De todos modos, el balcón de «la Rosada» es algo así como el hermano mayor de los balcones.
El punto obligado donde se concentran miles de ojos cada vez que un hecho resonante nos convoca a la Plaza de Mayo.
A pesar de su situación privilegiada el balcón pudo no ser lo que fue, cuando el Presidente Justo ordenó demoler la Casa de Gobierno en 1938, siguiendo la furia modernizante que había arrasado con la Recova Vieja y las dos alas del Cabildo.
Por suerte el presidente entrante, Dr. Ortiz, frenó el despropósito y de rebote la piqueta permitió descubrir la red de túneles que hoy hospedan al Museo de la Casa de Gobierno.
Antes que eso, el balcón fue anfitrión de visitantes ilustres, como la Infanta Isabel de Borbón que estuvo en 1910 con motivo del Centenario de la Revolución de Mayo, o Ramón Franco, hermano del Generalísimo que coronó en el balcón la hazaña de haber cruzado en vuelo el océano Atlántico.
Pero no siempre el balcón prodigó halagos a sus inquilinos.
Nada menos que Julio Roca en 1901 durante su segundo mandato, fue recibido con una rechifla de abucheos, por una columna de desocupados capitaneados por el dirigente socialista Enrique Dickman y también el General Perón conoció los sinsabores del desencuentro, cuando el primero de mayo de 1974 después de un duelo verbal, los Montoneros se retiran de la Plaza de Mayo.
Luego de derrocar a Perón en 1955 y tal vez por la necesidad inconsciente de exorcizar el balcón, el General Lonardi se instaló allí para saludar a quienes festejaban el éxito del golpe de estado.
También otro general golpista, Jorge Videla, se animó en 1978 a asomarse a ver a quienes celebraban el triunfo argentino en el Mundial de fútbol.
Los pulgares en alto y la sonrisa del dictador se convirtieron en un símbolo de los tiempos que corrían.
El sufrido balcón recibió con alivio a otras figuras notorias, como Su Santidad Juan Pablo II en las horas previas al descalabro de Malvinas y ya instalada la democracia, a Diego Maradona; con motivo de los festejos de otro Mundial de fútbol, triunfante en México.
Más acá se puede ver a Mauricio Macri, bailando un tema de Gilda, como lo más sobresaliente de aquel 1 de diciembre de 2015.
Aunque nos sorprenda, el balcón también recibió algún rechazo; como el que le infirió Alfonsín siendo presidente, en 1989. Es que el partido gobernante había programado un acto en el marco de las elecciones presidenciales de ese año. El presidente debía dirigirse a la multitud desde el balcón el Primero de Mayo.
Pero sería a causa de las tensiones sociales producto de la gravísima situación económica, o a que la fecha era cara a la liturgia peronista, o tal vez por miedo a no poder llenar la plaza, lo concreto es que la balconeada se levantó sin mayores explicaciones.
El paso del tiempo fue devaluando la fuerza simbólica del balcón de «La Rosada»; como corralero de la descentralización política o la ausencia de liderazgos fuertes, y en consecuencia aparecieron algunos «balconcitos» en capitales fuertes del Interior sosteniendo nuevos referentes, como pudo apreciarse en las elecciones de 1999.
Pero el Balcón Mayor todavía es capaz de seducir, lo prueba el pedido del presidente chileno Ricardo Lagos a su colega argentino en mayo del 2000: quiso asomarse a la Plaza de Mayo desde el mágico hueco.
Hollywood tampoco escapó al hechizo balconero y presumiblemente por razones comerciales más que por devoción histórica, encargó al director Alan Parker el rodaje de Evita, un film protagonizado por Madona basado en el argumento de la discutida ópera-rock, con curiosas escenas tomadas en el balcón.
De todos modos, aunque El Balcón ya no es lo que fue, quedan una multitud de balcones domésticos ajenos a los avatares del Balcón Mayor.
Y si bien es cierto que el poeta Baldomero Fernández Moreno inmortalizó aquel edificio de los «Setenta balcones y ninguna flor», hoy en cualquier barrio nos cruzamos con balcones que son verdaderos viveros por la proliferación de macetas y tachitos con plantas.
Esto nos habla de cierto fervor botánico por parte de sus moradores, que no siempre se corresponde con los escasos metros cuadrados de que disponen.
Pero hay balcones que nos gritan la vocación de casa que tienen algunos departamentos.
Por ejemplo esos cerramientos de aluminio y vidrio que convierten al balconcito en patio cerrado; o aquel otro que es cuarto de trastos viejos donde se amontonan sillas rotas, cajones de sifones y alguna bicicleta.
O ese que devino en tendedero de ropa donde flamean alegremente camisas, bombachas y otras prendas que nos dan un perfil de quienes lo habitan.
Está el balcón de hotel barato o pensión; casi siempre decrépito, oscuro y enmohecido.
Y el del viejo inquilinato, con enormes ladrillos a la vista, hierros oxidados y alguna plantita brotando entre las grietas.
También está el que se embandera para una fecha patria o cuando juega la Selección Nacional, o el que exhibe los colores de su club favorito.
Y también el balcón del suicida. Aquel que nos estremecemos cuando levantamos la vista.
No cabe duda que de la misma manera que las viejas cúpulas o las molduras de los frentes nos dan una vigorosa descripción de la personalidad de un edificio, los balcones son algo así como la tarjeta de presentación de sus ocupantes.