“El hábito no hace al monje” reza un viejo refrán, un modo de significar que la vestimenta no hace a los valores, que la apariencia es solo apariencia y nada más. Para mi generación, la minifalda fue mucho más que una prenda de vestir. Por un lado, se acortaba el largo de las polleras a límites insospechados, por otro se rompían los límites impuestos por una sociedad pacata y ultra machista que esperaba de las mujeres la multiplicación de “Susanitas” a la espera de un altar que las condujese de una jaula a otra (metáfora exigida por mis dedos en el teclado) como el mejor devenir.
Sin dudas, la peor jaula es la mental, es la que impide ser y resolverse como pieza inacabada dentro del tiempo social que nos toque vivir.
En aquellos tiempos, en la década del 60, el vestido blanco y el casamiento pasaban a ser un modo de conformar los sueños y conformar, en el sentido de conformismo, a la sociedad de la época. Pero todo es dinámico y en continuo movimiento.
Pasar del peinado batido de peluquería al pelo suelto y largo, de la pollera a la rodilla a la escandalosa minifalda era estar acorde con la libertad que las ideas, el alma o el corazón iban ganando. Ideas que encerraban derechos para las siempre postergadas mujeres del siglo pasado. Ideas de progreso personal, de participación activa en el mundo laboral y estudiantil. Era una forma de rebelarse y revelar, rebelarse a un modo de ser mujer que asfixiaba, la minifalda, en algún punto, representó el modo de darle la espalda a viejas estructuras para revelar en el mejor sentido nuestra búsqueda de independencia. Claro que no todo fue tan fácil, en principio había que defender el terreno que la moda nos traía a través de la diseñadora británica, Mary Quant ,pero que sin dudas popularizó la modelo Twiggy. Una modelo que rompía con los esquemas establecidos por su aspecto aniñado y su delgadez. Había una necesidad de protesta que se evidenciaba con la indumentaria. Cabe destacar, que por aquellos tiempos, también algunas mujeres adolescentes osamos cortarnos el cabello cortito; cuando me pregunto el porqué de hacerlo, en mi caso, interpreté que además de las piernas era hora de que nos mirasen la testa, más precisamente, dirigiesen sus miradas hacia el mundo controversial que estábamos generando, sin tapujos, sobre las aceras de las grandes y pequeñas ciudades del mundo.
Más allá de cualquier símbolo de protesta, me gusta pensar a mi generación como la que impulsó signos que quedaron impresos a través del tiempo, aunque en aquel momento no lo sabíamos. Signo de independencia, de participación, de igualdad, incluso de romper prejuicios: no fuimos lo que llevábamos puesto, fuimos mucho más que una minifalda, fuimos el germen pequeñísimo que sacó a la mujer del lugar de ama de casa permanente y fija para desarrollarnos en distintos aspectos de la vida social, cultural, laboral, económica y académica. El mundo laboral nos otorgó la llave que abrió los grilletes de una forma de esclavitud moderna, la independencia económica sopesó los tiempos, pero el mundo de las ideas nos otorgó una llave que aún sigue abriendo cerrojos de sociedades que intentan decidir la vida personal, individual e innegociable de cada mujer.