El oeste, ese oeste del Gran Buenos Aires que condensó lo prosador de mi ser; una vez más, el frecuentar mi presencia por aquellos lares, ese viaje no del todo específico, pero sí, inevitablemente atado a esa esencia inexplicable que me vio nacer y despegar eso que siempre hubo dentro de mí, y que las risas y cejas levantadas impactaran cicatrices tanto como para, no evidenciar ningún olvido a través del tiempo.
Vueltas y más vueltas en esta vida que echaron tallos desde esa copa de la arboleda que poco importó algún sol que hubiese justificado alguna fotosíntesis medianamente ubicada al son del crecimiento individual. Una tómbola, un acertijo incierto y esa bola rebotadora en cuanto casillero impactase en sus bordes hasta que, finalmente, lo esférico del Ser -el mío- encajara justo en el saber de la existencia a pesar de esas vueltas ruleteras que todo lo suponen.
Y en ese viaje físico -primero- y luego mental y lleno de recuerdos, me encontraba en ese Gran Buenos Aires con todo lo acontecido hacía años y esa nueva realidad que siempre pero siempre, sobrepasaba esos límites pensados e impensados de la vida a transcurrir, ese ida sin vuelta que sorprendía una vez más.
Me había tocado, después de bastante tiempo, retornar a ese viejo y querido barrio en los alrededores de Castelar y, fuera de la sensación de transitar por esas calles de cementos sin adoquines y plagadas de cicatrices alquitraneras, el íntimo sentir -el mío- de viajar mucho más allá del literal kilometraje. En una de esas calles alejadas del centro mismo de esa especie de pueblo, el tiempo hubo de solidificar esa estructura barrial para que, inevitablemente -y ya como algo difícil de modificación zonal-residencial- las casas se hubiesen tornado como algo absolutamente normal y los edificios prácticamente inexistentes sobre todo en esa periferia que todo lo protegía a propósito de nuevas construcciones en donde lo no permitido resultaban ser estructuras edilicias de no más de dos pisos de altura.
Mi inesperado viaje hacia ese lugar sólo perseguía la intención de llevar una importante documentación en un sobre lacrado a un tipo que poseía toda la chapa de embajador-empresario plenipotenciario de un país por demás inhóspito, Guinea Ecuatorial. Esta persona habitaba una gran casa rodeada en todo su perímetro por una gran ligustrina bien tupida que impedía sobremanera observar dentro de su interior, no obstante lo cual, en ese verano que incumbió mi presencia, desde ese lado de afuera, cerca de la garita de vigilancia, se podían escuchar las voces elevadas de distracción y desparpajo de chicos de corta edad, disfrutando planchazos y juegos dentro de una gran piscina que para nada alcanzaba a divisar. También existían intercaladas esas voces de madres señaladoras hacia esos hijos atolondrados que todo lo provocaban. En esa primera vez que había ido pude tomar conciencia que ese mundo de bienestar era el fiel reflejo de gente de guita, bien de guita y que ese mundo, formaba parte de algo completamente ajeno al común de los mortales los cuáles siempre deberíamos destinar gran parte de nuestras vidas a esas horas gastadas para simplemente poseer unos pocos billetes voladores de una vida cuyos vientos sólo despegarían plumas erosionadas del básico aleteo.
Esa primera vez que hube de estar fumando un cigarrillo al lado de la moto en esa espera sobre ese asfalto que no era como el común de las calles de la zona, no, allí no era ningún cemento con rayas de alquitrán por todos lados, allí, como dando a entender del poco tránsito frecuentado por automóviles, las calles, muchas de la cuáles terminaban inconclusas sobre las mismas residencias, estaban básicamente hechas de capas de alquitranes mezclados con piedras y las hojas de los eucaliptos, pinos, y algunos pocos cipreses adornaban los contornos como resaltando un verde a punto de fenecer sobre ese negro del petróleo del asfalto.
Esa primera vez y luego de una espera de casi una hora me sirvió para oxigenar un poco de canciones inéditas de pajaritos y suaves brisas casi veraniegas sin el lamentable cemento reflejador de ciudades grises y bocinazos y semáforos y apuros desaforados de gentes impacientes de horarios. Pude tomar conciencia durante ese momento, que semejante lugar, de algún modo tenía ese regocijo lejano al cual hube de emparentar en esos años «ha» que me tuvieron como un gran partícipe de infantes momentos. Muy lejos hubo de quedar todo aquello, sobre todo no solamente por la cantidad de años transcurridos, sino también por esas cuestiones inherentes de la vida cotidiana sobre cómo funcionaban hoy las cosas; esos pibes a los cuáles no pude divisar, en sus esporádicas conversaciones tras el cerco ligustrero, siempre denotaban estar presentes todas esas novedades tecnológicas de hoy día en donde los celulares re-modernos ocupaban un gran rol sobre ese escenario cotidiano. Durante esa casi hora de espera esos diálogos de pendejos, muy difícil podían separarse de la novedad constante del último modelo de cualquier aparatejo recientemente salido al mercado… Y claro, era gente de guita, de bastante guita que para nada habrían de separarse de esa especie de carrera loca de comprarse todo tipo de novedades que los hiciera -una vez más- ilustrarse tal cual hubieron de concebirse en ese mundo que los rodeaba constantemente desde la cuna.
Me fui de allí con la sonrisa de ese vigilante en esa cabinita que con un handy se comunicaba de manera seguida vaya uno a saber con quién pero que, de a ratos, chicaneaba con ese otro sobre temas probablemente banales pero, a todas luces hacían prever una especie de distracción algo alegre dentro de tanta monotonía en esos alrededores.
La tómbola, esa tómbola a la cual estaba todo el tiempo expuesto, fue la que nuevamente hubo de tenerme otra vez como partícipe del casillero embocado, de tal manera, otra vez tuve que dirigirme a ese mismo lugar en esa calle perdida casi al límite mismo de ese viejo barrio de Castelar; habían pasado algo más de dos meses, y nuevamente tuve que acercarme hasta ese sitio con otro sobre lacrado, tal vez más abultado que el anterior, y en esta nueva espera del otro lado de la ligustrina, la diferencia en esa nueva espera, resultaba ser que, como ese día estaba algo nublado, los pibes se hallaban todos jugando sobre la misma calle, en mi viajera espera, se me dio por observar sus movimientos y no por cierto, sin atención a lo que podrían llegar a hacer fuera de esos gustos tan ligados al dinero y nuevos artefactos tecnológicos que acaparasen su total interés.
Pero no. Contrariamente a lo que podía suponer y tal vez producto de alguno de ellos que hubo de plantear algún juego por demás antiguo y quizá, devenido de algún padre que hubo de explicárselo, uno de los chicos había dibujado sobre el alquitrán de la calle una gran rayuela de unos veinte casilleros. Increíblemente, nadie de los once pibes -los hube de contar, era seis nenas y cinco varones- tenía un celular entre sus manos, aunque hubo uno que lo tenía en el bolsillo y en determinado momento lo sacó del mismo y se lo dejó al vigilador. No lo podía creer, en pleno siglo XXI once pibes entre ocho y once años jugando a la rayuela; había uno que era el que la tenía más clara y daba cátedra sobre cómo había que hacer, y luego de unos instantes y, en la sapiencia compartida, todos expresaron su acuerdo: el mismo debería cumplirse a rajatablas sin miramientos y el ganador o ganadora del mismo debía elegir a quien quisiese y darle un buen beso sin la menor resistencia. Todos reían en ese previo acuerdo, y al mismo tiempo, se preocupaban por no fallar cada vez que arrojaban esa pequeña piedrita hacia los casilleros y que la misma cayera en el lugar correspondiente.
En esa hora que me tocó de espera, pude compenetrarme plenamente en el transcurrir de los hechos de la rayuela y los intereses creados previamente de todos sus integrantes; algunos de los chicos ya decían que, de ganar ya tenían elegida a la chica que besarían, mientras las chicas, en su amplia mayoría, se quejaban de no saber quién besaría a quien, aunque alguna dejó escapar sus ganas de alguno en especial.
En los pormenores del juego la tensión fue en aumento y a cada instante se cuestionaba todo, por ejemplo, si la piedrita estaba muy al borde, el que la había arrojado, defendía su turno, mientras los demás trataban de denostarla y que quedara relegada su posibilidad; si la piedra caía fuera del cuadrado los gritos de regocijo pululaban en su gran mayoría; además se chicaneaban todo el tiempo y daban a entender lo que harían o con quién lo harían en caso de ganar; esto último exasperaba a los distintos contrincantes y daban a entender que si tal o cual ganaba no se dejarían besar, hasta alguna de la chicas casi que se puso a llorar al enterarse que uno de los más cercanos en ganar ya había expresado su deseo de darle un buen apretón a ella quien se veía afectada en lo más mínimo y lo expresaba públicamente; otros reían y se decían todo el tiempo: -«Yo te voy a agarrar con todo, vas a ver».
La situación se había puesto muy entretenida a mi modo de ver; si bien podría decir que los once eran todos lindos, cada quien era cada quien y vaya a saber en qué terminaría la contienda.
Otra de las chicas le tiraba onda a uno de los varones, pero éste, había tenido una muy mala performance en la competencia y, verdaderamente, no cotizaba a la hora del triunfo, y cuando esa misma chica se enteró quién era el que quería besarla, casi que estalló en un llanto, tanto fue así que amenazó con retirarse y hasta se acercó a la puerta de la quinta y se quejó a quien sería su madre en donde le esputaba descontroladamente: -¡Rony me quiere besar y no quiero, no quiero!…
Otra chica -tal vez una de las más grandes- dijo públicamente que, de ganar, lo besaría con todo a Cairo, y cuando éste recibió el mensaje se despachó con un: -¡Puaj, qué asco!…
Mientras tanto el juego continuaba e iba acercándose el final con dos varones cabeza a cabeza y una de las chicas que los seguía a un cuadrado de distancia.
Era tal la tensión que los poseía a todos, que a cada momento discutían y se chicaneaban sobre que había que cumplir sí o sí el resultado del que ganara, aunque también había alguna de las chicas que se lamentaban y rehusaban cumplir lo prometido si no les agradaba la propuesta del ganador, tanto fue así que en determinado momento, hasta salió una de las madres y quiso intervenir para calmar los ánimos, pero fue imposible, ya había un ganador; uno de los dos varones que disputaban entre ellos el último casillero, finalmente triunfó y se abalanzó en búsqueda de su premio. La chica ya había dicho que no le gustaba, motivo por el cual, no bien la piedra cayó en el último casillero y él cumplió con los saltos de sus piernas, ella salió corriendo y a punto de resguardarse tras la verja del portón él la tomó y le dio un flor de beso y su lengua le mojó hasta las cejas; justo en ese momento una madre salió tras el griterío y vio cómo el pibe de unos once años apretujaba junto a su pecho a esa chica de alrededor de diez que pataleaba de impotencia. -¡Jeims -dijo- cómo te atrevés a hacerle eso a Mikelina, no se besa a las chicas que no quieren, no te das cuenta, ahora le voy a decir a tus papás, qué barbaridad! ¿O vos viste que los papás besan a otras mujeres que no sean novias o esposas? ¡Es una falta de respeto!
El alboroto había sido generalizado y hasta alguno que otro se apareció por entre las ventanas o ligustrinas y el murmullo recorrió el vecindario.
El juego terminó no solamente por el resultado final con su legítimo triunfador, sino también por el escándalo que había provocado ese beso apasionado o calentón y esos gritos y lágrimas negadores de esa realidad pactada de antemano; la cuestión que tras ese final, la calle «rayuelera» quedó desierta, y después de ese último cigarrillo de mi parte, nuevamente partí hacia el centro de la urbe con la documentación esperada.
Mientras tomaba la autopista, de a ratos recordaba los hechos y hasta me sonreía, tomaba los mismos como el fiel reflejo de los padres, o mejor dicho, de los adultos que van marcando el paso sobre las nuevas generaciones; me preguntaba también, cómo serían esos pibes en veinte años más y cuál serían los correspondientes comportamientos acordes a esa Sociedad venidera que… nunca se podría saber… gente de guita, mucha guita. La cuestión que luego de un mes o mes y medio, justo cuando las clases estaban a punto de retomar luego del verano, otra vez me tocó estar presente en ese mismo lugar, ese día no se escuchaban los gritos del piberío tras las ligustrinas ni en las piletas ni en ese asfaltado alquitranero; ese día el vigilante de la garita seguía con su handy hablando trivialidades en ese aburrido paisaje, y mientras esperaba nuevamente ese contenido documental y ensobrado, inesperadamente, tras los enjambres de yuyos perfectamente recortados, aparecieron otra vez gritos que para nada parecían ser agradables ni menos que menos emitidos por chicos; los mismos eran de una mujer que fuera de sí, decía todo tipo de improperios dirigidos a quien aparentemente resultaba ser su marido; los mismos reflejaban una realidad insoslayable: -¡Desgraciado, decías que llegabas tarde porque tenías reuniones casi todos los días en la gerencia, y lo que hacías era estar revolcándote con la yegua de tu secretaria, te vi como la mirabas y cómo la besabas, te filmé con mi celular, sos un hijo de remil putas, ya te vas de aquí llevate tus cosas, no te quiero ver ni pintado con acuarelas, nuestro próximo diálogo será entre abogados… andate yaaaa!!!!
El de la garita se hacía el pelotudo mientras se ponía un audífono y miraba para cualquier lado; yo, yo no alcancé a fumar ningún cigarrillo, el vigilante me dijo que podía irme, que la documentación la llevaría la misma persona a la que esperaba; apenas me subí a la moto, el portón acerado de la mansión se abrió de par en par y de la misma salió raudamente un auto Mercedes Benz con el chofer y el ejecutivo-empresario como su pasajero. El portón tardó unos instantes en cerrarse, y desde afuera pude observar cómo una mujer desde los altos de un gran chalet, a través de una de sus ventanas, arrojaba todo tipo ropas aparentemente masculinas y seguía descargando su ira, tal vez por besos mal dados, o despechos calientes e inesperados, situaciones difíciles de determinar en la intimidad exclusiva de a dos. Juegos de vida en los que todo puede suceder, preludio sin bolas cristaleras ni obvias certezas, como una pequeña piedrita arrojada en el perímetro de esa rayuela que nunca se sabe si caerá dentro de los límites o, desde afuera, esperará un nuevo turno para el final del beso anhelado de a dos.
Por Pablo Diringuer