La humanidad ha deseado, esperado, suplicado la aparición de vacunas ante la llegada de pestes diversas y enfermedades que la asolaron.
La razón principal que explica el ascenso del movimiento antivacunas en el mundo es –increíblemente– el éxito de las vacunas, que al alejar enfermedades con las que en el pasado convivíamos, como el sarampión o la polio, fueron creando con su aplicación metódica una falsa sensación de ausencia de riesgo. Se naturalizó su uso y ya nadie les teme.
Se da en especial dentro del mundo desarrollado, donde esas enfermedades fueron prácticamente erradicadas. Se articula esa circunstancia con tendencias recientes, que le otorgan al fenómeno un matiz contemporáneo: la primera es el retraso en la edad de maternidad de las mujeres de alto nivel educativo en los países más ricos, que rechazan la vacunación por considerarse “expertas en sus propios hijos”. La creencia en la superioridad individual respecto de la lógica comunitaria del Estado.
La segunda tendencia vigente, es la convicción de que una alimentación saludable, la práctica regular de ejercicio físico y el resto de los preceptos de una vida considerada sana (hacer yoga, comer vegetales, evitar las grasas trans) son suficientes para evitar las enfermedades: la quimiofobia, tan de moda en estos días, opone lo natural (bueno) a lo químico (malo).
Eso le otorga al movimiento antivacunas una asombrosa actualidad, que se manifiesta especialmente en el Primer Mundo y en las clases sociales medias de los países en vías de desarrollo: se trata de un fenómeno de élites occidentales y Europa es la región donde la resistencia a las vacunas ha ganado más resonancia.
La decisión de no vacunarse perjudica al conjunto de la sociedad: la vacunación no es una cuestión médica relativa a la esfera individual sino un tema de salud pública, un asunto colectivo.
El contexto mediático y el apogeo de las redes sociales como foro excluyente del debate público alientan el escepticismo: la consolidación del mundo del hombre que piensa que todos piensan como él reafirma el espacio donde se fermentan y difunden las teorías conspirativas más delirantes.
Hay personas que piensan que la Tierra es plana, que el coronavirus es un invento de Bill Gates para vendernos una vacuna, que los jóvenes no se contagian, que Donald Trump y Jair Bolsonaro son demócratas por el solo hecho de haber ganado elecciones, que la Sputnik V tiene poderes ideologizantes. Se trata de grupos cuantitativamente pequeños pero hiperactivos, cuya prédica catequizante está enfocada en blancos bien elegidos, aquellos en los que sus teorías pueden prosperar: grupos de padres, comunidades escolares, círculos de meditación y vida sana.
En la Argentina, las denuncias de Elisa Carrió, Alfredo Cornejo, Patricia Bullrich, Mario Negri, Fernando Iglesias, entre otros, sobre envenenamientos múltiples, ineficacia sanitaria, falta de validaciones, asociación Putin-kirchnerismo y ciertas tibiezas comunicativas oficiales, generan dudas en la sociedad. La vacuna corre peligro de perderse en la “canaleta de la grieta”.
Ese sector, el más duro de la oposición, del que forman parte los medios del establishment, quiere el fracaso de la estrategia sanitaria del Gobierno nacional. Lo desean, lo azuzan, lo encienden. Lo conciben como el leit motiv para derrotar al Gobierno en las próximas elecciones de medio término.
Semanas atrás, esos dirigentes y los medios de la derecha se dedicaron a cuestionar la vacuna Sputnik V. Tergiversaron una frase de Vladimir Putin. Armaron titulares catástrofe sobre efectos adversos comunes, como dolor de cabeza y líneas de fiebre, presentándolos como si fueran infartos masivos. Levantaron la frase de Garry Kasparov, campeón mundial de ajedrez y opositor acérrimo a Putin, diciendo que el presidente ruso “jamás se dará la vacuna”. Todo vale. Siempre y cuando sirva para debilitar el plan de vacunación. Es una campaña de desinformación brutal que, por suerte, por ahora, no ha tenido efecto. Los médicos y enfermeros se están vacunando.
La derecha está en contra de la vacuna porque la hace Rusia. Mezclan prejuicios del Averno, defensa de los negocios de otros laboratorios –qué raro-, y la apuesta siniestra, irresponsable del fracaso de la estrategia sanitaria.
No hay ejemplos de países que, apostando sólo a la responsabilidad individual, hayan tenido éxito. La derecha cuestiona las medidas de restricción y la vacuna. Entonces, ¿qué proponen? El resultado desemboca en una sola respuesta: la muerte.
Si nos detenemos a analizar, han llegado demasiado lejos: propugnar el contagio, el desamparo, la enfermedad, la muerte. Politizar la vacuna implica empujar al abismo a sus propios votantes o a la audiencia fiel en el caso de los medios.
Hace muchos años que millones de argentinos piensan que Clarín miente. A ese sector de la sociedad la campaña de desinformación lo afecta menos. No le importa si los medios hegemónicos cuestionan la vacuna rusa. Hasta puede ser al revés: el que sea cuestionada por ese sector es la prueba de que hay que dársela.
Uno de los mayores ejemplos de la derecha suicida –Francisco calificó así a no vacunarse-, el diputado Fernando Iglesias puso en twitter, pocos días antes de la llegada de la Sputnik V: “Que vacunen al 48% que los votó”. Está mandando a enfermarse y morir a sus votantes. ¿Harán eso con ellos mismos? Si transforman la vacuna en Boca-River, en el que los partidarios del Frente de Todos se dan la Sputnik V y los otros esperan la llegada de alguna de origen americano o no se vacunan, ¿el resultado es que la Argentina peronista se inmuniza y la antiperonista se enferma?
Sus abuelos, sus padres en algunos casos, escribían en las paredes, cerca de donde Evita agonizaba, “Viva el cáncer”. Pero entonces no había ningún riesgo de contagio. Sólo intento desesperado de inocular odio frente a tanto amor de un pueblo.
por Licenciada Alicia Muzio