La pelota de fútbol que repiquetea en el asfalto y luego en las paredes oxidadas de gris.
Los pibes del barrio aburridos en el espectro del fin de semana en este epicentro de la Ciudad de Buenos Aires, se pelearon con los del otro grupo de la plaza y, no hubo caso, terminaron jugando a la pelota en la calle, y los vecinos -mayoría jovatos- protestaban en esa hora 14,30 del domingo como si fuese la debacle mundial y el arca de Noé hubiese pasado no más de tres minutos antes para llevárselos bien a la mierda del lugar.
Epicentro de la capital del país, lugar: Caballito, y ese fútbol que atrae multitudes, inexistente mientras en la AFA que aglutina a todos los interesados, se debaten en el toma y daca de lo espurio que no se sabe. No hay partidos oficiales hasta el mes de agosto -dicen sin seguridad- y los pibes se matan por la pelota suplantada sobre ese adoquinado que ni siquiera es plaza por esa pelea para con los otros que coparon el terreno perimetrado.
El balón va y viene y los goles son varios y cada uno de ellos, parecen reflejar el tanto definitivo de esa copa mundial con tribunas al palo de gente; uno de éstos -el último- pega en la columna del alumbrado y en su eterno girar con efecto golpea raramente sobre una de las ventanas de un primer piso que no posee protección contra los golpes.
El partido está 4 a 4 y luego de estrellar el cristal, cae sobre el asfalto y el puntero izquierdo de uno de los equipos convierte el gol que podría decirse es el epílogo del encuentro: 5 a 4 para uno de los equipos y la vieja de ese primer piso con el ventanal y su vidrio roto que estalla no de alegría por el triunfo circunstancial, todo lo contrario, sus gritos son puteadas a la marchanta dirigidos hacia esos pendejos descontrolados que lo único que les importa es esa mísera pelota gastada de tanto raspar que hasta ha osado en triturar drásticamente ese vidrio de dos metros por 47 centímetros de ese ventanal que lo único que hacía, era mostrar varias veces a la semana su superficie enchastrada por la caca de los pajaritos. Pero ahora, se astilló, y la mierda de los pajarracos se descascaró hasta caer sobre ese balcón lleno de tierra acumulada de meses en donde cada vez que se regaban las solitarias macetas, el agua se escurría por entre esos cañitos de desagüe que arbitrariamente mojaban los baleros de los incautos transeúntes al azar por esa ignota vereda.
La mujer desde el balcón apareció totalmente sacada en su infortunio y el viejo que la acompañaba –su marido- toma cartas en el asunto y pasa a ser su principal escudero en esa lucha fraticida y descontrolada que se ha montado inesperadamente en el lugar.
El viejo de unos setenta años baja de ese primer piso con un palo en la mano que posee un clavo en una de sus extremidades; aún tenía un escarbadientes en uno de sus laterales labiales –producto del almuerzo dominical- y a través de la musculosa que lo viste, muestra sus músculos agobiados por los años en donde la buzarda denota su meseta abdominal de manera bien pronunciada. No bien la vereda siente sus pies, los pibes salen corriendo en diferentes direcciones y el resultado del encuentro, sólo es una gran anécdota para los relatores del partido que gozan de inefable ausencia; el viejo de camiseta musculosa, impotente ante la huidiza juvenil de jugadores, se desquita con su palo amenazante de clavo puntiagudo y sólo halla la solitaria pelota abandonada en el medio de la acera. El oxidado clavo impactó de lleno con el respaldo de la madera que lo contenía y, ese globo recubierto de cuero, automáticamente comenzó a silbar como el epílogo de una muerte anunciada.
Los pibes, desde la esquina, espían. Observan cómo esa pelota de cuerina tal vez china, ha pasado a ser una simple bosta de caballo o vaca abandonada a la vera del camino. Uno de los jugadores del encuentro, siente el golpe del chiflido de esa cámara que descomprime la presión del globo futbolero y se pone a llorar pues la había comprado con lo poco que pudo rescatar de varios días de ahorro en su familia de origen; lo más probable, fuese otra vez, esperar una mejor oportunidad, de ambientar sus posibilidades de otra compra de balompié sin que sus viejos notasen o recriminasen el hecho de haber cuidado el fruto del sacrificio familiar para con él, un pibe de unos 10 u 11 años.
El pendejo fue, justo el que le dio el triunfo al equipo y también, siendo el dueño de la pelota, el más dolido por el trance. Regresó a su casa antes de tiempo, con las lágrimas chorreando sobre sus cachetes; obviamente, la madre le preguntó lo sucedido: el partido, la pelota, el gol, el resultado; la vieja desde el balcón, el jovato en camiseta de frisa; el palo con el clavo en la punta; la corrida de todos los jugadores por el viejo con cara de malo, casi asesino; el golpe fatal y muerte de la pelota por ese clavo oxidado y masacrador no solamente del esférico, sino también del anticipo del resultado del partido del cual restaban todavía, no menos de diez minutos con lo cual el mismo podía haber sido mayor para su equipo. Todo lo dicho por el pibe fue verdad… sólo que… omitió decir, aclarar… que el golpe de la pelota sobre ese vidrio olvidado de ese primer piso y decorado por esfínteres de palomas o gorriones, había sido ramificado de rajaduras semejables a esas telas de arañas que todo lo esperan, menos la improbabilidad de una muerte no anunciada.
La madre salió inmediatamente con el delantal puesto a tomar justicia por su hijo, y también por el reclamo innato –podría inferirse- de resarcimiento económico por ese balón asesinado al poseedor del mismo y que, también, hubo de darle el triunfo al equipo cuyo líder y goleador hubo de ser casualmente su hijo.
El barrio se conmovió en ese tete a tete de gritos entre ese viejo con el palo enclavado y la mujer que reclamaba por el desasosiego de su hijo goleador; la mujer del encamisado musculoso y de panza, desde el abandonado balcón le mostraba a la progenitora el astillado cristal; los gritos fueron in crescendo y hasta después de un rato llegó un patrullero de la policía zonal.
La cosa empeoró y más vecinos salieron a las veredas a vociferar su descontento; algunos a favor de la pendejada; otros netamente en contra; también aparecieron otros que aprovecharon la presencia policial para denostar su accionar y criticar textualmente que: “Aparecen ahora, pero cuando se los necesita por los robos, no existen”.
Los gritos y la aglomeración fueron tales que pronto esa cuadra del barrio, epicentro de la ciudad, se vio cortada y el tránsito desviado hacia la periferia. Hubo empujones e insultos todo el tiempo, al cabo de una media hora, se advinieron dos patrulleros más; uno de éstos había estado de custodio en la sede del club Ferro Carril Oeste y, paradójicamente, había traído en el móvil dos pelotas de obsequio de la institución. Uno de esos policías se acercó hacia el chico que aún seguía y protestaba junto a su madre por la mansalva en contra del esférico y le cedió en sus manos una de las pelotas obsequiadas por el club. La situación se descomprimió al instante y la amplia mayoría de la muchedumbre se retiró con su inmediato objetivo: el partido se había suspendido y sería dirimido en un futuro a determinar, el resultado momentáneo: 5 a 4 y muy pronto se jugarían los diez minutos faltantes del encuentro.
Los estertores del conflicto se fueron apagando y una pequeña parte de la aglomeración quedó en apoyo del hombre de la camiseta musculosa y su esposa balconeada, gendarme activa y de mirada adusta junto a su vidrio-ventanal de 2 metros por 47 centímetros astillado por el pelotazo.
Pocos minutos después, la gente abandonó el lugar, como dando punto final al encono ocasionado luego del encarnizado encuentro futbolero con vidrio roto y todo. Podría suponerse que uno de los bandos o sectores se retiró conforme pero el otro, completamente golpeado; sin embargo, la desconcentración de la gente, finalmente sucedió; se rumoreaba en el barrio que uno de los policías se acercó al oído del hombre camiseteado y algo le dijo. Sostienen off the record los más cercanos y conventilleros que algo hubo entre él y la esposa del comisario, que mejor se quede en el molde, que las astillas del vidrio podrían ser mayores –y de hecho muy probablemente lo serán- sobre todo cuando el jefe de la comisaría pase a cobrar esa deuda impagable como son las astas de un ciervo, que de bambi, no tiene nada.
Cuento de Pablo Diringuer