Igual que el día en que murió Perón recordado mil veces de cabo a rabo, hoy me desperté pensando cómo empezó mi 24 de entonces.
Yo no vivía en mi casa (había partido el 1 de febrero de 1975 rumbo a Adrogué: es otra historia), estaba sola en un departamento de Uruguay y Arenales. Uno ya manejaba versiones de lo que se venía, pero un negacionismo “bueno” nos dibujaba esperanzas.
A las tres y pico sonó el teléfono al lado de la cama, era mi vieja con su inalterable sentido del humor (que, junto a la ironía negra de mi viejo, me jacto de haber heredado): “Chau, ya está la marchita”.
Creo que no fui a trabajar y, si lo hice, lo tengo borrado. Es tan raro que no haya ido como que lo haya eliminado de mis recuerdos: era dirigente gremial y jamás habría dejado solos a mis compañeros en un día así.
La calle parecía una película en cámara lenta. Sentí que todos caminaban sin mirarse ni mirarme. Todo en un profundo silencio. Me daba la sensación de que nos envolvía la calma previa a la tormenta, que esa “marchita” tempranera no iba a ser la misma de aquellas trasmitidas por Radio Colonia cuando era niña. Algo muy oscuro, angustiante, se insinuaba sobre una realidad impostada de personas silentes afanándose en no sé qué por las calles de Buenos Aires.
La certeza de lo inevitable, inminencia trágica, me asaltó desde que salí y ya no me abandonó. Un golpe en el estómago y en el alma.
A la tardecita me encontré con mi viejo a tomar cerveza en un bar de Santa Fe y Riobamba. Con sutiles rodeos primero, enérgico, amenazante después, me suplicó que no volviera al trabajo. Me pareció exagerado: yo era parte de la comisión interna de mi gremio (la delegada más chica de entonces, que me enorgullecía y obligaba), tenía que estar ahí para resguardar a los afiliados y, además, esa condición me otorgaba cierta “inmunidad”.
Sin haber sido detenida ni desaparecida, no imaginaba el peligro que corría. El 8 de abril todos los dirigentes gremiales fuimos eyectados (conservé mucho tiempo copia del decreto firmado por un capitán de navío) por ley de seguridad –“alta peligrosidad para el Estado”- y controlados, por lo menos dos años, por la Armada.
En realidad –supimos después- no era por nosotros mismos, a quienes pudieron boletear de entrada, sino para detectar a los que nos venían a ver.
En esa época, yo les daba clases de castellano, historia, geografía a muchos compañeros que cursaban el secundario para adultos. Dejaron de llamarme. Años después me confesaron que habían sido “advertidos”. Y se cuidaron, naturalmente.
Ya en democracia, nos enteramos de que –entre otros récords, Premios Nobel, presidentes, próceres varios- pertenecimos a la entidad educativa con más desaparecidos de la Argentina.
Pequé –aunque no creo en los pecados- de imprudente en esos años. Me encontré con un exnovio, en la clandestinidad entonces y hoy desaparecido. Seguí yendo a la facultad por un tiempo, corto, hasta que “dejaron de venir” a clase dos compañeros: un hijo de japoneses periodista del semanario de su comunidad y una chica de familia armenia muy amiga.
Las balas picaban cerca. Nadie muere en la víspera. O miles y miles de lugares comunes que no alcanzaron para explicar cómo transitó cada uno el mayor horror que padecimos.
Cuando me fui de Adrogué, empezaron los allanamientos a las casas vecinas y mi tía armó una fogata con todos mis libros, apuntes y revistas.
Vuelta al hogar paterno, un semipiso con puertas de vidrio que daban al vestíbulo, vivimos dos operativos con enorme despliegue de armas y de hombres sobre el departamento de enfrente: familia radical, origen judío, de Carlos Casares. “Un error, una confusión de domicilios y filiaciones” que, felizmente, no terminó en masacre.
Recuerdo a mi padre destruyendo libros sobre el inodoro: actas tupamaras, el Che, Perón, Jauretche, Hernández Arregui, Marcuse, Sartre, Freud, Marx…
Lo que más duele son las muertes, el exilio, la tortura, pero no hay que olvidar dos cuestiones nodales de aquella dictadura. Las vastas franjas de la sociedad que apoyaron con hechos, palabras, pensamientos, silencios. Y que ese golpe vino a instaurar una matriz económica, de cuyas consecuencias, cuarenta y cinco años después, no hemos conseguido librarnos.
Hoy integro la Comisión por la Recuperación de la Memoria de los Muertos y Desaparecidos de Campo de Mayo. De allí “se esfumaron” más de 5000 compañeros y compañeras. Muy pocos –Cacho Scarpati, uno de ellos- pudieron contar lo que pasaba adentro. Allí una famosa automotriz montó una maternidad clandestina. De allí se llevaban a las madres para arrojarlas al agua. Allí religiosas –muchas aún viven- sugerían a los apropiadores las criaturas más afines a su fisonomía (color de ojos o pelo). Allí nació Francisco de Madariaga (muerto hace poco, muy joven, hijo de Juan, padre de Plaza de Mayo) quien, hasta recuperar su identidad, hacía malabares en los semáforos de Muñiz para ganarse la vida. Allí Aldo Rico fue jefe de la policía militar. Nunca vio nada. Jamás fue citado a declarar en ningún juicio. Se lo premió como funcionario e intendente en democracia.
No puedo describir, no me alcanza el alma ni la palabra, la primera vez que entré en Campo de Mayo.
Sólo he faltado a dos marchas el 24 de Marzo: 2020 y 2021.