El Escribir y Enamorarse en Tiempos Embrutecidos de Colores Verdeolivas
La tristeza del embauco. Imposible imaginar esa antítesis al calor de las sensaciones… y esa foto sacada y retenida dentro de mi Ser en esas tantas charlas café de por medio o en lo más íntimo de esa oscuridad madrugadora de la hora cuatro donde los besos y las palabras rocían esos vapores de palabras amorosas que todo lo fusionan entre sábana y sábana.
Si existe el diccionario completo de sustantivos representativos del sentirse vivo, y luego, pasar a los correspondientes de la muerte… indudablemente soy el poseedor de semejante mamotreto plagado de sinónimos.
Ella fue una novia… imprevista, si se quiere circunstancial de apariencias y hasta algo desapercibida en ese cúmulo de gentes a los que solía estar acostumbrado a frecuentar; siempre pensé al respecto que, si había algo que me «pegara» de parte de alguna femenina, tenía que ser el mismo, algo inmediato y avasallador de hechos y sensaciones ambos mezcladas de imprecisión alrededor de la «eternidad» que siempre escurre como un solapado colador de dolores perforados.
En esa reluciente sala de redacción de prensa había… no menos de sesenta escritorios separados por esas maderas inventadas de boxes y teclados y papeles y paneles de corchos pinchados de esquelas electrificadas de alfileres con nombres o anotaciones de innumerables previos de solución. Por aquel entonces los cafés -y en menor medida los tés- emparejaban cigarrillos y ceniceros y el humo embriagaba camisas y vestidos y las palabras «entre los nosotros» siempre tintineaban y teñían de olor a tabaco el concepto que fuese.
Había guita en esa empresa editorial de noticias y todavía no se vislumbraba ningún aparato computeril ni menos que menos cibernético de alcance masivo; lo único que asomaba indicaciones del mundo por venir eran esas grandes computadoras con esas cintas ultra métricas que simulaban presagios roboteriles del mundo que se venía pero que tardaba en materializar. Lo que sí existían eran los «télex» unos cachos de máquinas a modo de escribir eléctricas que en unos de sus laterales «chorreaban» unas cintas de papel agujereados que significaban textos de lo que se deseaba decir.
Ella había sido contratada para esa parte -a mi modo de ver- de la publicación que si bien siempre estaba en la tapa de la misma, resultaba ser una reticente y casi desapercibida noticia de interés general: «Pronóstico del tiempo». Un verdadero embole para mi gusto, siempre el obligado contacto para con el Servicio Meteorológico Nacional, un cúmulo vejestorio plagado de formalidades de uniformes más que rutinarios y hasta aburridos de novedades impactantes. Yo, en cambio, había saltado de mi incipiente participación dentro del periodismo, de ese molesto espacio de resoluciones municipales de la urbe -casos de espacios verdes, infractores de tránsito vehicular; calles cortadas y por reparar y otras imprevistamente sin circulación motivadas por alguna marcha de trabajadores en reclamos varios- a una suplencia en una de las varias columnas ligadas a la política. Me había comenzado a interesar semejante prueba piloto de mi parte, y tras la imprevista propuesta por una especie de encargado ayudante del secretario del secretario de redacción, fui a parar a esa parte de la sección cuyo convencimiento de parte de ellos fue el hecho de «haberme fogueado, de algún modo, cuando en esos meses en los que estuve ligado a las disposiciones municipales, tuve contiguos momentos con esos laburantes que reclamaban a viva voz mejores condiciones de trabajo y aumentos de sueldos. Claro, después vino lo otro, eso de tener que bancarme algún encuentro frente a frente con algún político de turno en donde generalmente decían cosas bien alejadas de la realidad y se justificaban hablando de un mundo irreal bajo mi básico entendimiento sobre los hechos. Así me fui haciendo, templando pieles, caras y repreguntas que, en muy poco tiempo hízome percatar que las «sanatas» formaban parte de todo tipo de personajes y sectores ligados no solamente al político o sindical, sino también al periodístico que no escapaba para nada al circo circundante. Y en esas esporádicas reuniones de los que trabajábamos en ese medio de difusión la conocí a ella, Mikelina, esa amable pendeja que todos los días ponía un solcito o una nube en ese pequeño recuadro a modo de gacetilla en ese costado derecho de la página. En ese último encuentro para festejar los dos años de vida de la empresa periodística nos tuvimos en cuenta el uno del otro, ella me decía que siempre me espiaba pero que yo no le prestaba la mínima atención y que se conformaba con escuchar los epítetos que solía emitir mi persona cuando no me salían las cosas y automáticamente ella comenzaba a reír.
Nuestro primer encuentro fue en un pequeño barcito ni cerca ni lejos del laburo, lo que nos permitió obviar miradas indiscretas y, al mismo tiempo, estar al toque del trabajo por si las dudas de alguna urgencia. Mikelina era un mina no tan bonita a mi modo de ver su estética, sin embargo, lo que más me atraía era su manera de expresarse… tenía como un acento medio centroamericano y cada palabra que emitía la acompañaba con gestos bien expresivos de no quedarse nada en su interior, y en esa primera experiencia del encuentro en ese diminuto bar, mientras yo le contaba mi última experiencia en la calle en el medio de un flor de quilombo de obreros contra la policía, ella se levantó imprevistamente para ir al baño, y en el trayecto volvió sobre sus pasos y me dio un beso en la boca que me dejó re-sorprendido, pero más, re-boludo de gusto. De allí en más la cosa se aceleró a pasos agigantados y en pocos días, MIkelina comenzó a quedarse en ese bulín que me tenía como amo del domicilio. Día tras día, Mikelina fue mostrándose-mostrándome cada vez más su manera de ver la vida y ese entrelazamiento relacional surgido de a dos fue copando mi íntima sensación de confesar rollos ocultos hasta ese momento ni siquiera pre-determinados de mi parte; allí comencé a percatarme que había comenzado surgir dentro de mí algo que me estaba soltando y complaciendo de la persona que no me había impactado de entrada y hasta en esos primeros meses de ella haber entrado a este trabajo, haberme pasado totalmente desapercibido su presencia. Amores… amores tal cual me había autorreglamentado dentro de mi Ser en donde si no me movía de entrada, no podría funcionar, y sin embargo… ¡aquí era todo lo contrario! Nos pasaba de manera seguida el querer saber el uno del otro, y como en aquel entonces no existían los teléfonos celulares, el punto de encuentro era siempre ese pequeño bar y si nos desencontrábamos le dejábamos un mensaje al mozo que luego nos retransmitía de novedades. Lo que, de algún modo complicaba algo los encuentros era que ella sólo se quedaba en su box no más de tres horas, luego tenía un esporádico contacto por el espacio físico del Servicio Meteorológico, y luego se marchaba muchas veces a su domicilio lejos del mío, aunque muchas veces me esperaba en el mío sobre todo si durante la semana que fuere, no nos hubiésemos empachado de la intimidad sabrosa de olores y gustos mutuos.
Esos años bajo las alas de la empresa editora de noticias fueron muy intensos en cuanto a las actividades habidas y por haber, esos primeros años de la década setentista resultaron ser muy fuertes de experiencias de todo tipo, y esa linda situación entre Mikelina y yo también arraigó en el recuerdo así como también, la debacle a todo nivel desembocó en la dureza de saberme impotente y el desamparo, un filoso cuchillo que rebanó en todos los aspectos mis ganas de siquiera encontrar el picaporte salvador de esa puerta de salida hacia… aunque sea una sonrisa regalada de optimismo. Todo se venía olfateando a la larga y corta distancia… todo se caía y el viento de cambios no precisamente oxigenados de beneplácito se venía reflejando a cada paso en la vida cotidiana y, en mi caso, en esas coberturas que venía realizando bajo el gobierno Isabelista, las marchas y los reclamos de los laburantes terminaban cada día más y más violentos por parte de la policía y así, la brújula, finalmente explotó y las agujas marcaron la estratósfera; los militares golpearon, rompieron, secuestraron, mataron, robaron… y conjugar el verbo vivir había comenzado a estar desaprobado en la amplia mayoría de los habitantes.
En una de esas mañanas puntuales de presencia horaria en la redacción de la empresa, lleno militares por todos lados, en ese marzo del ’76 todo estaba patas para arriba, ni siquiera pude acercarme al lugar del trabajo, ante el desbarajuste que se olía en el ambiente, sólo atiné a pasar por el bar para saber de Mikelina, el mozo, algo alborotado o asustado me dijo que había pasado media hora antes, acongojada y que solamente le había dicho que se volvía para su casa y que no sabía cómo porque estaba todo cortado por todos lados.
Me enteré luego, que la editorial había sido clausurada y alguno de los dueños no se sabía dónde estaba y se rumoreaba que varios de los domicilios habían sido invadidos por patotas de uniformados armados hasta por los dientes.
Regresé espantado a mi bulín en Palermo y me quedé bajo llave con la sola compañía de una vieja radio la que sólo pasaba música clásica. Rato después sonó el teléfono; era ella, que entre asustada y rebuscada de optimismo me declaraba que a partir de ese shockeante momento «las cosas se iban a tranquilizar». Obviamente, luego de escucharla, los cables íntimos de mi cabeza comenzaron a sacar chispas, y si bien no le dije nada porque la intranquilidad traspasaba fronteras de todo tipo entre ellas, las telefónicas, como frutilla del postre que acababa de escuchar de parte de ella, me dijo que como no podía regresar debido a la falta de transportes se había acercado a la oficina de la gendarmería que tenía que ver con el Servicio Metereológico y que allí se había sentido tranquila y que ya le habían aconsejado cómo regresar a su domicilio.
Quedarme solo y en silencio fue una necesidad, una respuesta a la pregunta incierta ¿Qué hacer? Trabajo no tenía más ni tampoco me atrevería a acercarme en lo más mínimo a lo que había sido mi cobijo laboral hasta ese entonces ¿Para qué? ¿Para ser un número más tachado con una birome roja? El teléfono volvió a sonar una, dos… diez veces… no quise atenderlo ¿Quién sería? ¿Sería ella de nuevo? ¿Sería algún compañero desesperado para que le diga algo? ¿Qué algo?
Hubieron de pasar cinco días y la radio había comenzado a intercalar esa música mortuoria con esporádicos flashes noticieros de «normalidades antisubversivas». Tuve la suerte de no tener TV y así, evitarme la dureza de la barbaridad expuesta, cómplice y salvaje de brutos de uniforme repetitivos de palabrerío hueco y despiadado.
Con la bolsa en mano después de esos cinco días encerrado, a la vuelta de la esquina, yendo al mercado y las caras serias del barrio aun cuando alguna vieja con escoba y batón apolillado grita al pasar a quien quiera escucharla: -¡Ahora sí, se acabó la joda, ahora a trabajar de «en serio»!… pero yo ya no lo tenía, y en el medio de estricto silencio irradiado desde el Poder militar, un instante evacuado de reflexión: ¿Y Mikelina? Era más que cierto que me tenía que hacer cargo de no haber atendido la infinidad de llamados que habían sucedido, dentro de los cuales -suponía- estaría alguno de ella, y cuando traspuse nuevamente hacia el interior del monoambiente, el teléfono otra vez; Mikelina desde el otro lado me dijo: -¡Hola! ¿Te pasó algo que no atendiste ningún llamado mío?…
Le respondí que con lo que estaba sucediendo, y al mismo tiempo enterarme que la empresa había sido clausurada, y por ende, quedarme sin trabajo los ánimos no estaban a mi favor…
Ella me respondió: -¡No te preocupes, ya se sabía lo que iba a venir, vas a ver cómo se arregla todo de buena manera, estos militares vienen para terminar con el desastre que había! ¿Sabés una cosa, te acordás que el otro día te dije que había estado en el edificio de la gendarmería? Bueno, ellos ya me dieron el dato que voy a engancharme directo en el Servicio Meteorológico Nacional… ¡Te das cuenta! ¡Los militares vinieron para mejorar las cosas, vas a ver cómo a vos te va a tocar también!
Cerramos la conversación con un nuevo encuentro a determinar día, hora y lugar posible, los acontecimientos acaecidos no brindaban por el momento esa posibilidad bajo un nuevo Estado de Sitio, y tras el beso telefónico, la realidad circundante, mirar la pared o el cielo raso e ir hacia la cocina a emborracharme con algún alcohol tras el sinsabor de alguna hamburguesa pero más que nada el quedarme flotando de pensamientos sin regresos y el no interesarme o negar el inmediato devenir y la decepción del horizonte venidero y a la mierda con mi creencia sentimental ¿acaso pude imaginar que el enamorarme podía ser de otro modo diferente al impacto entrante de sensaciones ansiosas? ¿El amor puede tener escalones? ¿O es una escalera intacta que aparece y ya, siempre luce lista y brillosa ante cualquier eventualidad? Mikelina no lo era, no fue el fruto de ninguna planta cuyas raíces y tallos mamaron algún arraigo íntimo de mi persona. Mikelina y su «Servicio Meteorológico Nacional» sobre todo lo que implacablemente -según ella- sobrevendría en la inmediatez de la vida. Imprevistamente me vi tal cual me sentía y la bronca y la impotencia de poder torcer el rumbo, y el no tener -también- ganas de hacerlo. ¿Tenía algo que ver con ella? Un carajo, si bien atendí algunas veces el teléfono, eran ex compañeros -no más de dos o tres- los cuáles hubimos de acordar destruir teléfonos de referencias para no lamentar futuras desapariciones. Pocos días después di de baja la línea. Ella no volvió a aparecer por mi departamento ni yo me atreví por el de ella, lo último que supe alrededor de su persona fue ver nuevamente su nombre en representación de un servicio ligado a los climas provinciales subdivididos por zonas, la gendarmería la había promovido con un cargo importante producto del cual había comenzado a hacerse conocida. Por mi parte, había aparecido una nueva publicación deportiva, algunas notas de los deportes menos rentables fueron un trabajoso estudio de mi parte… «Algo es algo» -me dije, mientras releía ese último ejemplar semanal que me completaba al final del mismo con una diminuta foto mía sonriente de acostumbramiento.