Quien dijo la frase del título de esta nota fue Víctor Hugo, y pese a que jamás escribió narrativa fantástica, se ajusta a la perfección a la temática de este escrito.
Las series televisivas de ciencia ficción es uno de los géneros más transitados, pero no por ello siempre caen en clichés. A medida que la tecnología avanza los creadores de contenido se han volcado a producciones dignas de la gran pantalla, desde las estrellas que deciden apostar a este formato hasta los efectos especiales, que abren nuevos posibilidades para dotar de espectacularidad a los episodios a un menor costo.
Mucho se debate sobre la falta de ideas en la llamada Meca del Cine estadounidense. Todas las semanas se anuncian nuevas series basadas en viejas películas o versiones modernizadas de antiguos éxitos televisivos. También pasa al revés, el cine se nutre de viejas glorias de la pantalla chica para intentar recaudar dólares amparándose en la nostalgia. Esta crisis creativa no es absoluta, y gracias al boom de las plataformas de streaming, desde el Viejo Continente comenzaron a llegar nuevos productos que, si bien no son innovadores en temática, si lo son en la ejecución.
En el año 2011 Charlie Brooker, productor, guionista y hasta crítico de cine británico, estrenó en la cadena Channel 4 una breve antología, de tres capítulos independientes, llamada Black Mirror. El único hilo conductor de estos tres episodios era la temática ciberpunk, con una fuere crítica a la sociedad moderna y su relación, casi parasitaria, con la tecnología.
El ciberpunk es un sub-género de la ciencia ficción en dónde se focaliza en como el avance de las tecnologías y la cibernética hacen miserable la existencia humana. La clave de este género reside en cómo los protagonistas resisten a las “mejoras” que ofrece el mundo moderno, intentando destapar la paradoja que genera la falsa sensación de “estado de bienestar”, cuando en realidad es solo un instrumento más de dominación a cargo de los poderes superiores que dominan el mundo, a menudo encarnados por corporaciones gigantescas que viven para perpetuar su reinado económico y el sometimiento de la población.
El primer episodio, titulado El himno nacional, tenía una premisa simple. El Primer Ministro británico se despierta con la noticia que la princesa Susannah, una de las figuras más adoradas de su país, fue secuestrada. El criminal tiene un único requerimiento para la liberación de la dama: el mandatario debe tener relaciones sexuales zoofílicas con un cerdo, en vivo y en directo para que lo vea todo el pueblo. El secuestrador, que está al tanto de todas las innovaciones audiovisuales disponibles, estipula una serie de reglas para la transmisión, a fin de garantizar la autenticidad del acto sexual.
Sin embargo, el Primer Ministro junto a su gabinete deciden falsificar la transmisión, y, en represalia, el secuestrador envía un dedo, presuntamente de la princesa.
Acorralado por la presión de los medios, que fueron incapaces de censurar la noticia gracias a la rápida difusión por medio de las redes sociales, y también por el peso de la Corona Real sobre la cabeza del Primer Ministro, el gobierno anuncia que el hombre cederá al pedido insólito del criminal. Intentan por todos los medios disuadir a la gente para que no observe la transmisión, y hasta fijan una pena por grabar y difundir el horrendo espectáculo.
El día en el cual el cerdo arriba al estudio de grabación, 1300 millones de personas alrededor del globo asisten al macabro show.
La princesa, sin embargo, resulta libre media hora antes de la transmisión, y con sus diez dedos intactos.
El secuestrador había enviado su propia extremidad cercenada, y entendemos que el hombre, un artista galardonado, decidió probar que era capaz de generar una obra de alto impacto mientras la gente estaba obnubilada por los “rayos catódicos” de la caja boba.
Pese a haber perdido la dignidad para salvar la integridad física de una mujer que jamás estuvo en peligro real, el Primer Ministro gana más popularidad que nunca frente a su pueblo, y la masiva difusión en las redes de los mensajes del secuestrador y la audiencia insólita aquel día funesto junto al cerdo no le quitan ningún tipo de credibilidad.
La crítica a la relación que tenemos hoy en día con los medios de comunicación y las redes sociales están a la orden del día. Black Mirror comienza, de forma tan satírica como brutal, a construir su popularidad, primero en el Reino Unido, para después trascender las fronteras gracias a que Netflix compró los derechos de transmisión de los episodios.
La segunda temporada se estrenó dos años más tarde, también compuesta por tres episodios, en la cual el preferido de quien escribe se titula Vuelvo enseguida. En esta historia conocemos la historia de una pareja, Martha y Ash, que viven en una localidad semi-rural. Él es un adicto a las redes sociales, sube fotos y comenta cada cosa que hace de su día. Ella le critica que parece cada vez más concentrado en su “yo virtual” más que en el mundo real. Sin embargo Ash no puede quitar la nariz de su teléfono móvil.
Tras la mudanza a su nuevo hogar, en una noche lluviosa, Ash se va al pueblo a devolver la camioneta que habían alquilado, y muere en un accidente. Martha, embarazada, no consigue superar la pérdida.
Continúa con sus trabajos, avanza con las renovaciones de la casa, pero el duelo le cuesta demasiado.
Una tarde recibe una propuesta, vía correo electrónico, de comunicarse con su ser querido fallecido.
Tras varias dudas, decide acceder, y descubre que no está entrando en una especie de “medium” virtual, sino que el programa que ofrece la empresa toma todas las interacciones que tuvo Ash en redes sociales y en sus dispositivos móviles, y con esto genera una personalidad “artificial” que imita a la perfección a la persona. Cuanta más “vida virtual” tuvo el fallecido, más perfecta es la simulación.
A medida que se va acostumbrando a “conversar” con Ash, la empresa le propone actualizar el servicio.
Por un precio bastante alto le envían una réplica sintética perfecta de su difunto marido, al cual se le “carga” toda la información virtual. Martha, tras una noche de debate interno, activa el nuevo modelo y se encuentra cara a cara con el androide, una copia impecable que habla como Ash, luce como Ash, pero que pese a todo no consigue imitar a la perfección al hombre. Esta nueva versión es sumisa, responde a los comandos de ella, y la “relación” que creía poder establecer con su marido se va deteriorando.
La persona virtual jamás puede reemplazar a la persona real, y por más que Ash vivía subiendo contenido a sus redes sociales, aparentemente detallando cada aspecto de su vida, las emociones detrás de un simple posteo como una foto o una frase no tenían detrás la carga emocional del autor.
El cómo uno se muestra en las plataformas digitales no se condice con la persona real, y habitamos un mundo en donde todas las personas con acceso a las redes sociales es capaz de moldear la realidad a gusto y placer, para que cada potencial espectador vea la vida que uno quiere mostrar. Asistimos todos los días a los perfiles de distintas personas que exhiben, a menudo, vidas en apariencia perfectas, y es tal la cotidianidad de este tipo de consumo que es sencillo olvidar que detrás de una fotografía o una frase se esconde una persona real, con problemas, con sus complejas personalidades que este mundo virtual jamás podrá reemplazar o replicar siquiera.
En el año 2018, Black Mirror, ya establecida como un hito en Netflix, estrenó su primer largometraje, con una premisa digna de la serie. Bandersnatch es un film interactivo, en donde el espectador era capaz de elegir el destino del protagonista mediante el uso del control remoto. La idea, famosa en la literatura gracias a series como Elige tu propia aventura, probó ser un éxito entre los espectadores, que disfrutaron la amplia gama de posibilidades que ofrecía la película, pese a que la crítica no recibió tan bien la historia. Sin embargo, el desafío técnico de crear un producto con tantas alternativas, junto al esfuerzo creativo por parte del guionista y creador de la serie, transformaron a Bandersnatch en un producto innovador, permitiendo al espectador, de alguna forma, asistir a una experiencia que buscaba emular los escenarios futuristas ciberpunk que tan bien exploraron las temporadas anteriores.
Hoy en día las cinco temporadas se encuentran disponibles en Netflix, más el futuro de una sexta camada de episodios es incierta. Brooker rompió los lazos con la productora House of Tomorrow, subsidiaria de la multinacional Endemol Shine, y apostó a ser capaz de retener los derechos para negociar directamente con Netflix y así producir los nuevos episodios. Para colmo, Banijay, una productora francesa, compró Endemol y esto generó aún más retraso en las negociaciones. Una ejecutiva de la empresa deslizó que no tendrían problemas en entablar diálogo con la plataforma de streaming para dar luz verde a más capítulos de Black Mirror, pero toda la burocracia, sumada al desbarajuste global que generó la pandemia, parecen haber retrasado por un buen tiempo la llegada de otra temporada.
El futuro de la serie, casi estableciendo un paralelismo con las temáticas de los episodios, es ambiguo. Mientras tanto, los espectadores pueden disfrutar de los veintidós capítulos disponibles y así dar un vistazo al nublado panorama del futuro tecnológico que nos espera a la vuelta de la esquina.