Crónica de una Añeja Ilusión
Las redes sociales e internet se han convertido en voceros de innumerables opciones para la participación en cursos, talleres, concursos, etc. Las asociaciones, universidades, organismos gubernamentales, fundaciones, etc. realizan convocatorias muy interesantes `para los artistas que abrazan distintas formas de expresión.
Cuando aquella tarde me senté a escribir en mi compu, entré a mi red social y lo primero que vi en el inicio fue un título que llamó mi atención: “Con cierto recuerdo», un concurso que con motivo de celebrar “El Año del Bicentenario de la Provincia de Buenos Aires”, y en el marco del aislamiento social, preventivo y obligatorio, la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, la Cámara de Diputados bonaerense, y la Sociedad de Escritores provincial, realizaban. Copié las bases, las compartí con una querida amiga escritora (ella obtuvo una mención más que merecida con “La bicicleta roja”) y me lancé al ruedo de las ilusiones, después de todo como decía mi abuela: no hay peor gestión que la que no se realiza. Gestioné mi participación, elegí el cuento entre tantos que tengo escritos para el nuevo libro que ojalá pueda publicar este año. Lo envié a concursar y me olvidé. La lucha siempre es con uno mismo, crecer para ser leído, para cruzar el puente y llegar a los lectores, para valorizar la historia que portamos dentro y desentrañarla de la mejor manera. Escribir porque así lo manda el destino. Nunca es tarde para empezar a hacerlo, aun cuando azoten tifones, siempre habrá una oportunidad para la calma y para dejar hacer a la interioridad, y como esas ilusiones añejas que uno sabe macerar, esperé la alegría de un mail con alguna nueva y el día ansiado, llegó. El cuento de mi autoría “Un árbol que florece» era finalista, brotaron mis lágrimas y me tomé unos mates con el dulzor apegado a mi alma, mientras leía con avidez los cuentos ganadores. Todo es un círculo, a veces pienso que mientras abro las puertas de mi jardín, de uno u otro modo, el alma ya vetusta, florece.
Un Árbol que Florece
Catalina Mastropierro camina bajo la llovizna. Es invierno, hace mucho frío, pero nada ni nadie la detiene. Camina sin rumbo fijo. Camina con angustia en la garganta. Camina con dolor en los párpados de tanto insomnio acumulado. Camina sola y pensante.
A pesar de la “cuarentena obligatoria”, de tener casi setenta años, del riesgo de contagiarse el virus, salió a la calle. En realidad, necesitaba despejar su cabeza. No es justo en la vejez jugar a las escondidas con la debilidad. Ya no. Pero así es cuando de pronto, la vida que era calma da un respingo de caballo sin riendas y se convierte en otra cosa que no tiene palabras, o sí, pero cuesta trabajo hallar las adecuadas. Desde que empezó la pandemia, la memoria de Cata se llenó de hilos de todo color y tamaño como formando un laberinto donde impera la noche cerrada. Hilos de recuerdos que la atan a los tiempos de la última dictadura en Argentina, donde el encierro y la oscuridad de los hechos fueron la misma cosa. Si bien sabe que este es otro tiempo, que la democracia y el estado de derecho alivian la vida y el alma, con solo pensar en algún tipo de encierro se siente asfixiada. La historia late dentro de ella; siempre dice que la historia no es un libro con hechos que se narran, es mucho más que eso cuando la muerte es una gran mancha humana que aún tiene gente que la siente y la llora, sin tiempo ni distancia. Cata tampoco vislumbra si algún día olvidará la cicatriz que lleva impresa cuando le cortaron sus pétalos. ¿Quién osaría juzgar los sentimientos que la envuelven a diario? En los pueblos chicos y no tan chicos las historias llevan rostros que se cruzan en la misma acera, y no todas portan lágrimas encerradas. Los vecinos destacan de Catalina su sonrisa afable y su mano para cocinar. Cuando el aroma a bizcochuelo de limón sobrevuela el edificio, todos saben que viene del 3ºD. Ella los regala como recompensa para cada uno de los que la ayudan haciéndole algún mandado. Claro que, por su personalidad independiente, no le gusta molestar, y solo en casos de excepción, pide algo. Cata, como le dicen todos, vive sola, y aunque lleva muchas décadas sobre su espalda, nadie lo nota demasiado: usa anteojos modernos, es ágil en su andar y su mente guarda lucidez. Antes del “virus rey”, cada día de la semana cobraba un sentido diferente para ella: los lunes asistía a un curso de lengua extranjera, los martes almorzaba con sus nietos Carola y Marcos, los miércoles iba a baile para la tercera edad, los jueves la cita obligada era al taller de lectura y los viernes eran para aprender a manejar su computadora. El fin de semana lo repartía entre las visitas a sus hijos y amistades, el cuidado de las plantas que tenía en su balcón, la limpieza general del departamento y la elaboración de comida para la semana. A Cata siempre le gustó cocinar para guardar en el refrigerador. “Por si viene alguien”, dice siempre. Pero ahora las cosas han cambiado. Ella es de riesgo, como dicen los que saben, y, si se llega a contagiar el virus, va a estar en serios problemas, entonces acepta el statu quo; no le queda otro remedio. Al principio mantuvo su espíritu alto, pero las cosas van para largo, últimamente se la nota ojerosa y un tanto demacrada. Cuando Sol Gomez, su vecina de departamento, la vio sentada en el vestíbulo con la mirada gacha, intuyó que algo la preocupaba.
—Cata, ¿sube? —le preguntó con voz suave, al tiempo que llamaba al ascensor.
—Ni loca, nena. Mejor es estar en forma, tres pisos no es nada — respondió con cierto aire de disimulo—. Recién llego de caminar más de 6 km y voy a subir por las escaleras. —Mmm… ¿no se agita?
—Sí, claro que sí, pero más me agita entrar en esa cosa hermética. Ya bastante con el encierro diario, ¿no?
Después que lo dijo, supo que era tarde para retroceder. Sol la miró con pena.
—Cata, ¿le tiene miedo al ascensor? —No, para nada. Lo que pasa es que alguna vez estuve encerrada injustamente en un lugar sin poder salir y ahora con todo esto de la pandemia quién sabe adónde voy a ir a parar si me enfermara. Me trae a la memoria cosas muy feas del pasado —respondió con lágrimas que bajaron rápido para dejarse absorber por el barbijo.
—Simplemente es hasta que todo pase —respondió Sol, con voz iluminada—. Este tiempo espinoso me recuerda al cactus de su balcón, tiene espinas, pero también una hermosa flor amarilla.
Por esas cosas que tiene la mente, Cata se vio en retrospectiva. Se recordó joven y luminosa, y aún en las peores circunstancias, libre de pensamiento, y alma capaz de florecer a la luz de sus sueños. “La libertad es un pájaro de mil alas”, pensó, y no todas se pueden mutilar. Se alzó de la silla, le dio un beso al barbijo de Sol con su tapabocas puesto y salió hacia la calle.
Es invierno, hace mucho frío, pero nada ni nadie la detiene. Camina con rumbo fijo. Camina sin angustia en la garganta. Camina sola y pensante. Se detiene frente a una librería, compra un libro que la acompaña en el camino de vuelta a su casa. Es de Haroldo Conti, lo abre y, como resonando de lejos, escucha en su corazón la voz perdida que nunca morirá. Al llegar a su casa, se prepara unos mates y va hacia el balcón. Se sienta a leer. De sus brazos nacen flores amarillas, de su cabeza, un horizonte mejor. No sabe si es por obra de los buenos pensamientos que finalmente florecieron, o por el cuento leído. Tampoco importa demasiado. Cata con la mirada extendida, tal vez hacia el infinito, repite con una sonrisa calma: “Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo, si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo”.
Ana Caliyuri