Cultura es estrategia de vida en la definición del filósofo argentino Rodolfo Kusch. Esto refiere a una teleología del hecho cultural en el marco de un cierto horizonte simbólico.
La creación y la producción artística, los usos y costumbres, la manera de organizar el hacer, el patrimonio cultural, tanto material como inmaterial, la cotidianidad misma del vivir adquieren en la cultura una significación integral que, englobándolo, supera al mero acto biológico. Es en este marco donde la Administración Cultural debe adquirir un status disciplinar específico.
Administrar es, en uno de los significados apuntados por la Real Academia Española, “Graduar o dosificar el uso de algo, para obtener mayor rendimiento de ello o para que produzca mejor efecto.”
La cultura, fenómeno social e histórico, no puede ser objeto de dosificación; su esencia está en la omnipresencia de su integralidad, en la intangibilidad, en el cambio, en la circulación, en la re significación permanente.
Sin embargo la tradición académica da cuenta de la existencia de un hacer profesional descrito como Administración Cultural.
Por ejemplo, Santillán Güemes (2004:22) dice sobre los Administradores Culturales: “… tienen otro nivel de formación (universitario) y deberían ser, aunque no siempre lo son, los diseñadores y ejecutores de las políticas culturales a nivel nacional, regional y urbano, tanto en la función pública como en la actividad privada. Deberían administrar equitativamente los recursos en función de construir la democracia cultural.”
Vista de este modo la Administración Cultural refiere más a las políticas y a los recursos aplicados al desarrollo cultural que a la cultura misma. De allí el requisito – no siempre cumplido – de la formación académica: necesita operar herramientas para dosificar el uso de recursos escasos para obtener más y mejores rendimientos en orden a un bien superior, la democracia cultural.
Si la gestión cultural es la disciplina que opera sentidos en el marco de una cultura dada, la Administración Cultural distribuye recursos, equitativamente, para que la gestión y la democracia cultural sean no sólo posibles sino, y sobretodo, sustentables en el tiempo y el espacio.
La Administración Cultural es técnica en tanto supone un cuerpo herramental que permite dimensionar y rendir cuentas de los recursos puestos al servicio de las políticas culturales. Eficacia, eficiencia y transparencia en la disposición de los recursos son parte de la lógica interna de la disciplina.
Pero además está, o debiera estar, subordinada a una lógica externa propia de la comunidad donde su hacer profesional se despliega: democracia y desarrollo cultural, interculturalidad y multiculturalidad son mandatos axiológicos sin los cuales la legitimidad técnica deviene mero fetiche tecnocrático.
Conceptualmente está conectada con aquellos espacios disciplinares vinculados a la economía, la administración y el derecho. Desde su práctica profesional debe imbricarse creativamente con la gestión cultural.
En tanto aptitud específica la Administración Cultural informa a todas y cada una de las capacidades profesionales que se espera de los diplomados en Gestión Cultural y muy especialmente a las habilidades necesarias para el hacer concreto y cotidiano dentro de las instituciones culturales.
Por cierto la administración cultural está íntimamente ligada a la producción de bines y servicios culturales; pero eso es otro apunte.
Por Fernando de Sá Souza
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