Al Pie de la Letra
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La Vaca
Cuento de Pablo Diringuer
La Vaca

Es que… no estaba pensando; estaba recordando que es parecido pero es otra cosa, es como más específico hacia otro momento más lejano; y me digo como si fuese de guardapolvo blanco lavado con ese lavarropas de mucho ruido, pocas funciones y jabón con bastante espuma. Obviamente el día lunes completamente liso y pulcro casi de fábrica, si no fuera por el olor del jabón, parecería recién parido, y si de parir se trataba, había que dibujarla… me refería no de manera literal, un sentido figurado para sacar bien de adentro el tema libre de la materia «Lengua»: redacción tema libre de «La Vaca».

Me acordaba de esos primeros escalones, antiquísimos y casi borrados por naturaleza de acumulación de vida mediana y cercana; aquella lejana, repensar lo sucedido; ¡ah, sí! el tema libre de «la vaca»… y me vinieron las primeras imágenes de esa maestra que era gorda con su pelo corto ondulado, labios plastificados de rojo carmesí y su guardapolvo también blanco, dos talles más chico o quizá, estómago cada vez más grande. Había también alguna chica gordita compañera rebotando por el fondo del aula, creo que era de trenzas con moñitos en cada uno de sus pelos hechos chinchulines de cadenas; nuditos fucsias en sus puntas, bien apretados para que no se desarmen y guarden su compostura durante esas horas de chicle matinal. Pero estaba bueno comprobar la rigidez del trenzado nudo, daba pie a esos tirones de varones a nenas con el consiguiente grito, seguido de alarido generalizado de ¡Ay seño, mire lo que me hizo!!. Es que resultaba para nosotros, los pibes, una gran tentación esos largos mechones de cadenas de pelos, que de tan tirantes y armados que estaban asemejaban, si eran dos por cabeza, a un gran manubrio de bicicleta que hacían viajar hasta el más dormido por los recónditos caminos de una cierta expedición ciclística, con insospechados senderos jamás transitados; y mientras agarraba fuertemente ese manubrio de pelos, la campana sonaba una vez más y los gritos cesaban y me bajaba rápidamente de esa bicicleta y nuevamente la vaca me esperaba arriba de esa hoja en blanco para que de una vez por todas coma su pasto o dé su leche, o simplemente vuele desde los inhóspitos rincones de mi distraída mente.

Y en ese banco escrito y arrugado de vejez mi lapicera fuente manchaba mis dedos de sangre azul, estirpe social prácticamente inocua a la hora del recreo donde la bolita o la figurita presagiaban la ductilidad de los más hábiles por sobre ese absurdo esquema social heredado de los que nos antecedieron; no importaba para nada toda esa historia inherente de las tradiciones familiares de antaño; finalmente los laureles y la valiente fama caía sobre los hombros del más callejero de nosotros.

Pero fuera de toda cualidad o sobresaliente destreza deportiva o grupal de liderazgo, en esa absoluta libertad creativa del tema libre en cuestión, la materia castellana con la vaca como símbolo siempre presagiaba un final imprevisible; nunca aparecía alguien de antemano con un hándicap ventajoso, candidato seguro al primer puesto en el podio. Y en ese gran desafío del escribir algo en esas blancas hojas alrededor de ese animal tan cuadrúpedo, tan cara de nada, tan aburridamente lechero y masticador de yuyos, las lapiceras con sus capuchones encastradas en esas puntas cercanas a las bocas comenzaban a sentir el rigor de las marcas dentarias de todos los viajeros pro vacunos. Trasplantar los cerebros hacia la misma superficie de los bancos y allí, mirarlos y diagnosticar la futurología de las ideas alrededor de esas cuatro patas de cabezas grandes y colas inútiles. Vacas con «V» corta pero con la posibilidad de una «B» larga tal vez plausible a la hora de cierta creatividad potable a la vera de una gran idea.

Los minutos pasaban y el silencio evidenciaba el camino de la concentración al respecto; las vacas no volaban y quién sabe si pensaban en algo mientras mascaban el estúpido pasto; nosotros, los alumnos, por el contrario volábamos inmersos en alguna gran idea y, al mismo tiempo masticábamos ideas y capuchones de atractivas lapiceras y la tinta poco a poco dibujaba sobre los renglones imágenes transcritas de nuestras fotos cerebrales.

Yo no tenía reloj ni me importaba, pero sabía por intuición o gestos de algún compañero que lo que faltaba era más tiempo para redondear ideas. Finalmente esa guadaña firme y filosa de la voz de la maestra apretada en su guardapolvos dos talles más chico anunció a través de su cortina roja de labios: -¡Vayan terminando! -dijo mientras escribía en su escritorio vaya a saber qué cosa-.

Uno a uno fuimos entregando todos y cada cual los arduos trabajos alrededor de esos melancólicos animales cuatro patas, vestidos de cueros manchados o lisos, uniformados de aburrimiento, luego, todas esas hojas amontonadas de ideas sobre el escritorio, fueron guardadas en una bolsa plastificada que rezaba en sus costados un famoso negocio de la avenida Santa Fe.

-¡Hasta mañana alumnos! -saludó la maestra-. Y tras el mensaje partió raudamente hacia la Dirección de la misma escuela.

Ya mediodía, la campana, las formaciones y los saludos a la salida, completaron esa perfecta rutina de escolares, maestros, padres, saludos y murmullos crecientes, sólo compatibles a la espera de la reiteración de los acontecimientos.

Los quintillizos días se sucedieron y, finalmente, esas hojas blancas repletas de dichos vacunos descriptivos volvieron a ese escritorio que las vio apilarse de paciencia, de presagio de veredicto, y nuevamente el silencio previo del final inmediato, copó el ambiente.

La numerología alrededor de cada trabajo iba in crescendo, de tal manera, las primeras notas públicas en el aula fueron las más bajas y arrancaron con un «cuatro»; de allí para arriba, algunos comentarios de la maestra adornaban para bien o para mal el devenir notarial al respecto.

Cada hoja que tomaba en sus manos provocaba algún escozor, aunque a juzgar por el orden creciente de las notas, cada cambio hacia arriba tranquilizaba y, al mismo tiempo esperanzaba en la posibilidad de alguna buena nota.

Minutos repartidos pero dilatados fueron acercando el final, y así, completando el «ocho», llegamos al «nueve».

-Quiero decirles -agregó la maestra- que este trabajo de Noelia, demuestra que estos animales que desconocemos en el trato cotidiano, porque no pertenecemos a su hábitat, no por eso, carecemos o nos desentendemos por completo del tratar de entender la gran utilidad que nos proveen los mismos y, aquí, en esta redacción nos hace un paralelo con las actitudes de nosotros, los seres humanos; una muy buena metáfora sobre el comportamiento altruista y bondadoso que, sin ninguna duda deberíamos copiar.

Mi nota todavía no aparecía y, si bien, de algún modo eso indicaba un buen presagio, no por esa cuestión, dejaba de sentir ansiedad.

Las últimas hojas devueltas se fueron sucediendo con alabanzas y pequeñas reflexiones hasta que, finalmente llegó la que faltaba; la mía.

-Debo aclararles -agregó la maestra- que esta última redacción, este último trabajo, no me ha resultado nada fácil corregirlo o dar una opinión o calificación; es algo que, después de años de estar al frente del alumnado, jamás lo había visto; jamás me vi en la situación de no saber si reírme o llorar… algo que, si bien tiene la virtud de estar bien redactado… lo que dice, lo que propone es francamente… no sé… quizás esté al borde o prácticamente invadiendo lo no permitido… He llegado a la conclusión que no se la voy a devolver al alumno, me la voy a quedar y haré de cuenta que esto jamás ha sucedido; tomaré el concepto general para completar la nota del trimestre, pero esta redacción quedará aquí, conmigo y sólo diré de mi no aceptación como trabajo y nota y al alumno le repetiré por si no le quedó claro; ¡que no se vuelva a repetir! -concluyó su alegato inapelable-

Acto seguido sonaron los campanazos, y el aula se vació de inmediato.

Ya en el recreo, Noelia, la gordita de las trencitas de chinchulines se atrevió a preguntarme: -¿qué fue lo que escribiste?

-¡No… nada importante, nada que sea tan malo!… -contesté como pude-

No me quería acordar de tanto detalle; sólo algunos tal vez íconos semejables a las vacas; esos libres pensamientos míos de guardapolvos apretados y estómagos grandes; de chicas de trenzas con intestinos vacunos en sus cabezas; de bancos de madera rajados no de viejos, sino de excesos de kilos, en fin, un libre tema, casi albedrío del animal «vaca».

Por Pablo Diringuer

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