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Los Payadores
No sólo hombres dispersan su arte; también la mujer llega a dominar el contrapunto
Los Payadores

Entre los distintos bienes culturales que España transfirió a América, está la influencia en algunas vertientes musicales. Una de ellas, es la payada, el cantar de contrapunto.

Cuando los primeros españoles desembarcaron en nuestro continente, el canto popular en la península ibérica ya tenía una larga tradición. En el siglo XI, cuando gran parte del territorio hispano se hallaba bajo control árabe, la lengua dominante era la llamada mozárabe. Se trataba de un idioma construido sobre la jerga nativa, mezcla de latín vulgar, resabio de la dominación romana y de los dialectos godos y fuertemente influido por el árabe impuesto por los ocupantes. Paralelamente se extendía y consolidaba el naciente castellano. En esa lengua mozárabe, se entonaban las primeras canciones de lo que sería la tradición juglaresca.

Pero el género madura a partir del siglo XII, cuando en Provenza (Sur de Francia) se gesta una corriente que se extiende a toda Europa Occidental, en particular a España. Vale recordar que “trovador” significa “el que encuentra”. Esto reafirma el carácter de búsqueda en la realidad, en la historia y en los diferentes avatares humanos, que es lo que caracteriza a la canción de los trovadores.

Al trovador, que al principio era un cantor culto y casi siempre cortesano, lo sucede el juglar, que además de cantor era actor y vivía de su espectáculo. El juglar además de entretener, componía canciones de gesta, de amor o sobre la vida cotidiana. Y también se atribuye a los trovadores provenzanos las primeras experiencias de contrapunto en verso.

La Payada por Molina Campos

Ya en nuestra tierra, un texto bastante difundido a fines del siglo XVIII hace temprana referencia a los gauchos cantores. Luego de describir una imagen lamentable de nuestros paisanos, se afirma en esa obra: “Se hacen de una guitarrita que aprenden a tocar muy mal y a cantar desentonadamente varias coplas que estropean, y muchas se sacan de su cabeza, que regularmente ruedan sobre amores. Se pasean a su albedrío por toda la campaña, y con notable complacencia de aquellos semibárbaros colonos, comen a su costa y pasan las semanas enteras tendidos sobre un cuero, cantando y tocando.”

El párrafo que antecede pertenece al libro “El lazarillo de ciegos caminantes desde Buenos Aires hasta Lima”; publicado en 1775. Es una crónica de viajes escrita por Calixto Bustamante Carlos Inca, alias Concolorcorvo. Más allá de la visión prejuiciosa que el viajero tiene de nuestros paisanos, su comentario confirma que ya a mediados del siglo XVIII abundaban los gauchos que practicaban el canto; no sabemos si dedicados con exclusividad, pero si nos atenemos al testimonio citado, buena parte del tiempo de aquellos hombres estaba dedicado a ese ejercicio.

Obras como el Martín Fierro que describen la cotidianidad del gaucho, lo muestran como un trabajador rural que en sus momentos de relajación, podía animarse a una guitarra y al ejercicio del canto; si tenía condiciones para hacerlo. El cantor y guitarrero de tiempo completo, rural y urbano, parecería haber aparecido más adelante. Pero poetas como Juan Balzar Maciel, enrolado en la línea de los llamados “poetas cultos” por desarrollar su arte en un lenguaje formal, a fines del siglo XVIII publica una pieza que hace referencia al enfrentamiento con los portugueses por el control de la actual ciudad uruguaya de Colonia; en ella se narran pormenores del combate en versos octosílabos que será el modo dominante en el canto payadoril. Según el gusto o el conocimiento del artista, los versos podían estar agrupados también en décimas, cuartetas u otras formas de construcción; y el ritmo empleado podía ser cifra, estilo, cielito y más adelante, vidalita, milonga o la melodía que el talento del payador aportaba.

Pero con el ingreso del Virreinato del Río de la Plata en la política mundial a partir de las invasiones inglesas en 1806 y 1807, las coplas cambian de contenido y dicen cosas como estas:

Un quintal de hipocresía
Veintidós de fanfarrón
Y cincuenta de ladrón
Con quince de fantasía.
Dos mil de collonería
Mezclarlas bien y después
En un gran caldero ingles
Con gallinas y capones
Extractaras los blasones
Del más indigno marqués.

La décima forma parte del cancionero anónimo que se cantaba en las calles porteñas en 1806 y alude a la conducta considerada indigna, del Marqués de Sobremonte, virrey del Río de la Plata que se retiró a Córdoba cuando desembarcaron los británicos en nuestras playas. La revolución de mayo de 1810, nutre de nueva temática a los cantores populares. Así aparecen poetas como

Los Payadores -1806

Bartolomé Hidalgo, oriental y soldado. Sus cielitos cobran extraordinaria popularidad y durante el primer sitio de Montevideo que los criollos imponen a los realistas en noviembre de 1813, una mujer conocida como Victoria La Cantora, entonó al pie de la muralla que protegía a la ciudad, unas coplas provocadoras que ridiculizaban a los españoles y cuya autoría era del poeta Hidalgo.

Con la salida a Chile y Perú de los ejércitos patriotas, se van numerosos cantores y payadores que a la vez eran soldados, y cuentan las crónicas que era común en los campamentos criollos, escuchar en las noches de descanso a cantores entonando letrillas patrióticas o “cantando de contrapunto”.

Es contemporánea a esos sucesos la trayectoria de Santos Vega, un payador cuya existencia algunos historiadores ponen en duda y que luego fue rescatado por la ficción. Pero más allá de la realidad, la leyenda construyó su propia versión: el payador era tan bueno que sólo pudo ser derrotado por el diablo, un tal Juan Sin Ropa. Otros atribuyen a Santos Vega la victoria, quien habría muerto en el Pago del Tuyú aproximadamente en 1825.

La guerra civil entre unitarios y federales que cubrió buena parte de la primera mitad del siglo XIX, aportó nuevo material para los cultores del canto, ya que eran frecuentes las coplas a favor de uno u otro bando;

Cielito, cielo nublado
Por la muerte de Dorrego
Enlútense las provincias
Lloren cantando este cielo.

Así se lamenta un cielo por la ejecución del gobernador bonaerense en 1828. A su vez una vidalita anónima rinde homenaje a su fusilador, el general Juan Galo Lavalle:

Palomita blanca, vidalita
Que cruzas el valle,
Ve a decir a todos vidalita
Que ha muerto Lavalle.

Al comenzar la década de 1830, en Buenos Aires la costumbre de cantar y versificar está tan extendida, que abundan los periódicos que publican sus textos en estrofas rimadas. Es el caso de El Torito de Los Muchachos, publicación de tendencia rosista y que evidencia el auge del canto popular. Los payadores recorren ciudades y campaña contando con el favor de los públicos más diversos.

Refiriéndose a la técnica de los payadores, Edmundo Rivero dice:

“Su canto era el arte de decir improvisando; generalmente eran voces sin cultivar de un crear espontáneo expresado a través de melodías sencillas (…). En la payada se usan tonos mayores y menores. Cada uno tiene una característica, por ejemplo, el rasgueo de la cifra daba tiempo para pensar, para ir hilvanando lo que le diría al otro cantor en respuesta a sus glosas o como iniciativa para empezar la payada.” (1) Y refiriéndose a los ritmos en boga en esos años turbulentos, el mismo autor señala:

“En 1832 ya aparecen la huella, la media caña, el triunfo, el gato, la vidalita, el estilo federal, la refalosa, el pericón, el triste, la patria. Muchas de estas expresiones son fiel reflejo de la época, como la refalosa, cuyos versos de inspiración netamente federal, sugirieron a Borges la muy precisa definición de ingenua y chabacana ferocidad.”(2)

Dice la tradición oral que el nombre de “refalosa” que identifica a ese ritmo se debía a que era tocado y cantado cuando los federales degollaban adversarios políticos, en razón de que el piso quedaba “refaloso” por la sangre de la víctima. Verdad o no, que un ritmo estuviera asociado a semejante situación, da una idea de la violencia con que se enfrentaban los proyectos políticos y como repercutían en el terreno del canto popular.

Mientras tanto, la permanencia de Santos Vega, “aquel de la larga fama” es tan fuerte, que trasciende las humildes guitarras de los improvisadores. En 1838, Bartolomé Mitre escribe una elegía en su homenaje y despertando la tradición payadoril, lo hace en versos octosílabos.

Luego lo toman como personaje Hilario Ascasubi y Rafael Obligado; Eduardo Gutiérrez lo lleva a la novela y los hermanos Podestá lo instalan en su “circo criollo”.

La lucha entre unitarios y federales continúa con suerte alterna, hasta que el año 1835 marca un punto de inflexión: Facundo Quiroga, el caudillo legendario es asesinado. Su brutal ejecución da lugar a un cúmulo de canciones y es tema obligado de payadas y coplas:

El General diz que ha muerto
Yo les digo: así será,
Tengan cuidado “magogos”
No vaya a resucitar.

Advierte una cuarteta que circuló al difundirse la noticia de la bárbara ejecución del jefe federal.

La profusión de payadores y coplas federales no alcanzan para evitar la derrota en la batalla de Caseros de Juan Manuel de Rosas. A partir de ese hecho registrado en 1852, el país va girando, bajo una inestabilidad política permanente, hacia un modelo institucional y económico que es resistido por la mayoría de las provincias. Nuevos caudillos reemplazan a Facundo en la política y la leyenda: tal el caso de Angel Clemente Peñaloza (El Chacho) o el entonces coronel Felipe Varela; ascendido a general (post mortem) en el año 2011. Ambos gozaban de un enorme prestigio entre sus comprovincianos y buena parte de la Argentina federal, y las guitarras no fueron ajenas al dolor provocado en el caso del Chacho, por su artero asesinato:

Del cielo cayó una rosa,
el General Peñaloza.
Peñaloza se acabó
Derechito se fue al cielo
Y como lo vio celeste
Se volvió para el infierno.

Dice otra copla refiriéndose al rechazo al color celeste, símbolo unitario.

Payada de Martín Fierro y el Moreno

Pero el país fue pacificado interiormente con la fuerza de las armas luego de la Guerra del Paraguay, que involucró también a Brasil y a Uruguay. La nación siguió su derrotero en busca del camino que permitiera superar definitivamente los desencuentros del pasado. Es por esos años, (fines de la década de 1870) que comienzan a trascender los payadores de la ciudad – puerto, los cantores urbanos. El más célebre es un mozo moreno nacido en San Telmo en 1858: Gabino Ezeiza. Presumiblemente descendía de esclavos o servidores de la familia Ezeiza, de ahí el apellido patricio. Fue iniciado en el arte payadoril por un cantor retirado que regenteaba una pulpería en el paseo Colón cuyo nombre era Pancho Luna. La guitarra y los consejos de Luna formaron a Gabino mientras desempeñaba distintos oficios, hasta que pudo dedicarse a su arte con exclusividad.

Militó en las filas del yrigoyenismo y por esa razón sufrió prisión y persecuciones. Su fama recorrió el país y sus actuaciones contribuyeron a prestigiar el circo criollo, y hasta en la Banda Oriental tenía seguidores. En esta última, se midió exitosamente con hombres de la talla de Nemesio Trejo y Juan Navas. De nuevo en Buenos Aires confronta con el crédito de Barracas, Higinio Cazón y también ya en su madurez, con el mejor payador de esa nueva generación: José Betinotti, cuyo apellido delata la mixtura gringo-criolla, que tanto abundará en la producción tanguera. Gabino, considerado el paradigma del género, no discurre sólo sobre temas camperos ni se enfrasca en lances ingeniosos exclusivamente; también reivindica al cantor como un hombre de trabajo, un trabajador de la cultura.

Yo canto para comer
Aunque el aplauso me halaga
Pero el pan de mis cachorros
Con aplausos no se paga.

Responde Gabino a un payador que se insolenta acusándolo de “pasar el platito”.

Señalado con la flecha, Gabino Ezeiza payando en Entre Rios, con Maximiliano Santillán.

Y es también mérito de Ezeiza, ir reemplazando en sus presentaciones la cifra por la milonga, para la narración versificada, hasta entonces, de uso corriente en las payadas. La fama del moreno de San Telmo llevó a muchos cantores a adoptar las innovaciones que él introducía.

Si bien los payadores pueblan páginas de poemas y novelas, la obra mayor de nuestra literatura Martín Fierro de José Hernández, le da un lugar destacado a la payada en el célebre contrapunto entre el protagonista y el Moreno; hermano menor del hombre muerto por Fierro años antes, en la ficción del poema. La payada entre Fierro y el Moreno, por su nivel poético y la profundidad que alcanza por momentos, es uno de los pasajes más jerarquizados de la obra.

La primera edición del Martín Fierro data de 1872, desde entonces las ediciones se fueron sucediendo y convirtieron a ese libro en el más popular y en sus problemas, que se desarrollan en uno de los períodos más duros de su tiempo, no podía faltar la payada; creación popular por excelencia.

“Para honra de nuestra población rural, no hay un rancho argentino donde falte la guitarra y el Martín Fierro”, afirmaba Leopoldo Lugones, el primer reivindicador de la máxima obra de nuestras letras.

Mientras el circo criollo y los temas camperos se instalan en la escena argentina, con personajes como Juan Moreira, Juan Cuello o Santos Vega, los payadores alcanzan su apogeo.

Ya no son sólo hombres que dispersan su arte en pulperías o cafés para un público orillero; también la mujer llega a dominar el contrapunto. Entre las más populares se destacan Aída Reina, quien debutó nada menos que con Gabino Ezeiza en 1896; un año después el maestro Gabino presenta a Delia Pereira y ya comenzado el flamante siglo XX, el público conoce a María Rodríguez y a María Albana, a Margarita Mandieta y a la hija de Jerónimo Podestá, conocida como La Rubia Cantora.

La lista de mujeres payadoras es bastante extensa, pero la posteridad no fue justa con ellas, ya que sólo trascendieron los hombres que fueron arquetipos del género.

Otros de los méritos de los denominados “payadores urbanos”, es haber colaborado en la introducción de elementos del canto que luego se volcaron en la gestación de la milonga y el tango. Como en el caso del barraqueño Ángel Gregorio Villoldo, payador, tanguero y autores de obras como El Choclo y el Porteñito. Junto a Gabino, Betinotti, Nemesio Trejo o de Navas, también se conoce a Pablo Vázquez, Pedro Ponce De León, Ramón Vieytes, Cesar Hidalgo y una extensa nómina, que prueba la solidez y popularidad alcanzada por el arte payadoril. Pero la muerte sorprende en una seguidilla trágica, a José Betinoti en 1915 y a Gabino Ezeiza en 1916.

No obstante, el género sobrevive con altibajos, a sus más conocidos cultores.

Con el surgimiento de la radiofonía, la payada tuvo un nuevo escenario y luego con el auge de los festivales folclóricos y la televisión, se convirtió en partícipe obligado de esos eventos.

Los públicos y los medios de comunicación especializados, vieron desfilar a figuras como Víctor Galieri, Juan José García, Luis García Morel o Martín Castro. En el último tramo del siglo XX, alcanzaron la misma popularidad que otros folcloristas de renombre, figuras como Roberto Ayrala, Aldo Crubellier, Víctor Di Santo y los orientales Waldemar Lagos, José Curbelo, o Juan Carlos Bares.

Pero también hubo mujeres que tomaron la posta abierta a fines del siglo XIX por Aída Reina: las más conocidas en los umbrales del siglo XXI, eran Marta Suint y Liliana Salvat.

Avellaneda, 8 de abril de 2015 – El Ministerio de Cultura de la Nación, a través de la dirección Nacional de Política Cultural y Cooperación Internacional,y la dirección Nacional de Artes, realizaron el 1° Encuentro de Payadores del Mercosur, en colaboración con el municipio de Avellaneda, el municipio de San Vicente y la Universidad Nacional de Avellaneda. Estuvieron presentes La directora Nacional de Política Cultural y Cooperación Internacional, Mónica Guariglio; el director Nacional de Artes; Rodolfo García; el intendente de San Vicente, Daniel Di Sabatino; el director de Cultura de la UNDAV, Daniel Ríos, y, el organizador del PRADO de Montevideo, Edgardo Muscarelli. Los participantes representaron a Cuba, Venezuela, Chile, Uruguay, Brasil y Argentina.- Foto: Margarita Solé / Ministerio de Cultura de la Nación

A pesar de las luces y sombras que afectaron la vitalidad de la payada, el género sobrevive con buena salud, en las fiestas tradicionalistas, en festivales, en eventos domésticos de infinidad de municipios, y con relativa frecuencia, en programas folclóricos de radio y televisión; seguramente no abundan los artistas anónimos que protagonizaron la Edad de Oro de la payada, pero el oído atento aún puede reconocer en una cifra, en un cielito de fiesta escolar o en el punteo melancólico de una milonga, la presencia de “El alma del Viejo Santos”, como sostiene la leyenda.

En el siglo XXI con frecuencia somos testigos de contrapuntos entre payadores de ritmos y versos tradicionales y raperos que apoyados en nuevas vertientes musicales, continúan en nuestra tierra esa tradición milenaria nacida en otros pueblos hace casi mil años.

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