El cercano aniversario de bodas despertó en el matrimonio el deseo de realizar un viaje en barco; un largo y placentero viaje.
Comunicaron la idea a parientes y amigos.
Visitaron agencias de viaje, se informaron sobre países, ciudades, hoteles, alternativas.
Finalmente compraron los pasajes.
Mientras hacían trámites conocieron y trabaron relación con algunos matrimonios que serían sus compañeros de excursión; se visitaron, hablaron del futuro.
Cuando se acercó la fecha de partida, parientes y amigos les ofrecieron una fiesta, una gran fiesta: numerosa, alegre.
Finalizada la celebración y para dar por comenzado el viaje, se alojaron en un hotel de lujo sobre la Gran Avenida; aunque se podría decir que casi no pudieron dormir por la alegría y la emoción. Se abrazaban y besaban.
Al día siguiente almorzaron en el mismo hotel y luego pidieron un taxi hasta el puerto.
Cuando llegaron al muelle, parientes y amigos los esperaban.
Conversaron animadamente, se saludaron, se abrazaron, algunos se emocionaron hasta llorar. Finalmente subieron por la planchada.
Personal subalterno, que los esperaba, los acompañó y ayudó a instalarse en el camarote. Luego, a la barandilla, a saludar.
Nuevos adioses y besos que, ahora, transitaban el aire.
Sonó la sirena, el humo de las chimeneas se hizo más abundante, se retiró la planchada.
Más saludos y agitar de pañuelos.
Pero pasaron algunos minutos y la partida se demoraba. Una hora. El barco no partía. Dos horas.
Los ruidos y los humos cesaron.
Había inquietud en los pasajeros. Preguntaron entonces a los marineros, pero éstos estaban tan ocupados que no les respondían, o decían no saber nada.
La tarde transcurre sin novedades. Y mientas el sol toca el horizonte y luego se esconde dentro del agua, se anuncia por los altavoces que la partida se efectuaría al día siguiente.
Parientes y amigos se retiran.
En la luminosa mañana siguiente los parientes y amigos regresaron para decir nuevamente adiós a los viajeros. Éstos ya los esperaban sobre el muelle, deseosos de abrazarlos.
Pero las calderas callaron. Nuevamente surgió preocupación en los pasajeros. Esta vez las preguntas se dirigían a los oficiales: “El verdadero problema – respondían éstos – sólo lo conocen los superiores, pero a ellos no hay acceso”.
De pronto, luego del mediodía, volvió la esperanza junto con la alegría: ¡AHORA SÍ!, de las calderas salían humos, sonaban estridentes silbatos, repiqueteaban alegres campanas y se oía el rum rum de potentes máquinas. Los oficiales daban órdenes, los marineros corrían de babor a estribor y de popa a proa. Entonces, a bordo.
Barandilla, pañuelos, besos con la mano arrojados al aire.
Por fin se sueltan las amarras, y un remolcador tira….
Pero el barco no se aparta de la costa.
Los días con humaredas, pitar de sirenas, pon y quita de planchadas, enganche y desenganche de remolcadores, continuaron. Pasaron las semanas, los meses, los años.
Parientes y amigos de nuestros viajeros, aún retornan cada día y agitan sus pañuelos; pero cada vez con menos fuerza, las sonrisas son cada día más amargas; ya quedan muy pocos…
Carlos Alberto Balbi