Las burbujas de la gaseosa que flotaban todavía más cuando ella soplaba por la pajita. Intuí que lo hacía como una práctica para ese control de alcoholemia al que estábamos expuestos en lo fortuito de esa perinola giradora durante este fin de semana largo en donde los escabios abundaban en cualquier lado.
Habíamos ido en el auto de ella a un lugar por la provincia del gran Buenos Aires, creo que era San Martín, porque hubo de dar unas cuantas vueltas por esas calles cruzadas por vías de ferrocarril y diagonales imprecisas de datos con mezclas de números por triplicado y nombres vetustos y archivados y reemplazados por otros nuevos que, imposible saber cuáles y dónde. Encima era de noche y ya, la penumbra hubo de invadir nuestros rincones mentales cuyo gris se obnubilaba todavía más en la confusión que acechaba.
Habíamos salido de un barcito con mucho quilombo de gente y resortes salidos de esos parlantes a todo lo que daba mientras los solos guitarreros de metal parecían aguijones de avispas insertados prepotentemente por un enfermito en el habitáculo a nivel que gesticulaba en vaivenes con auriculares abrazados al cuello similar a una chalina de piel en medio de un desfavorable clima frío. Pero allí hacía un calor insoportable y ella se hizo cargo tal vez inducida por mi cara de culo que le había dicho previamente basta tirabuzones de elefante penetrando insolentemente por orejas. Pero no me había dado bola y fuimos a ese ignoto boliche que ni sé dónde naufragaba. Habremos estado… no más de una hora dilucidando cada letra que nos decíamos casi al oído y que no alcanzábamos a descifrar, yo le había dicho en esa conversación previa telefónica que, si la decisión resultaba ser una salida musical, que prefería un jazz viajero en el centro antes que el divague reiterativo de guitarras haciendo saltar los tapones y tampones de calientes mujeres a la vera de Jimmys Hendrixs del cuarto mundo sobre esos escenarios mugrientos y hambrientos de fama. Pero ella decidió su sordo actuar y allí estábamos chequeándonos hasta dónde se estiraba la cuerda. Parecía –ella- haber sido habitué del lugar en algún momento de su vida, algo que completamente desconocía pues hacía poco menos de un mes que nos habíamos conocido, aun así, su parcial actitud inclinó esa balanza invisible y allí estábamos, inmersos en el bullicio como dos adolescentes de vaqueros gastados y tiempos madrugadores de trasnoches. Sirinka –tal cual su nombre- me había dicho no bien hubimos de llegar que conocía al de la barra, y al rato se trajo un trago largo y me lo cedió, como mostrando chapa de contactos a los cuáles rendirles determinada reverencia de confiabilidad. El tipo de la barra cada tanto la miraba y hasta daba la impresión de gestos hacia ella, que ella misma se encargaba de recibir como mensajes en una botella cuyo corcho formaba parte de su propia potestad; esto era, nadie, solamente ella era la única capacitada de descorchar el contenido del mensaje. Situación rara la mía, me había ganado una mina que me pasaba a buscar con su auto y me llevaba a un boliche de su agrado y me traía gratis bebidas blancas mezcladas con jugos ¿a título de qué?
Imposible saberlo, lo único tangible resultaba ser lo que veía en vivo y en directo y mi cara de orto, mientras me escabiaba el brebaje raro que ya, a esa altura me había re pegado. Entonces ella decidió que nos fuéramos y antes de salir se acercó nuevamente a la barra y se trajo una gaseosa con pajita que era la que dije le hacía saltar la burbujitas. Mientras ella soplaba por la pajita las burbujitas comenzaron a flotar fuera de la botella y la lima limón comenzó a humedecer su camisa floreada y sus tetas confundieron su original sabor con el de la gaseosa.
Comencé a sentirme re mareado, casi en un país oriental lleno de flores volátiles y pipas de la paz provocadoras de suaves melodías muy difíciles de dilucidar, mi mirada atónita y viajera le hizo tomar conciencia que, de haberlo tomado ella, ya estaría dada vuelta vomitando ganas estomacales de finalizar el evento. Pero no, ese brebaje otorgado por el infeliz barman había cambiado de destinatario y el varón que me recubría se hundía en el espanto.
Sirinka un poco que se asustó, otro poco que se diluyó en su mambo, la cuestión que optó por lo más “sano” y llamó a un amigo mío con mi celular y me dejó en la casa de él como quien deja un paquete encomendado y lacrado con destino puerta a puerta. Luego se fue y su perfume semejó al de un jabón de tocador marca “Limol” cuya fragancia fue tapada por mis vahos alcohólicos casi vomitivos de brebajes ignotos de ese bar bolichero y sanmartiniano que jamás hube de percatarme cómo se llamaba ni dónde fehacientemente quedaba.
Amores fugaces, plausibles de suceder y esa perinola que giró y me tocó el “Pone todo y me quedé sin nada” aunque la realidad haya sido el “Toma todo” del bar y Sirinka haya resultado un brillo sin estelas en el medio del vacío en una noche de verano.
Pablo Diringuer