Y de pibe la creencia de lo literal; lo lineal para con las cosas cotidianas, aunque no se supiese a ciencia cierta el significado real de las palabras, cada una de ellas suponía exactamente eso: un fiel reflejo de lo que inevitablemente repercutiría en los hechos, no bien los sucesos se produjeran, las consecuencias serían tal cual.
Y así, sin mediar demasiadas explicaciones de parte de “los grandes” el análisis de nosotros –los que acabábamos de romper el cascarón- significaba lisa y llanamente un análogo del mensaje o palabra principal.
Para no enfermarse y conservar de la mejor manera lo que se poseía, había que comer los alimentos sugeridos por los padres, porque ellos y sólo ellos eran los que más sabían en las experiencias sobre todo en lo que a los afectos directos se refería: esos lazos de sangre ocultos a nuestro incipiente entendimiento comprendían que, además del médico de confianza de la familia, los padres resultaban ser un tangible referente alre+dedor del bien sentir corporal de cada uno de los hijos, de tal manera, esos comentarios esporádicos pero constantes en lo concerniente a la salud, asemejaban una respuesta contundente a cualquier mal que nos aquejase en la coyuntura de alguna crisis.
En esa cocina de esa casa del barrio de Castelar que nos había visto nacer, mientras los tazones de leche nos tapaban los ojos, las palabras maternales alrededor de cualquier tema al azar, podían desembocar a partir de comentarios didácticos, en inhóspitas conclusiones o respuestas de parte de mi hermano mayor y yo que bien podrían haberse tomado como teorías de una pseudo ciencia ficción.
Para tal problema; había que comer hígado; para mí resultaba que, de comer tal carne, mi hígado se vería en poco tiempo más, de un mejor tamaño y más saludable; si el menú era un buen guiso de mondongo, más adelante mi panza se vería aumentada en su tamaño; si los bifes vacunos provenían del costillar, en poco o mediano tiempo mi caja torácica se vería como la de Tarzán o Supermán; si los muslos del pollo eran el menú, no creía por ello que me crecerían patas avícolas, pero sí, me miraba las piernas a ver si mis músculos denotaban algún cambio. La excepción a la regla en mis creencias eran Popeye y su espinaca, en donde mi conciencia me decía que esa verde planta no me transformaría en un vegetal pero sí, haría crecer los músculos de mis brazos; o Chita, la mona de Tarzán, que de tanto verla consumir bananas jamás se me cruzó la idea de transformarme en aquella.
Al mismo tiempo, durante esos lejanos años, esa TV en blanco y negro, se encargaba también de alimentar mis creencias y mis conclusiones teóricas y los zombies agusanados brotaban del humus para comerse los cerebros de cuanto ser humano viviente se les cruzase, lo que motivaba de mi parte una nueva contribución a mis creencias; o bien esos horripilantes individuos querían pensar mejor o tal vez resultaba ser un mensaje solapado mío hacia mi vieja en el cual le estaba diciendo que jamás comería sesos del animal que fuese, porque sencillamente su imagen me repugnaba y no quería para nada pertenecer a ninguno de esos monstruos salidos bajo tierra. Quizás en algún momento los haya consumido, pero ocultos en algún menjunje, que probablemente me hayan pasado desapercibidos.
Asimismo y, a través de los años, las situaciones se fueron renovando e intercalando hechos que, si bien denotaban cierta similitud, las respuestas de mi parte no fueron tan parecidas, aunque…
La adolescencia del colegio secundario tapizó de nuevos brotes ese inmenso manto de sensaciones pronosticadoras de paisajes inéditos a descubrir.
Camisas y corbatas; máquinas de afeitar que no eran descartables; carpetas o libros de mayor envergadura o… fragancias de chicas mezcladas con el olor de los primeros tabacos, obnubilaban esa virgen mirada de acontecimientos desconocidos, para dar paso inmediato a lo “ya conocido” con la simple experiencia de lo inexperto pero ya transitado aunque sea… sólo la primera vez…
Y esos chanchos volando de pensamientos intercalados con las frescas conversaciones sin medida, con el solo freno de la propia timidez de cada uno –o no- siempre estaban dando vueltas casi como para señalarnos que, esa infancia preadolescente, no iba a dejarnos así porque sí, sin ninguna resistencia. Y el solapado o, inconsciente arraigado impedimento, afloraba en medio de situaciones netamente adolescentes. En ese bar a la vuelta del colegio, y mientras una coca y un sándwich acompañaban al cigarrillo, el pan con manteca y la leche se me cruzaban por mis dos hemisferios cerebrales, de punta a punta, sin pedir permiso y, automáticamente venían a mi mente que, a diferencia de aquella época, el jamón no transformaría mis nalgas en las de un ignoto puerco de chiquero, ni que el queso acrecentaría mis novedosas dotes excitantes sexuales; pero lo pensaba, sólo que, cualquier diálogo con el que se tuviese enfrente –más si fuese del sexo opuesto- frenaría y lo sacaría de cuajo para, nuevamente, participar del aquí y ahora sin desviaciones de arraigos o delirios lejanos.
Pero también era cierto que este tipo de situaciones aparecía en cualquier momento y circunstancia y no pedía permiso para nada; hasta me solía pasar en pleno horario de clases, muchas veces durante la hora de la materia “Biología” cuya profesora solía mirar a los ojos luego de explicar algo y decía: -¿Se entendió?… Y yo decía que sí, que estaba reclaro para mí, pero en alguna oportunidad me repreguntó para que lo explicase y justo ese chancho volando me había llevado para otro lado, bastante más lejos, con lo cual mi respuesta no fue muy convincente.
Recuerdo bien ese día porque yo me sentaba hasta ese momento en las últimas hileras de bancos, pero en esa oportunidad una de las compañeras que se sentaba casi adelante de todo, más precisamente en la segunda fila quiso que me sentara al lado de ella, cosa a la cual accedí ya que ella me gustaba y, si bien no sabía cómo acercarme en el trato, era una buena oportunidad para ver qué sucedía. Silvy se llamaba y, si bien teníamos la misma edad, casi tres meses me llevaba; cuando comenzó la hora de Biología existía cierta tensión en el ambiente pues se suponía que ese día, alguno podía pasar al frente a “refrescar la memoria” de la última clase; pero no, sin mediar ninguna explicación al respecto, la profesora continuó lo de la clase anterior cuyo tema era “El aparato reproductor femenino y masculino”. En las explicaciones básicas de los aparatos sexuales de cada una de las partes, las sonrisas en todo el aula pululaban por doquier y, hasta algunos se atrevían a hacerme señas para la que tenía a mi lado: Silvy recibía el embate de muchos de mis compañeros pero fundamentalmente se dirigían hacia mí, para que hiciese alguna. Pero yo quizás, preso todavía de mi pre adolescencia, no poseía la fórmula adecuada para tal acertijo, sólo atinaba a los escuetos diálogos de compañero a compañera; sin embargo, la clase en cuestión, el tema daba ciertos indicios para la transgresión y, ante cada detalle expuesto por la profesora, un murmullo creciente y hasta jocoso inundaba el ambiente. La profesora sólo reaccionaba con un “¡Silencio por favor!” y continuaba con lo suyo. En un momento y, al explicar la posición del miembro del varón dentro de la vagina, las voces exclamativas en esa especie de tribuna casi taparon la voz de la docente.
Yo estaba sentado del lado del pasillo y Silvy, del lado interior y, en el medio del bullicio de la clase, se acercó hacia mí para tomar una birome de color verde que se hallaba sobre mi banco casi al borde mismo, y así, real e imprevistamente me vi encima de ella o ella encima de mí mientras ese fugaz contacto provocó miradas suspicaces y cargadas sólo diluidas en la vorágine al fragor de la clase. Ella comenzó a reírse y… yo también; la profesora que estaba de espaldas escribiendo sobre el pizarrón imprevistamente se dio vuelta y me inquirió al respecto: -¡A ver usted, que tan jocoso se lo ve!, ¿qué entendió de lo que acabo de explicar?
No me resultaba tan difícil de explicar la situación planteada, pero el hecho de que Silvy se hubiese tirado prácticamente encima de mí, hízome aparecer nuevamente chanchos volando, o vacas o jirafas y mi mente disfrutaba ese fugaz viaje hacia un horizonte inédito y placentero a la vez, en el cual con mis catorce años comencé a saborear de manera casi efectiva ese termómetro imaginario en donde la temperatura de la líbido marcaba la zona roja. Fueron solamente unos segundos, pero suficientes para juntar su calor con el mío y, al mismo tiempo, trastocar el normal desarrollo de un alumno –o sea, yo- en el medio de una clase.
El resultado fue… cercano a lo catastrófico… o por ahí; la profesora me obligó a ponerme de pie y, después de haber compartido varias horas de vecino de banco con Silvy con las correspondientes interacciones y, agregado ese pequeño desliz “cuerpo a cuerpo”, más el tema de clase, el pantalón gris que me vestía no lograba tapar o disimular mi incipiente excitación en mis partes bajas. Los que estaban en los otros bancos a la misma altura se percataron de lo ocurrido e inundaron de carcajadas la antesala de mi futura lección; ella se sonrojó de inmediato y sólo atinó a desbarrancar unas carpetas para desviar la atención.
Cerré los ojos y no supe si los chanchos aparecieron o escaparon asustados pero afloraron en mí esos recuerdos de las viejas creencias de antaño, en donde cada cosa que consumía resultaba ser directamente proporcional a su efecto, sin embargo, pudo más la concentración sobre la respuesta biológica que los puercos volando, y mis conceptos recién aprehendidos discursearon de manera intermitente sobre vaginas; clítoris, penes, escrotos y demás cuidados a la hora del sexo con tal de prevenir complicadas y peligrosas enfermedades al contacto del mismo.
La profesora no dijo nada; ni de mis dichos, ni de mi estado, sólo me hizo sentar y con un “era hora que prestara atención” continuó la clase como si nada.
Silvy me pidió que la dejara pasar para recoger las carpetas caídas en el piso, pero yo se los acerqué, mi termómetro había bajado al nivel normal y nada hacía prever algún cambio; ella sonrió y siguió tomando apuntes. Yo, por primera vez en mi novedosa vida ahuyenté a los chanchos que ya, volaban para otro lado, allí tomé conciencia que mi infancia había caducado, sólo restaba, disfrutar mi presente.
De Pablo Diringuer