El nuevo libro de Luis Gusmán, Epitafios, El derecho a la muerte escrita, investiga los mecanismos de un género poco estudiado. Construye un recorrido crítico del arte fúnebre a través de la historia, propone lecturas en esta clave y reclama el derecho negado en la Argentina de la dictadura a la palabra final, a las tumbas con nombre.
Aquel que se lanza a caminar por los senderos del cementerio y gira la cabeza a un lado y otro de sus propios pasos, tal vez busca un consuelo, tal vez una emoción macabra. Pero, por sobre todas sus intenciones, quien anda por esas tierras solitarias es un lector. La inquietud, lo irreversible de la piedra, ofrenda un último recurso más que piadoso, nexo con el mundo de los vivos: la inscripción.
El visitante se deja llamar por las voces del cementerio que desde la tradición romana no es solo morada última, sino extraña biblioteca. Cada tumba encierra un cuerpo pero sobre todo una historia, una identidad. Nombrar es revivir, por eso los epitafios. Voz escueta en la piedra que consigna nombre, fechas del comienzo y del fin, síntesis de una personalidad o de toda una vida.
El arte funerario ha ido variando a través de las civilizaciones y cada sociedad va adecuando su pompa a temores, creencia y razones políticas. La escritura, sin embargo, ocupa un lugar esencial siempre, tanto en las tumbas que registra el visitante o en las recogen las investigaciones de Philippe Ariés o Eulalio Ferrer, como en las que la literatura ha construido para pensar o retratar la muerte.
Luis Gusmán, escritor y psicoanalista, en su nuevo libro pone en evidencia hasta qué punto a través de los siglos, más allá de los mitos de cada una de las épocas, la muerte escrita sigue siendo considerada como un derecho, la última atribución que se le debe permitir a alguien que ya no sea. Dignidad y también capricho del cuerpo que yace. La palabra, por eso lapidaria, contradice en el campo de batalla o campo santo, el trabajo de los gusanos. Un epitafio no se discute, y además puede dominar el rumbo del más vivo entre los vivos. “Caminante detente, aquí yace quien ha sido”. Gusmán no solo es caminante en este libro de ensayos, sino lector de los demás lectores. Ha encontrado una posición estratégica: al costado del que escribe en la piedra y al costado del que va leyendo, en busca de las claves que configuran el género fúnebre. Y, sobre todo, buscando estos modos de adornar la muerte, en textos de ficción. Con la pista de una escritura como inscripción y como signo, aparecen los caligramas, el epitafio moderno de Mallarmé en Una tumba para Anatole, los estudios de las piedras que hizo Roger Caillois, los pasos de Marcel Proust hacia su doble muerte, el lugar de la piedra en los textos de Samuel Beckett.
Con este objetivo, profanador y, sobre todo, crítico literario, el autor recorre el camino invisible que va de las lapidas antiguas, las barrocas, las cristianas, a la literatura de André Breton, las señales de Guy de Maupassant, Franz Kafka, y las investigaciones de Víctor Segalen sobre las estelas de Oriente. Más allá de los autores que se anuncian en el índice, a medida que Gusmán se interne por los callados senderos, aparecerán referencias a muchísimos más, como en una conversación de infinitas asociaciones. Leer este género que consuela, informa, resume una historia y, sobre todo, despierta al muerto del olvido, es la mirada que ha elegido el autor para abordar textos familiares.
El último capítulo, “Del Amasijo a la Muerte Bella”, está dedicado especialmente a la literatura argentina, recorre ficciones de Esteban Echeverría, José Mármol, Eduardo Gutiérrez, en clave de la muerte escrita. En la estética del final, las sociedades ponen de manifiesto su concepción de la vida y en el desprecio de ciertas premisas, su debilidad.
El Derecho de los Muertos
Cementerio, en griego koimeterion, significa “dormitorio” o lugar de reposo. Los griegos otorgaron al cementerio esa categoría de plano donde puede verse la medida y el rango que ocupa cada muerte. Y ellos también designaron a la escritura funeraria como un derecho de los muertos, “el derecho a la muerte escrita”. El nombre y la inscripción, señalando el habitante de la tumba, es un gesto que enaltece; gracias a él, aun quienes jamás soñaron con ser autores reciben el beneficio de la impresión. Para los romanos, pasear entre sepultureros leyendo epitafios era una distracción habitual. Quizá por eso solían incluir el imperativo “Detente viajero” y por eso eran casi siempre redactados por el mismo protagonista que competía en los noveles de ingenio con sus futuros vecinos.
El lector de este libro va a encontrarse, siempre y cuando está dispuesto a seguir a su autor en el recorrido personal por su biblioteca, una asombrosa cantidad de datos sobre el arte de estar muerto en diversos momentos y lugares del siglo XX. En 1916, en Francia, culminada la Gran Guerra se decidió inscribir el nombre de cada soldado perdido en la puerta de la casa donde había vivido.
Luís Gusmán forma parte de esa generación que comenzó a publicar en la década del ’70, y como mulcos de estos autores ha demostrado su ductilidad para combinar delirio, denuncia, autobiografía e interpretación en varios géneros: la novela – El Frasquito, Brillos, En el Corazón de Junio, Lo más Oscuro del Río, La Música de Frankie, Hotel Edén, Villa-; la autobiografía- La Rueda de Virgilio– y el ensayo sobre escritores, varios de ellos compilados en su libro La Ficción Calculada.
Epitafios está dividido en cinco capítulos: “Vicisitudes de un Género para la Muerte”, recorrido histórico por los diversos periodos y hábitos funerarios y una mirada a lo que el autor llama antiepitafios de Segalen, Kafka y el texto más conocido del género, Antología de Spoon River. Continua con “Los Lapidarios Modernos”- Claudel, Caillois y Breton- “Detritus”, “Muertes Paralelas”, una mirada al Gran Gatsby, a Lord Jim y a Proust, entre otros. Y por último, “Del amasijo a la muerte”, El recorrido, persecución de una retórica y de la política de la lengua que tiene cada autor, recuerda al Gusmán de La Ficción Calculada. Cita otros trabajos, reinterpreta e incluso despierta polémica- por ejemplo, con Horacio González sobre la muerte bella- y va creando un tejido de discusión que amplía el panorama de la lectura.
Obituarios de Pagina/12
Desde el epígrafe, el libro está dedicado a dos personas asesinadas.
Una, por el terrorismo de Estado; otra, por la mafia de la salud. El libro en si funciona a su manera como epitafio. Para quienes sufrieron muertes injustas, Gusmán se propone algo más que un análisis del discurso. El mismo dice que no hay dudas de que el epitafio pone el acento sobre lo que hoy se llama “signos particulares” de una persona: nombre, edad, domicilio, profesión. Los signos particulares son el otro lugar desde la cual se ha debatido la cuestión de la muerte en la tierra. Esto es: que sitio ocupan los muertos en los cementerios. Y lleva a lo que se conoce como la “democratización de la muerte”. No es cierto que todos mueren de la misma manera ni que se los entierra por igual. La muerte no iguala, en todo caso sigue gritando las diferencias.
La ausencia de todas estas señales, coronadas por la ausencia de los cuerpos y las tumbas de los muertos, consecuencia de aberraciones de la dictadura que se inició con Videla, ha conducido a un atajo dentro del género, los obituarios que se publican habitualmente en el diario Página/12. Esos textos que recuerdan y conmemoran la desaparición de aquellos que fueron asesinados por la dictadura transmiten, según Gusmán, la actualidad de esas desapariciones. S i el problema no fue para Videla dar muerte sino que hacer con los muertos, esta inscripción lo confirma. En un diario desde hace 18 años se mantiene intacta, como sucede en los cementerios, la voz por los muertos. Y así, para el caminante de este diario y de quien sabe que existe, la llamada constante que recuerda lo siniestro. Con estas referencias, el trabajo de Gusmán encuentra punto de llegada y de partida. Se trata de un recorrido que de pronto, como siempre es de esperar para quien decide franquear las puertas de este reino, se topa con los propios dolores; un libro escrito “para que se sepa”.
Debate- 10-06-05 – Por Liliana Viola