Buenos Aires fue una ciudad orillera desde su nacimiento, ya que cuando Don Pedro de Mendoza fundó el primer asentamiento, se cree que lo hizo a orillas del Riachuelo.
La llamada Segunda Fundación, en rigor la primera que cumplió con todos los requisitos formales y además sobrevivió, la concretó Don Juan de Garay en 1580. El vasco, hombre impetuoso y decidido a hacer historia, repartió los solares correspondientes a los principales vecinos, y destinó los predios que ocuparían los futuros edificios del Cabildo, la Catedral y el Fuerte de Buenos Aires; todo ello teniendo como eje a la Plaza Mayor, ese espacio que durante casi dos siglos, los argentinos tomaríamos como lugar de concentración cada vez que alguna conmoción nacional así lo requería.
Refieren los cronistas que aquel villorrio de fines del siglo XVI, semejaba un oasis de hispanidad rodeado por una pampa infinita, habitada por aborígenes que mantenían con los intrusos, una relación conflictiva y errática; marcada por la desconfianza mutua. Y al este, majestuoso e imponente, como una puerta abierta mirando a la lejana Europa, el Mar Dulce o el Río de Solís; más tarde el Río de La Plata. Ese río que semejaba una frontera viva para Buenos Aires. Cuna, habitat, proveedor de alimento, diversión y trabajo para numerosas generaciones de orilleros. Sus aguas y playas, fueron escenario de muchas páginas gloriosas de la argentinidad.
Por esa puerta sin pasadores, ingresaban el contrabando, los libros prohibidos,
los esclavos traficados por los “tumbeiros” portugueses y los buques negreros británicos y franceses y más tarde, las invasiones inglesas, los inmigrantes y el primer bandoneón. Ese río asombroso que parecía no tener orilla opuesta, era a los ojos ibéricos apenas una promesa de las riquezas fabulosas que se presentía ocultaban las entrañas americanas. El mar pardo de aguas barrosas al naciente y la llanura desmesurada en todo su perímetro, cercaban a la aldea cristiana.
La Ciudad de La Santísima Trinidad y su puerto Santa María De Buenos Ayres tuvieron desde sus orígenes, características que la diferenciaron claramente de Lima, capital del Virreinato del Perú del cual dependía la extensa región Del Plata.
Durante mucho tiempo la ciudad porteña fue un caserío chato, de callejas polvorientas en tiempo seco y profundos barriales cuando llovía. Su máximo engalanamiento pasaba por las efemérides de la realeza o las religiosas, ya que abundaban las órdenes y congregaciones de ese carácter.
Córdoba, Asunción, Lima, eran nombres lejanos; pero en torno de esas tierras que los conquistadores denominaron “suertes de estancias” en la pampa bonaerense, comenzaron a surgir lentamente, nuevos poblados.
El puerto no era tal, en un sentido serio del término, ya que su escasa profundidad impedía el atraque de buques de gran calado. Son conocidas las acuarelas de artistas de la época en que se observan naves de ultramar, transbordando mercaderías a botes o carros de grandes ruedas; o los pintorescos relatos acerca de pasajeros desembarcados de los barcos a hombros de fornidos changarines.
No había puerto pero sí existía la orilla; y en su margen porteña se desarrollaba una intensa actividad.
Esta ciudad plebeya y despreocupada, que no tomaba en serio los títulos nobiliarios ni el boato limeño, provocaba el enojo de los funcionarios de la Corona; y el volumen del contrabando era tan importante, que ante cada nueva disposición que llegaba de la metrópoli para reprimir el comercio ilegal, el humor popular atribuía a los gobernantes porteños una frase lapidaria:
“Acátese pero no se cumpla.”
En esa especie de primer cordón suburbano que comenzaba a pocas cuadras del Cabildo, moraban los quinteros pobres, los desocupados, pescadores, negros libertos y hasta algún indio aquerenciado.
Las pulperías siguiendo las costumbres de la campaña, eran el centro de la vida social. Las iglesias y en muchos casos las capillitas originadas en las estancias, como la de Santa Lucía en Barracas, alcanzaban para las necesidades espirituales.
Así es que a esos espacios que no eran ciudad, pero tampoco campo, los habitantes del Centro los llamaban extramuros, por su escasa edificación y la abundancia de terrenos baldíos y quintas.
Aunque sus habitantes estaban diseminados, en general se nucleaban en torno de las vías de tránsito y los caminos reales; como la Calle Larga de Barracas (Avenida Montes de Oca), que desembocando en el Puente de Gálvez (actual Pueyrredón), ligaba a Buenos Aires con la Reducción de los Indios Quilmes, el camino a Chascomús y la Ensenada de Barragán; al norte el camino a Santa Fe y al oeste, a lo largo de las huellas que conducían a la Villa de Luján.
La urbe sobrevivió como pudo durante dos siglos, hasta que en 1776 y en razón de la creciente importancia que cobraba el Atlántico sur a ojos de los rivales de España, fue designada cabecera del nuevo virreinato: el del Río de la Plata. Entonces la aldea sin abandonar sus principales fuentes de ingreso constituidas por las vaquerías (caza de vacunos salvajes) y el comercio, se nutrió también de oficinas públicas, aparecieron las casas de dos plantas y la aldea se encaminó a cumplir el sueño de los primeros conquistadores que imponían al puerto la misión de “abrir puertas a la tierra.” Buenos Aires debía ser el lugar de ingreso obligado al sub continente.
En ese ejido de imprecisa urbanidad formado por el pequeño casco céntrico, se concentraba la vida económica, administrativa y política de Buenos Aires. Más allá y en todas direcciones y de espaldas al río, se extendía el naciente suburbio cuya edificación raleaba a medida que se alejaba del Centro. Paisaje avaro en construcciones y comodidades, pero generoso en pulperías, quintas, canchas de carreras cuadreras y por supuesto, baldíos.
Ese clima social y político más o menos bucólico, interrumpido esporádicamente por la presencia de buques de guerra extranjeros que merodeaban en el estuario, estalla con la invasiones inglesas de 1806 y 1807; cuando los británicos intentan apoderarse de Buenos Aires y son derrotados en ambas oportunidades. La expulsión de los invasores es la primera empresa colectiva de los porteños, ya que en esa oportunidad luchan codo a codo, criollos, españoles, esclavos, mujeres y no pocos niños.
Si bien la victoria pertenece a todos, a nadie escapa que la “gente de baja ralea” al decir de algunos señores del Cabildo, ha tenido un papel protagónico en la empresa libertadora. La autoridad virreinal queda seriamente lesionada y las bayonetas criollas, hacen punta para entronizar al verdadero líder de La Resistencia primero y luego de La Reconquista: el francés Santiago de Liniers y Bremond. Ese gringo de aire compadrito, con coleta a la usanza orillera, fue designado Comandante General de Armas mientras el Cabildo retenía formalmente el poder político; aunque poco después, Liniers era el nuevo Virrey del Río de La Plata. La Corona digiere su primer trago amargo y convalida el golpe de estado apenas disimulado, que aleja definitivamente de su cargo al Marqués De Sobremonte.
La semilla de la Independencia estaba sembrada a partir de la toma de conciencia de la ciudad, sobre sus propias posibilidades en cuanto a defensa se refería.
En esos primeros años del siglo XIX, Buenos Aires es una ciudad bajo un fuerte influjo rural. Todo se hace a caballo; y ese rasgo se acentúa en lo que comienza a delinearse como “la orilla.” Ya no se trata simplemente de la costa del río, el suburbio es también esa franja imprecisa que se extiende entre las pocas manzanas del Centro y la pampa que empieza ahí nomás: entre las quintas de Barracas al Norte, los cercos de cina – cina que rodean las chacras y los potreros que se confunden con el campo. Como manchones de civilización en el mapa escuálido de aquella Buenos Aires, florecen las pulperías. Entre las paredes de adobe y la enramada que hace las veces de salón, se miden los payadores, cuya tradición de cantar de contrapunto se pierde en la Europa medieval y en nuestra tierra cobra nuevo vigor e incorpora el sello indeleble de lo nacional, en su música, poesía y en el nomadismo del gaucho cantor.
El habitante de ese arrabal incipiente, tiene lo esencial al alcance de la mano en un espacio relativamente reducido. No necesita alejarse mucho para satisfacer cualquiera de sus necesidades básicas.; desde el trabajo hasta la diversión. Luego, cuando la política se instala como un elemento más de la vida cotidiana, el arrabal tiene una participación importante; como lo demostraron las jornadas de octubre de 1811, cuando una multitud de orilleros, en forma pacífica, ocupó la Plaza Mayor conducida entre otros, por el alcalde de primer voto Don Joaquín Campana: hombre de gran predicamento en los jóvenes arrabales. El motivo de esa importante movilización popular, fue exigir cambios en el rumbo que llevaba el gobierno revolucionario.
La Revolución de Mayo y la inmediata Guerra de Independencia que le sigue, trastocan la vida porteña. La disciplina social que nunca fue muy sólida se vuelve más laxa. Los ejércitos patriotas que parten a liberar los “Reynos de Arriba” en el Alto Perú, nutren su tropa en gran medida con esos jóvenes del arrabal; criollos pobres, esclavos expropiados a sus dueños, morenos libertos, gauchos sorprendidos por la leva en alguna pulpería y por supuesto los voluntarios. No es casualidad que el Regimiento de Infantería Patricios, formado mayoritariamente por porteños de escasos recursos, tuviera un papel protagónico como elemento de presión, en las decisiones del Cabildo Abierto del 25 de Mayo de 1810, ya que esa fuerza genuinamente ciudadana, se caracterizó por una fuerte politización, antes y después de los sucesos de Mayo.
Los años de la Santa Federación rosista, dan un nuevo impulso al protagonismo orillero, ya que la gente del suburbio y la colectividad africana de Buenos Aires, son la base popular de la estructura política del Restaurador.
Además, buena parte de esa muchachada, hija y nieta de esclavos que se cimbrea al compás del candombe en los barrios Del Mondongo (Montserrat) y San Telmo, ya son porteños natos como cualquier otro de estirpe criolla o hispánica. La simiente de la milonga y luego el tango desde su vertiente afro criolla, ya está sembrada. La lucha política se percibe también en la cultura y la vida cotidiana: en las humildes fiestas de extramuros, se baila la refalosa, el montonero, los cielitos de intencionadas letras y otras danzas que no rehuyen el compromiso con la realidad. En las casonas que abundan en las inmediaciones del Cabildo y la Catedral y donde viven no pocos federales de buen pasar económico, continúa la costumbre de los días “de recibo”, y los valses, minués, chotis y mazurcas, hacen el gusto de los jóvenes y mayores de ese nivel social.
En las diversiones, ya entonces, comienza a notarse la construcción de culturas distintas que con el tiempo, perfilarán dos Buenos Aires: la del “barro” y la del “asfalto.”
En Buenos Aires siempre hubo extranjeros, con mayor afluencia después de 1810. Pero con el cambio de régimen provocado con la caída de Rosas en 1852, se consolida un modelo económico liberal que orienta el desarrollo a las exportaciones primarias, produciéndose en paralelo, un flujo inmigratorio que se intensificará en las décadas siguientes. Entonces las calles porteñas se pueblan de voces extrañas. En poco tiempo el arribo de extranjeros se convierte en masivo, las tierras prometidas y las colonias para agricultores son para pocos y la mayoría se conforma con establecerse en ciudades como Buenos Aires y en menor medida Rosario y otras poblaciones del Interior. Las escasas viviendas disponibles no alcanzan y pronto florecen los precarios conventillos; levantados apresuradamente, sin servicios y destinados a una población poco exigente. Esa masa inmigrante no es la que soñaron los próceres unitarios deslumbrados por la civilización europea: en lugar de técnicos y trabajadores calificados de origen nórdico, entre los recién llegados prevalecen los europeos meridionales de escasa formación profesional, los perseguidos políticos y gremiales, los campesinos sin tierra. Los que estaban bien en su patria, no necesitaban venir.
El criollo en general resiste al gringo; en las casas ricas dicen que está amenazada la nacionalidad.
En el arrabal, el extranjero es un competidor para el trabajo, alquilar viviendas, un intruso hasta en la vida familiar, ya que no pocas porteñas y porteños comienzan a noviar con los “bajados de los barcos.”
Rápidamente surgen los apelativos que marcarán nuestra identidad: tano, ruso, turco, gallego. Pero en menos de una generación, en una síntesis asombrosa, se mezclan las sangres, las culturas, los intereses. La fábrica, el frigorífico, los hermana en sus brutales condiciones de trabajo; la miseria del conventillo genera nuevos cruces y nace la primera camada de porteño hijo de extranjero.
En ese arrabal en que todavía se anda a caballo y donde el cuchillo es tan imprescindible como el sombrero, el gringo, que en general no sabe montar o no le interesa hacerlo, se hace cuenta propista, vendedor de baratijas u obrero. El criollo se refugia en oficios donde el gringo no le puede hacer sombra: carrero, cuarteador, tropero, cochero.
“Un arrabal con casas
que reflejan su dolor
de lata.
Un arrabal humano
con leyendas que se cantan
como tangos.
. . . . . . . . . . . . . . . .
Allí conversa el cielo
con los sueños
de un horizonte obrero.
Allí murmura el viento
los poemas populares
de Carriego.”
Así describen Homero y Virgilio Expósito en su tango Farol, una intemporal pero exacta visión del arrabal porteño. Esa imagen puede corresponder a cualquier barrio de Buenos Aires, con los primeros tranvías eléctricos abriendo rumbos, fundando barrios; con antiguas casas señoriales devenidas en inquilinatos, con los flamantes conventillos de chapa y madera, o esos callejones de tierra rodeados de galpones y baldíos. Con ese “almacén rosado como revés de naipe”; según lo viera Jorge Luis Borges en su Fundación Mítica de Buenos Aires. Con la figura familiar del gringo musicante y su organito o el torvo compadre anclado en una esquina cualquiera. Sin olvidar a las obreritas que les cantara Evaristo Carriego y a las primeras chicas y muchachos deslumbrados por las luces del Centro cuyo destino sería el cabaret o el “bulín” de algún bacán para las primeras, y el sueño de convertirse en gigoló para los segundos.
Es cuando el arrabal porteño, el legendario, en el que conviven la realidad y la leyenda, comienza a tomar forma e identidad; estampando a Buenos Aires su marca definitiva. Pero a la orilla le faltaba algo. Primero fue un rumor, luego pisó fuerte en las “casas malas” y finalmente ganó el arrabal; en el silbo nocturno y en las piruetas de los muchachos del almacén de la esquina, hasta que finalmente y adecentado, debutó en los humildes bailes de conventillo: era el tango. Entonces el tango se le animó al Centro: en poco tiempo pasó de patrón del barrio a Señor de Buenos Aires y “En un pernod mezcló a París con Puente Alsina,” como lo cuenta El Choclo de Enrique Santos Discépolo.
Así, en un período que se extiende aproximadamente entre 1880 y 1910, el arrabal se consolida, se puebla de gringos y criollos y genera sus primeros arquetipos tangueros: el guapo, el compadrito, la milonguita, la percanta, el fiolo y otros que componen el nutrido muestrario de tipos humanos moldeados por el suburbio.
Al arrabal tradicional referenciado en Barracas, La Boca, Nueva Pompeya, el Palermo Viejo, se le agregan nombre como Villa Crespo, Villa Santa Rita, Villa Soldati, Villa Luro…todos tienen la marca de lo nuevo y en muchos casos de la precariedad. Las grandes fábricas que demandan una numerosa mano de obra, son parte de ese crecimiento y hasta cierto punto, pasan a forjar la identidad del barrio: Alpargatas y Noel en la Boca, Talleres Vasena en Nueva Pompeya, Bagley y Terrabussi en Constitución, Medias París y Fabril Financiera en Barracas; porque en la vorágine de la expansión urbana, el arrabal dejó de ser una referencia geográfica para transformarse en un hecho sociológico, ya que en muchos casos, a pesar de su cercanía con el Centro, al barrio se lo siguió considerando arrabal por su arquitectura, las costumbres, la calidad de vida.
Es tan dinámico el desarrollo de la ciudad, que los partidos bonaerenses de Flores y Belgrano, fueron incorporados a la flamante Capital Federal, nacionalizada luego de las sangrientas jornadas de 1880, cuando la Provincia de Buenos Aires se negó a entregar la ciudad emblemática. Con esas incorporaciones la orilla porteña tuvo nuevos horizontes: una tierra bravía de milonga y miedo.
Las orillas del Arroyo Maldonado (actual Avenida Juan B. Justo), la Tierra del Fuego (Avenida Las Heras y alrededores de la Penitenciaría Nacional), Puente Alsina, son algunos de los nombres paradigmáticos del malevaje. Con el avance del siglo XX, el arrabal de siempre comienza a diluirse en la ciudad. Aunque conservando sus rasgos característicos. Los servicios públicos lo acercan al “asfalto”, entonces es mucho más fácil desplazarse ya que los tranvías, trenes, colectivos, permiten vivir en el arrabal y trabajar o ir al cine en el Centro.