Poca gente. Veo un desierto cementero poblado por poca gente. Hay escasos muchos en Mar del Plata; en la Ciudad de Buenos Aires; en los clubes de mi barrio; en los bares nocturnos en donde las copas llenas se lavan rápidamente y cuelgan boca abajo mientras el calor ambiental las reluce en poco tiempo sin labios que las maquillen.
Llegó el verano y los pocos abundan el ambiente. Raro, suena raro a los oídos de los ojos que, hasta hace poco -unos contados meses- la cosa era otra.
La radio y la música se confabulan en un sonido que percute en la espera humana del sentir, la famosa marca de una pileta de lona se posiciona por encima del objeto para la cual fue creada y ramifica en el sentido popular de la cosa: en las terrazas está la famosa «Pelopincho» que no es que alguien te pinche el pelo, sino un raro mensaje en donde tus cabellos flotarán sobre un agua de quizá medio o un metro de agua y empapará, mientras la capa de ozono cede punzones al sol para que, con sus rayos, te la ponga.
Gente escasa. Viajar ahora resulta mucho más fácil que cuando las hormigas y las sardinas humanas se codean en un bondi o un tren, los blancos mentirán a más no poder mientras ese perímetro de lona encarcele un agua grifera que calentará por la estufa del sol.
Poca gente, y la mucha se diluye quién sabe dónde porque en los trabajos rutinarios de almanaques, también el vacío se hace notar y en los supermercados deambulan algunos cobijados en lo esporádico del refresco sin tapita de un aire acondicionado. Luego sí, quizá, compran algo y lo llevan hasta sin bolsita o con ésta, por si hiciera falta para juntar la mugre putrefacta y llena de moscas andrajosas gustosas del calor dominante.
Poca gente; sigo viendo contados lunáticos al vapor de las brasas, enfadados de… ¿tal vez el sol que percute y ejecuta a los fusilados de la disconformidad? ¿Y si sacamos el freno de mano y dejamos que el mamotreto nos lleve hacia donde sea? ¿Y si ponemos el freno de mano y paramos la deshonra del empuje cuyos próximos metros son el abismo inexplicable?
Poca gente en la miserable pileta de lona, tan poca gente que sólo estoy yo y me la agarro con un gato que me observa sobre un pilar desvencijado y lo vapuleo con sablazos de agua braceados de mi viaje, casi locura. El felino rebota y se aleja hasta… la seguridad de su brisa que lo ambienta sobre un techo abandonado, luego se lame el pito y el culo; se cruza de brazos y me ignora. Poca gente por mis alrededores, así como también pocos gatunos invaden el espectro; somos el uno y el otro a la espera del paso del transporte que nos lleve sin aire acondicionado, así, a flor de piel y pelo, esa inmensidad de vida en el medio de una terraza.
Pablo Diringuer