Celedonio Esteban Flores nació en Buenos Aires el 13 de agosto de 1896, tocándole vivir, salvo unos pocos años, en esa Argentina de principios de siglo que se prolongó hasta los finales de la década del 30. En un Buenos Aires que fue, en buena medida, el mismo de Evaristo Carriego, con cuya poesía tiene la del Negro Cele tantas zonas de contacto. No exagero al decir que el autor de Margot fue un continuador cierto de la lírica carriegana. La segunda guerra mundial termino con muchas cosas, dentro y fuera del país, y marcó un hito entre dos épocas argentinas y porteños de nuestro siglo. Cuando Cele se fue con su atadito de versos a las estrellas era el sobreviviente de una ciudad que fue, que ya no era la misma de su infancia y de su juventud. Uno se siente tentado a decir que Cele que murió a tiempo. Y en un tiempo en que el tango ya empezaba a no ser su tango y en que les estaban cambiando el rostro, para no decir el alma, a la ciudad que él transitó en una cabalgata de boliches querendones y al suburbio ennoblecido por el canto de los grillos, el croar de los sapos y el perfume de las glicinas.
Desde purrete le tiraron dos berretines: hacer guantes y hacer versos. Tuvo sus buenos años de piñas, de rounds y hasta de campeonatos. En que se ganó la piñata a tortazo limpio, sobre la lona de los clubes bonaerenses. Llegó a medirse por un título, sin pasar empero de la semifinal. Allí concluyo su órbita pugilística, pero todavía se lo vio por ahí, enseñando el arte de pegar y no ser golpeado, en academias de boxeo. Para ese entonces- comienzos de la década del 20- ya había garabateado algunos versos: poesías sentidas y sentimentales, pero trabajadas en lenguaje culto, en el convencional castellano de la literatura, minga de lunfardo. Quería, según sus palabras, suave, romántica. Algo a lo Rubén Darío o a lo Amado Nervo. Pero, ¿Cómo igualar a esos puntos altos de la lírica continental? Modesto, sagaz, Cele advirtió a tiempo que su rumbo era otro. Y enderezó por la senda de lo popular, que era en definitiva lo que más sentía y más quería. Allí estaba su verdadera trayectoria. Y allí, si, le pegó.
Por aquel tiempo-1920, aproximadamente- el diario “Ultima Hora” publicaba una sección, “El Gorro de Dormir”, donde le daba a los colaboradores espontáneos la chance de alzarse con los 5 pesos con que se premiaban las mejores composiciones. Cele se tiró el lance con unos versos que tituló Por la Pinta:
“Desde lejos se te juna, pelandruna abacanada,
Que naciste en la miseria de un convento de arrabal
porque hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada
O ese cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal”.
Versos que con otro título- Margot – y en la voz de Gardel- que les puso música- que harían famosos. Con ellos ganó Cele aquellos 5 poderosos mangos de entonces. Pero también la celebridad. Inicio así su excepcional jornada de letrista querencioso de lo nuestro, que él sintetizó a maravilla en otros versos de ese instante auroral cuando, al agradecer el elogio tributado por un compañero, confesó con humildad: “Solo soy un ciudadano, un poquito milonguero,- que le da por batir justo y en lenguaje arrabalero- lo que siente del suburbio tan mistongo y tan tristón”.
“Sentir honda la tristeza de la tarde suburbana – cuando el sol tras de las casa se resiste a claudicar- y cantarle el perro flaco, al botija, a la bacana,- a la madre que esta triste porque el hijo está en cana”, “encontrar que el tango tiene melodiosas variaciones- y que gime dulcemente y muy triste bandoneón”.
En sus muchos tangos y milongas, en algún valsecito, en sus poemarios lunfardescos, Chapaleando Barro y Cuando Pasa el Organito, son versos que revelan un dominio técnico poco menos que absoluto de las leyes de la versificación, seguramente innato, Cele dejo pintada su ciudad y radiografiada su alma. Porteño por los cuatro costados, supo de sus emociones, de sus sentires, de sus noches, de sus atardeceres suburbanos, de sus boliches, de sus “fecas”, de las pasiones de su morador- turf, futbol, tango, bailongo, esquina y estaño-, y de todo eso está colmada su poesía.
Sentimental sin cursilería, y a la vez solidario con los humildes y los vencidos, con los que sufren la pobreza y la injusticia de la pobreza, a Carlitos Gardel, a la barra de ley, al jockey famoso, a la guitarra maleva, al perro flaco, al que “lloró como una mujer”, a Corrientes y Esmeralda, a la cortada de Carabellas, al café del barrio, al canillita, a la chatita color celeste, al viejo smoking, al tango, al éxodo de los míseros del conventillo, al bandoneón, a las noches de San Juan, a la leona, el organito arrabalero, a la bohemia que transitó en sus años juveniles a las florcitas del suburbios, a los barrios- Avellaneda, Mataderos, Villa Crespo y otros- que conocía como su propia mano, el bulín, al arrabal salvaje, al hermano perro…En la poesía de Cele, Buenos Aires y su gente no son meras alusiones superficiales ni vulgar pintoresquismo, sino presencia honda, cabal, legitima, puro caracú porteño.
Cele y Carrieguito hablan un mismo lenguaje íntimo. Es posible el influjo de éste sobre aquel, pero no hay, seguramente, imitación por parte de Flores. Confluyeron en temas y sentimientos. Así, El casamiento, de Carriego, tiene su réplica en cierto modo en Bailongo arrabalero de Cele. Y esa coincidencia se da- como lo dije al hablar de La profunda huella de Carriego (“Clarín”, 14-10-1976), y en Celedonio y Buenos Aires (ídem, 28-7-1977)-, curiosamente incluso en cierta manera de decir las cosas, o de insinuarlas que tienen ambos. Mire si soy bueno, Llueve, Organito de mi barrio, son poemas que denuncian una estirpe carriegana. Cele, como el autor de El alma del suburbio, supo descubrir ese mundo de la honrada pobreza que linda con las turbias avenidas del bajo fondo. Fue la suya una poesía repleta de amor y de ternura hacía su pueblo. Fue Cele, también, el porta social del tango, de ese tango que algunos exégetas de pacotilla quieren neutro, aséptico, frívolo, trivial y sin compromiso. Pero que a veces no lo es, y tal el casi de un Cele a quien no puedo desconocerse en esa faz.
Poco más de medio siglo- un año, apenas- llevaba sobre sus hombros Celedonio cuando se fue a morar en alguna de las estrellas que parpadean sobre Buenos Aires y su suburbio: ciudad y arrabal que pocos como el cantaron con tan profunda y sustancial autenticidad. El 28 de julio de 1947 la voz apesadumbrada de Homero Manzi lo despedía con palabras como éstas: “El flamante silencio de tus labios y esta manera de decir adiós discretamente, y esta actitud final de llevarte entre los dedos trenzados contra el pecho todas las cosas tuyas y el extraño desfile de las horas y los paisajes y las almas de tus acuarelas, que están cerca del pueblo, a mano de cualquiera, colgadas de la noche como de un muro, son las cosas de tu ausencia que nos han puesto tristes”.
El Lunfa – Noviembre 1977 – Por Luis Soler Cañas