Apadrinar significa proteger, cumplir el rol de padre de alguien en determinada circunstancia.
De la tradición caballeresca, nos llegan los padrinos que acompañaban a quien se batía a duelo para dirimir una diferencia grave; casi siempre ligada al honor y el buen nombre. En esa circunstancia, el padrino asistía al ofendido u ofensor, ya que cada uno contaba con su padrino; el padrino solía ser una persona de extrema confianza y preferentemente de prestigio, de quien debía batirse a duelo.
En otro contexto, la tradición cristiana establece el padrinazgo para el bautismo, la confirmación de la primera comunión, en el matrimonio o en el ordenamiento sacerdotal.
También el uso estableció el padrinazgo en torneos, o en presentaciones de trabajos de orden investigativo como suele ser una tesis académica, pero en todos los casos tiene que ver con la acción de asistir, acompañar, proteger.
En nuestra tradición hispano criolla a la que en el mismo sentido se sumó la itálica, hizo del padrinazgo una cuestión de lazo honorífico, de lealtad indisoluble entre amigos, parientes o allegados que merecían un reconocimiento muy particular y exaltador.
Entregar el padrinazgo de los hijos en el acto del bautismo o el casamiento, representa ese compromiso e implica por parte de quien lo asume, una responsabilidad muy importante, aunque la experiencia indica que los adultos que establecen ese pacto, no siempre lo cumplen; casi siempre por desidia o por desavenencias entre las partes.
Pero mucho antes que el padrinazgo entre en la etapa del desgaste, cuando la honorífica carga se encuentra en su etapa de mayor esplendor, es decir, en el momento mismo del acto sacramental en el caso del matrimonio, el padrino de casamiento en Buenos Aires estuvo durante muchos años expuesto a una prueba de aceptación social, que entre burlona y fiscalizadora, ponía a prueba su generosidad.
Es que una tradición inmemorial, obligaba al padrino que se exponía primero, a arrojar un puñado de monedas “a la marchanta”; lanzarlas a la multitud. Ese acto de opulencia, más simbólico que real, tenía que ver con el deseo de buena fortuna para los contrayentes y también, expresar la alegría de la familia por ese acto trascendental.
Los curiosos que observaban el desplazamiento de los novios, al detectar al padrino incurrían en un grito mezcla de voz guerrera y conjuro mágico: “Padrino Pelao…”
La voz “padrino pelao” tenía una carga provocativa, ya que la calificación de pelado dirigida al padrino, no aludía a su calvicie que podía o no tenerla, sino a una presunta condición de “pelado”, de pobre, de “pato”.
La única forma en que el padrino podía responder al desafío y además demostrar la falsedad de la acusación de “pelao”, era exhibiendo “riqueza” y sobre todo generosidad; la lluvia de monedas, generalmente dirigida a los niños, confirmaba que el aludido había superado la prueba. En el caso que el padrino ignorara la demanda, cosa que podía ocurrir, el requerimiento aumentaba de tono y podía llegar a la silbatina y el abucheo, con un redoble del adjetivo infamante: Padrino Pelao…!
Fiel estampa de ese momento es la siguiente estrofa perteneciente al tango Padrino Pelao de Cantuarias y Delfino, estrenado en l930:
Saraca muchachos!… ¡Gritemos más fuerte!
¡Uy Dio que amarrete!… ¡Ni un cobre ha tirao!
¡Qué bronca muchachos!… Se hizo el otario.
¡Gritemos Pulguita!… ¡Padrino Pelao…!
La prueba de fuego para ese padrino, solía ser, igual que los demás pormenores del casamiento, la comidilla del barrio durante semanas. Si además el individuo era un vecino, solía contar con acólitos y detractores que dividían sus opiniones en función de afectos o rechazos que podían sentir por el hombre que atravesaba esa circunstancia.
Como muchas otras tradiciones porteñas, el “padrino Pelao” marchó camino al baúl de los recuerdos.
Padrino Pelado
¡Saraca…muchachos…! ¡Dequera un casorio!
¡Un dio, qué de minas!…¡Ta todo alfombrao!
Y aquellos pebetes gorriones del barrio,
acuden gritando: ¡Padrino pelao!…
El barrio alborotan con su algarabía,
allí en la vereda se ve entre el montón
el rostro marchito de alguna pebeta
que ya para siempre perdió la ilusión.
Y así, por lo bajo, las viejas del barrio,
comentan la cosa con admiración…
-¿Ha visto, señora, qué poca vergüenza?
¡Vestirse de blanco después que pecó!
Y un tanto cabrero rezonga en la puerta
porque a un cajetilla manyó el estofao…
-Aquí en casa, osté no me entra,
¡me soy dando coenta que oesté ese un colao!
¡Saraca, muchachos!… ¡Gritemos más fuerte!
¡Uy dio qué amarrete!… ¡Ni un cobre a tirao!
¡Qué bronca, muchachos!… Se hizo el otario.
¡Gritemo, Pulgita!… ¡Padrino pelao!…
Y aquella pebeta que está en la vereda,
contempla con pena a la novia pasar;
se llena de angustia su alma marchita
pensando que ¡nunca tendrá el blanco ajuar!
Tango – 1930
Letra: Julio A. Cantaurias
Música: Enrique Delfino