El patrimonio cultural puede ser pensado como tecnología acumulada en el tiempo y el espacio por la especie humana. Espacio progresivamente empequeñecido por las tecnologías del movimiento, el transporte y la proyección.
Tiempo profundamente alterado por la instantaneidad de los procesos comunicacionales desatados por la revolución digital que siguió a la implosión del bloque soviético y la puesta en público de tecnologías amasadas durante la guerra fría.
Y cuando decimos tecnología nos referimos a conocimiento aplicado a la producción y puesta en valor de objetos y servicios. Y, sobre todo, de símbolos.
La tecnología se convierte en patrimonio cultural cuando es valorada como tal en un contexto cultural concreto. Deja así de ser mera técnica – contingente y fácilmente reemplazable – para convertirse en soporte de una particular manera de resolver la experiencia humana.
La pintura rupestre, la tradición oral de un pueblo o los modos de hacer devienen patrimonio cultural mediante decisiones sociales e históricas sostenidas – de nuevo – en el tiempo y el espacio.
Pero además el patrimonio cultural es el insumo básico que utiliza toda cultura para ser tal y proyectar su propio sentido. Incluso para desarrollar nuevos artefactos tecnológicos.
Pensamos, pintamos, actuamos, amamos y hasta morimos en relación a los símbolos recibidos de nuestra historia identitaria. Incluso cuando creamos símbolos novísimos lo hacemos como ruptura militante con lo heredado.
Vista así, la triada tecnología – patrimonio – cultura adquiere una recursiva complejidad que solo puede ser interpelada desde la experiencia histórica. Y solo hasta el punto de reconocer el inevitable triunfo de la incertidumbre: no importa cuán nuevos sean nuestros soportes tecnológicos, en algún lugar se está inventando una nueva tecnología llamada a decretar la obsolescencia de nuestras novedades.
Ya hemos sostenido que la verdadera Internet – cabecera de playa de la revolución tecnológica de las últimas décadas – fue inventada por Jorge Luis Borges en un improbable verano marplatense.
Hubo, también, algunos periodistas que entrevieron el mismo dato.
Una sola frase de Borges – que ya hemos citado – demuestra esta aseveración:
«… imagino al hombre moderno en su gabinete de estudio… provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines… para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil…»
Ahora bien ¿Qué importancia tiene poner esto en discusión? La cultura ha sido definida como conjunto de “relaciones esenciales” construidas “histórica y socialmente”.
Pero esas relaciones esenciales – con la propia comunidad, la naturaleza, las otras comunidades y lo sagrado o trascendente – se construyen mediante los más diversos artefactos. Un templo, un cuadro, incluso un arma solo tienen sentido a partir de esas relaciones.
Algunas miradas se enfocan en los artefactos otorgándoles una autonomía conceptual rayana en el absoluto, subordinando lo humano mismo. Entonces los males humanos están causados por la simple carencia de artefactos.
Pero si Borges inventó antes la red, tal como hemos sostenido, la diferencia que importa es el símbolo. Porque solo este desata las voluntades/ sueños/ pesadillas que viabilizan relaciones y artefactos.
Quizá lo que Borges soñó como símbolo se haya concretado en las redes militares como pesadilla inminente. Oposición dialéctica superada por la caída de un muro y el empuje de ciertas sociedades civiles que se planetarizaron más aceleradamente que otras. ¿Y las comunidades?
Las comunidades – entendiendo por tales a grupos humanos más afectos a los mitos que a los contratos – han ido más despacio. Más pendientes de sus propios ritmos temporoespaciales que de la novedad del artefacto.
Entre la comunidad y las sociedades contractuales median dos racionalidades diferentes respecto del patrimonio. Para estas últimas el patrimonio necesita ser sostenido en objetos durables que, en un extremo, pueda ser «consumido».
Para las otras el patrimonio forma parte de la cotidiana humanidad: no hay museos ni bibliotecas, solo personas que viven inmersas en sus símbolos. De allí que sean los museos etnográficos los mayores reservorios de objetos pertenecientes a nuestras comunidades originarias.
Entre unas y otras circulan también, muchos prestamos, apropiaciones e intercambios patrimoniales y sincretismos varios.
Cada una de estas realidades plantean problemas diversos a la preservación y difusión del patrimonio cultural.
En algunos casos se trata de dilemas éticos ¿Tiene alguien el derecho de apropiar el patrimonio cultural de otras culturas? ¿Puede alguien, aduciendo particularismos varios, negar el disfrute de su patrimonio cultural al resto de la humanidad?
Otras encrucijadas refieren a problemas técnicos concretos ¿Con que dispositivos leeremos los registros patrimoniales cuyos soportes vayan siendo progresivamente obsoletos? ¿Quién financiará la conversión a soportes más actuales de los registros de los sectores más pobres de nuestras comunidades americanas?
Fernando De Sa Souza
que-gestionamos.blogspot.com