Las ciudades argentinas se acostumbraron a observar en las paredes de sus edificios, leyendas alusivas a sucesos que registrándose en tierras lejanas, no dejaban de afectarnos directa o indirectamente. Dieron testimonio en nuestros muros, la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Corea, la invasión norteamericana a Santo Domingo en 1965 y otros episodios de magnitud internacional. La guerra del Golfo Pérsico que en 1991 involucró a Irak, Kuwait, Arabia Saudita, y a las principales potencias occidentales, también introdujo a la República Argentina en ese conflicto.
El gobierno presidido por Carlos Menem, ordenó el envío de naves de guerra para colaborar en el bloqueo que la flota aliada mantenía contra Irak en el Golfo Pérsico y también brindar apoyo a las fuerzas que desembarcarían en las costas kuwaitíes.
En 1990, el pequeño emirato árabe de Kuwait era uno de los principales productores mundiales de petróleo, cuya explotación estaba en gran medida, en manos de empresas inglesas y norteamericanas. En agosto de ese año, su vecino Irak, gobernado desde 1979 por Saddam Hussein, invadió el emirato y lo anexó después de una breve campaña militar. Las Naciones Unidas (ONU) intimaron al gobierno de Bagdad para que abandone Kuwait, sin resultados. Acto seguido, EE.UU. gobernado por George Bush (padre), lideró la coalición que en enero de 1990 con el denominado operativo Escudo del Desierto, desembarcó en Arabia Saudita para preparar la recuperación de Kuwait. Días más tarde, con el nombre de Tormenta del Desierto, desde distintos puntos comienza la invasión aliada a Kuwait e Irak. Argentina se suma a esa movilización militar de Occidente con el modesto aporte de un par de naves, que si bien tienen escaso peso bélico, la repercusión política interna es importante, ya que nuestro país rompe una larga tradición neutralista en ese sentido.
Mientras se desarrollan las operaciones militares en el Golfo, las calles de Buenos Aires registran la opinión de algunos de sus habitantes:
“Fuera yankys del Golfo – Que vuelvan las tropas.”
Reclaman unas letras de trazo grueso en un muro porteño. En Villa Crespo, donde conviven desde muchos años atrás las colectividades árabe y judía sin mayores problemas, otra leyenda proclama sus simpatías:
“Aguante Israel- Bagdad caerá.”
Pero a pocas cuadras y siempre en el mismo barrio, otra pared parece desafiar el mensaje anterior:
“Hussein se la banca contra todos.”
Mientras la resistencia del ejército irakí se derrumba ante el empuje aliado, las opiniones argentinas siguen divididas: unos creen que Saddam Hussein es un nuevo Hitler. Otros sostienen que el objetivo único de la invasión aliada, es apoderarse del petróleo que generosamente fluye en el territorio irakí. Paralelamente, las paredes siguen expresando odios y simpatías. En villa Crespo, el delgado trazo de un aerosol estampa un pensamiento categórico:
“Muerte a Saddam”
Por esos mismos días las calles céntricas de la ciudad bonaerense de Quilmes, vieron aparecer en muchas de sus paredes una prolija imagen estampada con aerosol y grabada con una plantilla. La misma contiene el rostro del líder irakí y debajo decía:
“Aguante Saddam”
Finalmente la guerra terminó, Kuwait fue abandonado por los irakíes, Saddam Hussein continuó en el poder y las naves argentinas regresaron sin novedad.
Pero como en una extraña vuelta de la Historia, en 2003 George Bush, presidente de los EE.UU. de Norteamérica e hijo del anterior presidente norteamericano que combatió a Hussein en 1991, también impulsa una nueva guerra contra Irak. Ese segundo conflicto, que arrastró además de EE.UU. a Gran Bretaña y otros países europeos, se fundamentó en la sospecha de que Irak poseía armas de destrucción masiva. Luego de la invasión aliada, Irak perdió su potencial militar y su soberanía, Hussein fue tomado prisionero y el país ocupado por las tropas de la coalición. Las armas de destrucción masiva que motivaron la invasión, nunca fueron encontradas.
Se registraron elecciones presidenciales, que en un clima anómalo y viciado por la violencia, dieron la victoria a una de las tendencias políticas y religiosas opuestas a Hussein, mientras las tropas aliadas sufrían una sangría diaria a manos de la resistencia irakí.
En su oportunidad, nuestro país bajo el gobierno provisional de Eduardo Duhalde mantuvo su neutralidad. A diferencia del conflicto de 1991, las paredes porteñas se hicieron eco débilmente del conflicto que ya se llamaba Segunda Guerra del Golfo.