Entre los oficios que pueblan la memoria de quienes se criaron en los barrios de las grandes ciudades, en particular Buenos Aires, está el afilador. Es un trabajo emparentado con el del “tachero”, ese hombre que a pie o en bicicleta y cargando en sus espaldas varios cacharros metálicos dañados, cruzaba la ciudad ofreciendo sus servicios: la soldadura de la olla, la sartén o el jarro agujereado. A su vez ambas formas de ganarse la vida, fluían por las calles de la gran urbe en paralelo a una oferta de actividades tan coloridas como variadas: vendedores callejeros de pescado, con las piezas colgadas de un palo cruzado sobre un hombro; el pizzero ambulante, con una mesita “tijera” y las bandejas con sus productos; los “turcos” con su atadito repleto de mercería sobre sus espaldas y tantos otros trabajadores que llevaban sus oficios o mercaderías puerta a puerta; como otros que definitivamente se desvanecieron en el pasado, como el lechero con sus tarros de leche suelta, el “kerosenero”, el vendedor de hielo, los carritos de la “Panificación Argentina” y otros rubros que mató eso que llaman Progreso; aunque hoy revivieron de alguna manera, en forma de delivery.
Capítulo aparte merece el colchonero, que por las características de su tarea no podía andar deambulando. Al colchonero se lo convocaba y el hombre con su máquina cardadora, despanzurraba los colchones de lana hasta que éstos evacuaban todo el polvo y la suciedad acumulada tal vez durante años. Con su asombrosa destreza, el hombre volvía a coser la pieza dejándola impecable. Los colchones de materiales sintéticos arrumbaron también en el arcón de las cosas y las costumbres que se fueron, a los colchoneros y su extraño artefacto cardador.
Pero como escapando de ese tiempo irremediablemente perdido, el afilador persiste con su flauta, con esas pocas notas que como un toque de atención melodioso, no marcial, alerta sobre su presencia a los potenciales clientes.
Empujando una suerte de carro de mano con soportes para apoyarlo en el piso mientras cumple su tarea, el afilador andaba con su vehículo a los tumbos sobre el empedrado o las calles de tierra, o el moderno asfalto según la geografía elegida. La escala tonal que desde su flauta (también conocida como siringa) hendía el aire, las puertas se abrían y algunos clientes, en general mujeres, aguardaban su paso con tijeras o cuchillos en las manos. El afilador entonces, comenzaba el ritual de devolver filo a viejas cuchillas o tijeras melladas.
Ante el asombro de los pibes que a prudente distancia observaban el trabajo, una lluvia de chispas brotaban del paso de la hoja del cuchillo sobre la piedra esmeril redonda, que giraba velozmente mientras las manos hábiles del trabajador iban y venían llevando la hoja de la pieza levemente inclinada, para que la piedra sólo accione sobre la parte del filo. En el siglo XXI, puede verse todavía a algunos afiladores, pero en bicicleta.
Como era habitual en aquellos tiempos de costumbres lentas, en torno al afilador se juntaban otros clientes a la espera de su servicio; y también quienes sólo se acercaban a curiosear o charlar un rato. En éstos tiempos de globalización, el oficio sobrevive a duras penas y muchos afiladores deben contar con otros ingresos para su subsistencia. La principal razón al menos en nuestro país, es la abundancia de cuchillos, por lo general importados, confeccionados con metal de muy baja calidad o dentados, que una vez cumplida su vida útil, se los descarta. El bajo costo para reponerlos, hace innecesario el afilado.
Pero la popularidad del afilador no tiene fronteras. Cuenta una leyenda española, que ellos aparecieron en el siglo XVII en un pueblo llamado Nogueira de Ramuin, en la provincia de Orense, en Galicia. A dicha región se la conoce como Terra de Chispas, por la característica danza de chispas que produce el rozamiento de la hoja metálica sobre la piedra esmeril y se dice, que esa Terra chispeante engendró legiones de buenos afiladores.
En nuestra tierra, éste oficio no escapó a la poética que suele tener una mirada romántica sobre muchas ocupaciones. Como ejemplo, va la popular ranchera llamada precisamente, “Afilador”, de Emilio Magaldi y Francisco Pracánico:
“Afilador,
para tu cariño hallar,
dale que dale a la piedra,
que con tantas chispas
ya la encontrarás.
Afilador,
o abandones tu pedal,
que girando en tantas vueltas
desde alguna puerta
ya te llamarán…”
Parafraseando a “El Último Organito” de Homero Manzi, podríamos decir que en los barrios cuando se pierda definitivamente el dulce sonido de la flauta del afilador, “El alma del suburbio se quedará sin voz”.
Leopoldo Marechal y el Afilador: Una Enfermedad o un Vicio
El Autodidacto lo silencio con un gesto de “no todavía”. En realidad estudiaba morosamente la caradura del afilador, el cual semiemboscado en las retamas, le hacía revivir ahora una inquietud de su adolescencia. Frecuentaba entonces la “Biblioteca Popular Alberdi”; y en sus Dioses en el destierro el poeta Enrique Heine le había enseñado que las divinidades padanas, ante la exaltación del Cristo, debieron exiliarse a otros climas. Ahora bien, en Villa Crespo abundaban los afiladores ambulantes: la música de sus siringas era familiar a los oídos atentos del barrio. Y Megafón , el adolescente, se preguntó una mañana si aquellos afiladores no serían los faunos de la leyenda que, al buscar un refugio en Buenos Aires, habían traído sus flautas de siete canutos en señal de su origen arcádico.
Estaba en ese punto de sus recordaciones cuando Patricia Bell salió al jardín portadora de un vaso de vino que tendió al afilador en su escenario de verduras. Capristo lo tomo reverentemente; y mientras lo apuraba en los términos de una visible delicia, Megafón observó sus ojos alargados en oblicuidad, su tez de aceituna y su ancha boca de morder los frutos terrestres.
-Capristo- le advirtió-, usted me intriga.
-¿Por qué?- dijo el afilador.
-Usted es un fauno
Capristo meditó esa palabra:
-¿Es una enfermedad o un vicio? – inquirió apaciblemente.
El Autodidacto recogió aquel desafío de la ignorancia hecho a la ciencia. “Un soberzo matinal antes de la batalla”, se concedió alegremente.
-Usted verá- le dijo-: el fauno tiene una mitad humana u otra mitad cabruna. Su nombre, Capristo, viene de capra o cabra. ¿Digo bien, Patricia?
-Muy bien- corroboró Patricia desde sus recuerdos filosóficos.
-Y algo más- añadió el Oscuro-: los faunos hacían sonar la flauta de Pan, un instrumento de siete cañas juntas, Y usted, Capristo, usa un instrumento semejante. Patricia, ¿no es así?
-Así es- lo apuntaló ella desde su olvidada mitología.
En su marco de retamas el afilador se complacía discretamente ante aquella insólita versión de la entidad. Y el Autodidacto, al advertido, no disimulo cierto aire de congoja.
-Es así- le dijo-. Pero yo, en su lugar, no me alegraría. Óigame, Capristo: entre el fauno griego y usted hay una diferencia muy sospechosa. Por ejemplo: la siringa del fauno era de cañas y la suya de bronce. Hay aquí una transmutación del simbolismo vegetal un simbolismo metalúrgico.
-¿Y eso es malo?- se inquietó vagamente Capristo.
-¿Malo? ¡Es pésimo! ¿No será usted el hijo de Vulcano?
-Mis padres eran de Sicilia.
-Más a mi favor- le dijo al Oscuro-. En Sicilia está el Etna, y el Etna es la fragua de Vulcano.
-¿Quién es Vulcano?- repuso el afilador.
-Un herrero de mala catadura y además cornudo hasta la muerte. Alli está la central de los metalúrgicos infernales, los ingenieros de minas y los faunos que, como usted, se desentendieron del bosque y hoy afilan tijeras. ¡Capristo, su máquina lo dice todo!
-¿Qué tiene mi maquina?- se turbó él.
Megafón, o la Guerra – Leopoldo Marechal – Editorial Sudamericana – Primera Edición – 1970