Vamos a romper las reglas del club de la pelea.
La primera regla del club de la pelea es: no se habla del club de la pelea.
La segunda regla del club de la pelea es: no se habla del club de la pelea.
Acá vamos a hablar sobre El Club de la Pelea y no, no vamos a revolear puñetazo alguno.
En 1999 el director David Fincher terminó de poner en ladrillo de su primera gran etapa como director de cine mainstream. Tras el desgaste emocional que le produjo Alien 3, el enorme éxito de Pecados Capitales y el subsiguiente pleno que consiguió con The Game, los críticos y adeptos al cineasta estaban emocionados por ver qué nuevos rumbos tomaría el artista. En retrospectiva fue lógico el paso que dio Fincher a la hora de escoger El Club de la Pelea como su despedida del siglo XX: lo hizo con bombos y platillos, con controversias, con un largometraje poderoso y personal que transmitió el nihilismo y el pesimismo de la novela homónima escrita por Chuck Palahniuk, interpelando a la generación X mientras los millenialsempezaban a salir al mundo adulto, a la máquina de picar carne, de a poco.
El Narrador, a quien no le conoceremos el nombre, lleva una vida rutinaria, con un trabajo de oficina mecánico. Pasa los días medio despierto, medio dormido, funcionando entre vuelos de avión, programas de televisión vacíos y revistas con productos para decorar interiores. Aquellos muebles y utensilios caros son los que le dan sentido a la vida del hombre, quien repite un ciclo caníbal: va a trabajar a un lugar que odia y lo deshumaniza, para poder comprar cosas lindas que le den la sensación de estar completo. No parece tener una vida social activa, y pronto se dará cuenta que aquellas molestias físicas son sólo angustia reprimida.
El doctor le recomienda que busque manifestar sus emociones, y por eso decide ir a un grupo de compañía terapéutica para hombres que sufrieron cáncer testicular. El Narrador encuentra un lugar propicio para hacer catarsis: los brazos de hombres atacados en el “símbolo” de la masculinidad, en muchos casos hasta extirpados de aquella parte del cuerpo tan “representativa”. Bob, un hombre gigante que desarrolló pechos “femeninos” y que, tras su cirugía, fue condenado al ostracismo por su familia, abraza al Narrador y lo descomprime. Reafirman entre llantos que sí son hombres pese a la enfermedad —una afirmación innecesaria, por supuesto, que se convertirá en ironía más adelante.
Después conocerá a Tyler Durden en un vuelo de avión. El hombre, vendedor de jabón itinerante, comenzará a cuestionar la vida del Narrador en todo aspecto, haciéndole dudar de sus verdaderas motivaciones y mostrándole que las cosas que compra no lo definen. Él no es una alfombra o un juego de living de diseñador, esas cosas no lo constituyen. Las metáforas de aquellas iniciales enseñanzas se terminarán de cerrar cuando, al regresar, encuentre que su departamento explotó, que todas sus posesiones materiales se fueron en un abrir y cerrar de ojos. En cuestión de segundos el protagonista se encuentra en una posición que lo obliga a replantearse cada aspecto de su pasada vida.
El Narrador, despojado de sus cosas y sin amigos,se va a vivir a la casa de Tyler, un espacio diametralmente opuesto a su antiguo hogar: la vivienda de tres pisos es un caserón abandonado, lleno de goteras, mugre y revistas viejas. Los revoques se caen de las paredes, la electricidad funciona de milagro. Allí no hay un mueble fino, no hay un vestigio de si vida pasada.
También traba una extraña relación con Marla, adicta como él a los grupos de ayuda de diversas índoles, a los cuales acude para vivir la miseria ajena y focalizar su atención en problemas ajenos en vez de resolver los propios. Ella terminará siendo amante de Tyler, mientras que el Narrador construye con su nuevo compañero un club clandestino que terminará de exorcizar todos sus demonios y le permitirá renacer en aquel contexto en apariencia aciago.
Tyler y el Narrador erigen el club de la pelea, en donde el inicial grupo reducido de personas que asisten va creciendo pese a las estrictas reglas de no divulgar la existencia del mismo. El entonces insomne personaje consigue conciliar el sueño, comienza a rebelarse en su espacio laboral, y se da cuenta que realmente existe en aquel ámbito de extrema violencia sin malicia aparente, en donde dos personas se destruyen en pos de reafirmar que son hombres, de la forma más primitiva posible.
Pero el grupo comienza a cometer actos de vandalismo, que van escalando en intensidad progresivamente. Sin darse cuenta el Narrador se convierte en una parte fundamental de un grupo de activistas que atentan contra los poderes económicos y políticos de la sociedad. Ellos abandonan sus nombres para ser eslabones de una cadena cuyo mando no se discute, y comienzan a funcionar de forma sistemática. El club de la pelea se convierte en un culto, en una organización terrorista que funciona hasta con franquicias. Se convierten en aquello que combaten, cegados por las ideas anti-sistema que pregonan, incapaces de ver que son la otra cara de la moneda.
El Club de la Pelea va mutando de una historia cargada de ironía y crítica a la sociedad de consumo sobre un grupo de peleas “de gallos” pero sin dinero de por medio, hacia una narrativa que cuenta, en contrarreloj, la gesta de un atentado masivo contra “el capitalismo”. David Fincher pone en pantalla un juego de gato y ratón entre los protagonistas con un giro en la trama que no vale la pena spoilear para aquellos que no hayan visto esta obra maestra.
Brad Pitt y Edward Norton protagonizan la película junto a la siempre increíble Helena Bonham Carter, y el trío protagónico ofrece actuaciones dignas de todos los premios. Los tres son personajes extremos, con matices sutiles en sus personalidades que encajan a la perfección en el inusual trío. Son piezas de una maquinaria aceitada y perfecta. Sin ellos, El Club de la Pelea no sería lo mismo.
En su momento la crítica y los espectadores señalaron como aspecto negativo el nivel de violencia gráfico y ciertas ideas “peligrosas” que expone el film. La primera lectura, que no es errónea, es sobre el análisis de la sociedad de consumo, de cómo la gente trabaja más para tener cosas que llenan un vacío existencial profundo, formando parte de una maquinaria fordista pensada para retroalimentarse sin tener en cuenta la fuerza humana detrás del trabajo. El individuo asiste a su espacio laboral, cumple una rutina que le deja poco tiempo libre, está cansado física y mentalmente, y sólo puede encontrar confort en el gasto del dinero que tanto le cuesta. Los medios de comunicación bombardean a los consumidores con publicidades, y les lavan el cerebro con el fin de convencerlos que la clave de la felicidad se encuentra en un sillón de cuero, y no en la realización personal. Este ciclo violento, sistemático y en apariencia imposible de escapar, sólo puede cambiarse de forma radical.
Muchos teóricos también encontraron en la película una crítica a la masculinidad, al miedo del hombre a la pérdida de la misma, y la forma extrema que encuentra en el largometraje para recuperar aquello que cree haber perdido. El grupo terrorista todo el tiempo amenaza con cortar los testículos a sus posibles víctimas, el Narrador asiste a una sesión de hombres que perdieron la “masculinidad”, y la violencia de las peleas es una clara alegoría a esa cualidad destructiva que se asocia con el hombre.
Sin embargo, para quien escribe, todas estas lecturas —que repito, son válidas— también se pueden enhebrar con una crítica que hizo Fincher al estereotipo masculino en el cine. Hasta inicios del siglo XXI el héroe de acción siempre era una montaña de músculos, repleto de testosterona, irrompible, incapaz de derramar una lágrima, y siempre se quedaba con la chica. El Club de la Pelea no ofrece héroes pero si escenas de acción entre hombres que manifiestan su violencia de una forma exagerada. Aquí pelean por el mero hecho de repartir golpes. Respetan cuando el rival se rinde, se ríen juntos, disfrutan de aquella experiencia que sólo se puede ver en un ring de artes marciales mixtas hoy en día (las famosas “jaulas” donde vale todo). Pero estos hombres luchadores no tienen otro fin más que el de pertenecer, el de resignificarse en el espejo de sangre que queda en el concreto tras destruir el tabique de un compañero.
No hay una lucha heroica al final de cada contienda, no persiguen ideales más grandes que ellos.
Cuando creen que forman parte de una organización destinada a cambiar el mundo lo único que están haciendo es convertirse en autómatas, en figuras de acción con las cuales el líder del culto juega a placer. La masculinidad que tanto anhelan reafirmar, la ruptura con el sistema y con el modelo de “hombre” que primaba hasta los ´90 (recordemos que este film se estrenó en 1999) comienza a morir en El Club de la Pelea.
Esto no implica que en las décadas siguientes no hayamos tenido films que mantengan vivo el estereotipo de héroe de acción, pero cada vez más se pueden ver obras protagonizadas por personajes que se asemejan un poco más a una persona real, con problemas, con emociones, con la necesidad de recurrir a otras personas para poder cerrar sus aventuras. El modelo rebosante de testosterona parece haber tocado el techo en El Club de la Pelea, y tanto el director como el escritor de la novela se encargaron de hacernos ver que ellos no son ningún modelo a seguir, valga la redundancia.
El mensaje anti-sistema es atractivo, pero ineficaz porque, al final del día, quienes enarbolan aquel estandarte en el film terminan siendo parte de un culto terrorista. En la actualidad es normal ver en las redes sociales posteos de todo tipo haciendo referencia a estos postulados anti-capitalistas, pero estos mensajes se lanzan desde aplicaciones que han depositado miles de millones de dólares en los bolsillos de sus creadores, pocos abandonan sus trabajos para irse a vivir a casas abandonadas e ir en contra del sistema, y el consumismo no sólo no frenó su avanzada sino que sigue creciendo de forma agigantada, día a día, y encontró en Internet formas de reproducir sus publicidades de forma más eficiente, con blancos etarios y culturales bien definidos gracias a algoritmos cada vez más sofisticados.
Si El Club de la Pelea hubiera sido concebida en pleno siglo XXI, probablemente el blanco de sus ataques no serían entidades bancarias, cadenas de cafés y políticos, sino también empresas de Silicon Valley e influencers que trabajan con grandes marcas para venderle a sus seguidores aquella sensación de confort a través de objetos caros y, al fin, triviales, creando necesidades que antes no teníamos. El Narrador hoy no miraría catálogos impresos que le llegan por correo, compraría los muebles que tiene el Influencer de moda.
El Club de la Pelea es uno de esos largometrajes que, más de dos décadas después, se sigue viendo con gracia y sigue despertando debate entre aquellos que la descubren. Todos los días, por ejemplo, se suben reseñas a YouTube en donde se analizan todos los aspectos del film, en donde se discuten los “mensajes” que tiene la película. Esta nota es otro pequeño ejemplo de este fenómeno. David Fincher consiguió crear una obra de arte imperecedera, que interpela al espectador abriendo frentes de ataque de todo tipo. Desde confrontaciones más obvias con la moral de quien observa, hasta preguntas más profundas, escondidas entre la violencia, los diálogos ácidos, picantes, y la sed de destrucción creciente de los personajes.
Si no viste El Club de la Pelea, está esperándote en el inmenso catálogo de Netflix.