Las rodajas de salame, las rodajas de salchichón; algunas veces las de queso y tomate con lechuga.
Estación de Liniers, día martes de invierno y las gentes con pasos acelerados taconeando sobre las gigantes baldosas gastadas del friccionar de zapatos asesinados en el tiempo.
Mi vaivén laboral en el maniquí que me compone con los codos apoyados sobre el asiento de la moto mientras mi mentón es un posa cámara registradora de imágenes de lo que vendrá.
Paradas de bondis, voces exaltadas de parlantes que promocionan no sé bien qué; avenidas o calles asfaltadas por enésima vez y policías de tránsito o del otro que justifican y hablan por celulares por doquier vaya uno a saber sobre qué; bocinas de impacientes colectiveros o tacheros o simples manejadores de autos que no se bancan el descontrol pistero, sin embargo, luego van a ese Banco y pagan el papel impreso del impuesto que los condenará un día más y se aliviarán del pertenecer al gran castillo cuyo balcón jamás los tendrá ni como una Julieta ni como un Romeo.
Yo sigo con mis codos sobre ese asiento de la moto y chorreo inquietudes y acertijos de los cuáles, sólo yo me entero y elucubro.
El hormigueo social que me compone, me da la oportunidad de parafrasear convulsiones ideales de ideas al pasar, pues entonces, soy una cámara de TV registradora de sucesos al pasar y mi tribuna es ese adoquinado alrededor de la iglesia de San Cayetano que sopla velitas de mejores pasares sobre actividades laborales; yo sigo esperando ese llamado telefónico que me llevará a una nueva actividad laboral y también, fuera de esa zona reclamante de quehaceres faltantes.
En ese epicentro de la estación de trenes, la misma destruida por autoridades municipales, dispuso la creación de una nueva y todo -por ende- se ha reciclado de sorprendente manera: todos los puestos vendedores de alrededores, han volado y ya uno sabe hacia dónde, los obreros con sus cascos amarillos, refaccionan exteriores sobre lo que prontamente del lentamente, será un nuevo lugar de tránsito de peatones viajantes sobre trenes chinos y con aires acondicionados que nunca serán aires de castros cambios sociales.
El llamado de celular que no me llega, y yo soy el diminuto conspirador dueño de la pala mecánica que tirará todo bien a la mierda, pero que no, solamente es un pensamiento casi disperso en el medio de millones que transpiran en la necesidad de una creencia que despertase de lo pesado de transitar sobre el riel de la vida.
Una feta de salame, una de mortadela y, tal vez, una de queso, abrazadas y aplanadas entre ese pan aparentemente esponjoso que ese vendedor asustado y, al mismo tiempo resignado, ofrece dentro de su canasto de panadero nómada sobre los restos de esa estación de trenes que todo lo desorienta.
En ese adormecer costumbrista de mi parte, una especie de despertador equidistante de mi quietud, un dedo inesperado en el letargo que incisivamente toca a mi hombro; es… ¿cómo podría describirlo?… una especie de humanoide devenido de las catacumbas olvidadas, muy cercanas de alcantarillas, donde la hecatombe social ha barrido «la nueva suciedad» del que no pudo siquiera darse la última ducha del sacrificio. Ni siquiera nadie se atrevió a barrerlo bajo a ninguna alfombra, y allí quedó, a la vera de ese barranco, antes de ese mugriento riachuelo y sólo atinó a resurgir tenue y esporádicamente para, únicamente, aflorar con sus manos al sol para acariciar una moneda que reflejase -de alguna manera- su sorprendente existir sobre el sálvese quién pueda en ese precipicio a través de los cristales del común espectador que desentiende. Un billete de diez pesos que recicla su mugre en esas grietas manuales del que pide con sus uñas bordadas de negro y agradece casi en silencio el poder por unos instantes sentirse respirar y por qué no, «pertenecer» a este lado del empañado vidrio, casi oscuro del no saber qué es lo que hay que hacer para trasponer esos límites. Y el vendedor de la vereda de enfrente que acepta ese bollo de billetes revolcados de mugre y le da esa especie de premio transpirado del ejercitar esa palma de la mano hacia el cielo que envasa monedas o lo que fuere tanto como para recibir esa frase lapidaria de inquietudes y necesidades: -Dame ése -dice el harapiento- y el señor dueño del canasto y su contenido sanguchesco complace -previo pago- el casi ruego del que los trapos tiñen en todo su esplendor.
El cliente sale del bar ambulante, de ese pequeño comedor sin puertas ni ventanas y salpica alegría inentendible de imágenes aunque desde el frente mi maqueta con trípode de codos sobre el asiento de la moto, me baste para saber fehacientemente que esos 17 dientes que le restan de vida masticable disfrutan cada mordisco y anuncian un chin chin sin copas desde esa vereda opuesta que flechan mis pupilas justo cuando ese llamado telefónico a mi celular me despierta sobre ese lecho momentáneo que cobijó mi momento, mi lapsus en medio del paisaje casi apocalíptico de este mundo sin brújula.
Por Pablo Diringuer