No sé por cuál razón, a veces, las palabras son laberintos, pero siempre conducen a algún sitio.
Los sitios tienen la particularidad de ser vistos a la medida de quien los mira.
Un día estando en el mar, siendo yo niña, me puse cerca de la orilla a construir un castillo de arena. Me gustaba la cercanía del agua, igual que ahora, tal vez porque el oleaje cuando se diluye y es absorbido por la playa, de algún modo, se transforma. Y transformarse no es poca cosa.
Estaba en pleno juego de construcción cuando apareció Juanita Correa, mi vecina de la cuadra.
Se acercó curiosa y le presté mi tiempo, le regalé una palita hecha con una botella plástica, y aunque ella tenía una pala más grande y colorida, se puso muy contenta. Con el tiempo supe que no quería ensuciar la suya con arena mojada. Transcurrió la tarde entre pasadizos secretos construidos con arena húmeda, torres con forma de baldecito de algún reinado desconocido, y laberintos hechos con conchillas. El problema surgió cuando la marea comenzó a subir. Fue entonces cuando conocí un nuevo laberinto: el de Juanita. Ella lloraba sin parar porque el agua se comía de a mordiscos el castillo que había construido, y aunque la animé para hacer otro sobre un médano, se negó.
Cada verano cuando nos volvíamos a encontrar en la playa, se acercaba a jugar con mi castillo de arena, pero nunca más volvió a hacer uno propio, tenía miedo que una ola se lo rompiese.
Por supuesto que nunca lloró por mi castillo, que invariablemente, cada tarde era desintegrado por completo. Un día le pregunté si no le daba pena que el agua invadiese mi laberinto creado con palitos de helado, y Juanita, riendo, me respondió que mi castillo era demasiado feo como para llorar. Y más allá de que quizá tenía razón, porque la belleza y la fealdad están cargadas de sentires y subjetividades, supe que Juanita me había mostrado una nueva calle de su propio laberinto.
Antes de que la marea arrasara con mi construcción de arena, miré el laberinto con forma de cerebro que había dentro del castillo. Tenía encrucijadas y cierto grado de complejidad para salir de él, así que le propuse a Juanita que buscara la salida y como respuesta miró hacia el mar en busca del agua salvadora. Desde que el mundo es mundo, es más fácil romper que construir.
Ahora después de cinco décadas, volví a ver a Juanita Correa, aferrada a su trabajo de divulgadora, atada a sus castillos caducos, lejos del agua que todo transforma, pero siempre muy cerca de su egoísmo.
Ana Caliyuri – Tandil – Provincia de Buenos Airesanacaliyuri@gmail.com
Del libro “Historias Tatuadas” – Niña Pez Ediciones – 2019