“Queríamos Restituirle al Arte su Frescura”
Durante los años 20 Leopoldo Marechal fue uno de los principales miembros del grupo literario reunido en torno de la revista literaria Martín Fierro, que pretendía “entrar por la ventana de la literatura argentina”.
La entrevista realizada por Alfredo Andrés y publicada en el libro Palabras con Marechal, el escritor recordaba aquellos años de bohemia.
¿»Martín Fierro» tuvo una etapa anterior?
Sí, una etapa lugoniana todavía, y sólo preparatoria de los hechos que vendrían.
¿Qué factor desencadenante produjo ese cambio?
Uno muy significativo. Los pintores Emilio Pettoruti y Xul Solar, que acababan de llegar de Europa, expusieron sus cuadros en la galería Witcomb, con escándalo de la crítica local. En tren de burla, los plásticos de «retaguardia» realizaron en la galería Van Riel una exposición paródica que fue para nosotros un llamado al combate. Una noche, nos reunimos en casa de Evar Méndez los futuros combatientes: estaban Güiraldes, Girondo, Macedonio Fernández, Borges, el pintor uruguayo Figari, Xul Solar, Francisco Luis Bernárdez y otros que no recuerdo bien. En aquella reunión decidimos iniciar la segunda época de «Martín Fierro», la única que tuvo significación histórica.
¿Los identificaba una estética común?
De ningún modo. Lo que nos identificaba era una voluntad renovadora, un imperativo de poner al día nuestras letras y nuestras artes. Oliverio Girondo, autor del «Manifiesto» revolucionario, habló de una «nueva sensibilidad», expresión errónea que nos valdría luego a todos el calificativo de «neosensibles» aplicado a nosotros por nuestros enemigos, a los que calificamos de «pasatistas» y «pompiers» en represalia. No se trataba de imponer una nueva sensibilidad artística, sino de restituirle al arte su frescura, su espontaneidad y su derecho eterno al cambio y a la manifestación de otras «posibilidades creadoras». Más que literario, el de «Martín Fierro» fue un movimiento «vital».
¿Qué cafés frecuentaban en especial?
Por las tardes el Richmond de la calle Florida, y por las noches el sótano del Royal Keller en la esquina de Esmeralda y Corrientes donde Raúl Scalabrini Ortiz descubrió a su «hombre que está solo y espera». Conocí a Raúl en la librería de Gleizer, que le editó los cuentos de «La Manga», y lo hice incorporar a la falange de «Martín Fierro». Por otra parte, no todo se resolvía en literatura: realizábamos también exploraciones de los barrios, y razias punitivas, en una de las cuales Carlos de la Púa, que llamábamos el Vate Muñoz o el Malevo Muñoz, se dedicó una noche a arrancar en la calle Corrientes las chapas de los dentistas y las parteras. Debo advertirle que el Buenos Aires de entonces aún conservaba ritmos de la «gran aldea» y no tenía el semblante impersonal y abstracto que tiene ahora. No era incómodo en aquellos días cantar en público el himno de «Martín Fierro» que compuso Oliverio Girondo sobre la música de «La donna e’ mobile» (La mujer es voluble), y que decía: «Un automóvil, dos automóviles/ tres automóviles, cuatro automóviles/ cinco automóviles, seis automóviles/ siete automóviles/y un autobús».
¿Otro recuerdo particular de la misma época?
Sí, el famoso debate sobre el meridiano intelectual de Hispanoamérica. Lo provocó un flato imperialista que Guillermo de Torre soltó en la «Gaceta Literaria» de Madrid, y en el cual proponía que Madrid fuera el meridiano intelectual de la América española. Nuestra reacción fue un segundo 25 de Mayo: hubo réplicas indignadas, como la mía contra Ortega y Gasset y su tribu, réplicas humorísticas que enriquecieron al Parnaso Satírico, y réplicas furiosas como la de Nicolás Olivari que se titulaba «¡Estrangulemos al Meridiano!». Pero también se daban eventos felices, como la inauguración de la sede de «Martín Fierro» en un segundo piso de Florida y Tucumán; aquella noche, y merced a copiosas libaciones, se produjeron algunas anomalías en la ciudad.
Oliverio Girondo se puso a dirigir el tránsito en la esquina de Callao y Corrientes; Francisco Luis Bernárdez, en un editorial injurioso para los oyentes, disolvió la «Revista Oral» que Alberto Hidalgo dirigía en el Royal Keller todos los sábados y de la cual los martinfierristas éramos también redactores o locutores; Evar Méndez, otros y yo, llevando a Norah Lange en una silla confiscada a un café, descendimos al sótano del Tortoni, sede -a nuestro juicio- de todo el «pasatiempo» local, y disolvimos la reunión poético declamatoria que allí se celebraba. Supe más tarde que Raúl González Tuñón había despertado al día siguiente en una quinta de Adrogué que desconocía y entre almas buenas que lo asistieron en su naufragio. Cuando al revisar aquellos «operativos» tratamos de darles una razón lógica, recordamos cierta mezcla alcohólica, preparada por el marqués de Mordini, a la cual el noble italiano habría añadido cierta droga «non sancta». El marqués de Mordini era nuestro huésped y había llegado al país con el propósito de cazar elefantes en el Chaco. Volviendo al Tortoni, justo es decir, en su reivindicación, que homenajeamos en él a Luigi Pirandello, durante su primer viaje; y que para darle una noción de nuestra música popular, Güiraldes trajo a Carlos Gardel que cantó en el sótano de la Avenida como un ángel. Me parece ver aún a Carlitos, descendiendo la escalera del sótano al frente de sus dos guitarras.
Marechal, se ha referido usted a la «Revista Oral». ¿Cómo era?
La creó Alberto Hidalgo, poeta de Arequipa, quien se encargaba de reservar todos los sábados las mesas del Royal Keller en que «se decían» sus números. Era una revista oral «a sangre», anterior por supuesto, al periodismo oral que lanzó después la radiofonía. Llegada la hora, Hidalgo se ponía de pie y anunciaba: «Revista oral, año primero, número cinco». Luego leíamos los editoriales, hacíamos las críticas o recitábamos los poemas. Recuerdo que una noche Scalabrini Ortiz, en tren de crítica, transcribió en un pizarrón un fragmento de prosa de Gerchunoff -al que se consideraba un estilista-, y fue tachando las palabras que, a su entender eran ociosas: sólo quedaron en el pizarrón tres preposiciones y una conjunción copulativa. Otra vez recibimos en el sótano la visita de algunos jóvenes poetas peruanos. Uno de ellos, en fervor vanguardista, se dirigió a Macedonio Fernández y le dijo: «¡Lucharemos! ¿Y qué nos importa que nos manden a la mierda?». «Claro -aprobó Macedonio-, ¡y habiendo tantos tranvías!».
¿Qué público tenía la «Revista Oral»?
Nuestras amistades, los parroquianos del sótano, almas nocturnas que estaban solas y esperaban y los «calaveras» que hacían tiempo hasta que se iniciase el turno de la noche del Tabarís. Conversaciones sobre poesía se pueden lograr en cualquier sitio y con toda clase de gentes.
¡Buen testimonio y consejo para las nuevas generaciones!
Siempre creí que Oliverio Girondo debía escribir los recuerdos de esa época y publicar su documentación gráfica; lo incité algunas veces a redactar las «Memorias de Oliverio», con su estilo natural, metafórico y tremendista. No lo hizo y creo que nuestra literatura perdió una obra clásica.
Por Alfredo Andrés
La Maga – 14-06-95