Manos basta y duchas. Ásperas. Y sin embargo pobladitas de ternura cada vez que lo trabajan. O lo manejan.
O lo afirman arrolladito y lindo como aro sobre el anca.
Tientos largos y sobados, en trenzas de ocho algunos y, no obstante, livianos y finos cual si fueran hilos.
Temblor que canta raspando ciento y ojo y mano firmes como apuntando fijo, apenas forme su techito redondo el lazo al vuelo.
¡Y se fue! Cantándole a la fragancia de la tierra zumba, va, vuela y cierra su armada, y será el acompañar el cimbrón, aguantarlo, o tirar a verijas para que no lo basureen a uno.
Afirmadito el hombre y el lazo ha cumplido. Suyo es lo suelto. A terminar lo que se ha comenzado. Bozal, manea, castrada, marca, creolina o lo que sea. En las manos lo que el lazo entrega. Como traído de las guampas y porfiando. ¡Pero aquí está! Hay quien juega con él. De pie o montado.
“¡Cien tiros sin errar pial!” “¡Pago!” “¿Cual quiere?” “¡A elegir y elegir!”
Como tajos el envite y como bárbaros tragos de caña la fiesta grande del lazo. A corral o a campo. Mugidos y relinchos y resoplidos que braman como golpeando cielo y apuro para tantas cosas. No es de dormirse el trance.
Este no. Esta es de pisar midiéndose. “¡Cuidando!” Sin chacotas, ahora.
Hasta el cabo entra el fierro, buscando sangre, y el lazo, enrollado en el palenque o estirado a plomo desde la cincha, ni cimbrará siquiera. A borbollones se vuelca la hoya, tiñendo en rojo lo que está en el suelo.
Caliente chorro de vida que no tardará en enfriarse y mugidos como lastima pegados a la carneada que voltea.
Los chicos comienzas con piolas. O con hilos de bolsa a veces. Y no gatos ni perros ni pavos ni gallinas ni postes se salvarán del antojo. Chapeton el niño…
Los muchachos cambian de rotes. La responsabilidad de hacerse grande ya manda otras cosas. Y el lazo entra a hacerse sentir.
Pialar es lindo. Pero enlazar es lo grande. Ronchas como llagas en brazos, manos o cuero por el despellejo bárbaro del castigo bruto, y la cara como nada. Total, el lazo las hizo. O lo botarate que hay en uno.
No es para que lo maneje cualquiera.
Como víbora vuelve, rebota y chicotea al partirse, el lazo. O lima que raspa, quemando o desgarrando carne hasta el hueso, el hilo de tientos que se escurre de entre los dedos, si se zafa.
Desde la armada manda. Pero en las manos está el hacerlo de uno. O jugar con él. Lo flojo no asoma en quien empuña el lazo.
Brochazos de Nuestra Tierra – Juan Cornaglia – Colección Centauro – 1952
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Ilustración – M. Martínez Parma