Ana Laura Merello nació en Buenos Aires, en el barrio de San Telmo, el 11 de octubre de 1904. Cuando tenía solo 45 años y llenaba con Filomena Marturano las salas de cuatro teatros (uno por ves, es claro), decía: No oculto mi edad ni la disimulo. Nunca modificó esa conducta ni perdió tampoco la costumbre de decir lo que pensaba y lo que sentía.
Su infancia no hacía presumir su destino. Nunca se sentó en el aula de una escuela y en 1917, cuando se presentó en el teatro “Avenida”, aun no sabía escribir. Luego estuvo en el “Porteña” y fue, en el “Ópera”, una pintarrajeda bataclana en el famoso conjunto de madame Rasimi. Debutó como cancionista en el “Bataclán”, un teatro sicalíptico del Bajo. En 1924, ya estaba en el “Maipo”, en la compañía de Roberto Cayol.
Allí cantó El Barrio de las Latas. Cuando lo estrené, dijeron de mí que era Linda Thelma que resurgía, recordaba en un intervalo de Filomena Marturano. Tampoco había olvidado otros tangos que lanzo a la fama: Queja Indiana, Qué Vachaché. Leguisamo Solo, Padrino Pelao.
Explicaba que había elegido el tango cómico, porque era más difícil hacer reír que hacer llorar; pero lo cierto es que su público no la miraba ni la admiraba como una cancionista cómica, sino arrabalera. Siempre fue dramático el temperamento de Tita, siempre supo hacer reir y llorar al mismo tiempo. Desde este punto de vista habría que afirmar que cualquier cosa que cantaa o representara la deriva al grotesco. Fue, sin duda, nuestra Ana Magnani, pero no una Ana Magnani en miniatura, sino entera y cabal: pequeño era su mercado comparado con el de la otra; no su talento ni su carisma.
Cuando hizo La Mala Ley, la prensa dijo que Luis Arata no podía haber elegido mejor compañera (muchos años más tarde, el cine volvería a reunirlos en La Morocha (1955). En 1934 declaraba Héctor Bates: Voy a ser la gran actriz de Buenos Aires. No sé cuándo, no interesa; pero lo seré y o crea que esto es una insolencia ni una pretensión. No sé si esto será cuando tenga 45 años, pero de que lo seré, estoy convencida. ¿Qué vidente le había revelado, en 1934, que justamente a los 45 años, en 1949, se convertiría en la actriz que soñaba ser y repetiría 500 veces Filomena Marturano?
La cancionista (o diseuse, si les gusta más) fue casi desplazada por la actriz. El cine le permitió desplazar todos sus recursos. Alguna vez, las dos mayores salas de Buenos Aires anunciaban simultáneamente, son grandes luminarias, sendas películas suyas: el “Opera”, Los Isleros (20 de marzo de 1950) y el “Gran Rex”, Vivir un Instante (3 de mayo de 1950). Para entonces, no había pasado quince años de su memorable interpretación de Santa Maria del Buen Aire, la pieza de Enrique Larreta, que llevó a Montevideo y que en Buenos Aires había estrenado otra dama, diecinueve años mayor que ella, iniciada también cantando sobre los tabladillos: doña Lola Membrives.
Pero no todo fue miel sobre hojuelas. En 1955 la discriminaron y la prohibieron. Terminaba la prohibición de su amiga Libertad Lamarque que comenzaba la de ella. No fue a la cárcel, como Hugo del Carril; pudo viajar a México a ganar su pan (y nuevos laureles, vive Dios) hasta que amainara el temporal. Ya estaba curtida por otro gran dolor, mucho más hondo. Luis Sandrini, el gran amor de su vida desde la filmación de Tango, en 1933, prefirió mi día, como en el belicismo soneto de Alfonsina, El beso joven de una boca jugosa y la dejo en soledad. Pero la función debía continuar.
El escenario, el cine, la radio y la televisión fueron entonces como enormes ventanas abiertas al cariño de un público virtual de 30 millones de habitantes, que la adora y que, como las mesas del Cafetín de Buenos Aires, tiene la enorme sabiduría de no saber preguntar nada. Tal vez el amor de un pueblo no pueda reemplazar al de un hombre, tal vez ser amado por uno sea mejor que amado por todos. Pero con barro de frustraciones y fuego de triunfos, fue modelada esta mujer admirable, este ídolo que vaya a saber de qué están hechos sus pies, porque todo el otro lo reservó para su corazón.
José Gobello