Las primeras Villas Miseria aparecen a principios de la década de 1930 como consecuencia directa de la profunda recesión económica mundial, que golpea a la Argentina con particular fuerza, por su condición de país exportador de materias primas.
La más conocida de ellas era Villa Desocupación en las cercanías del Puerto Nuevo de la Capital Federal. No es casual que recibiera ese nombre, ya que se pobló casi exclusivamente con hombres solos que perdieron su trabajo.
Al instalar sus chozas en los alrededores del puerto, lo hicieron con la esperanza de que la reactivación llegara rápido y con ella la demanda de brazos para cargar los buques de ultramar.
Algunos esperaron años y otros se quedaron allí para siempre. Fueron los primitivos ocupantes de lo que después fue Villa Comunicaciones y hoy es la gigantesca villa Treinta y Uno, donde hay una pequeña capilla (separada del barrio por la autopista) en cuyo interior descansan los restos del sacerdote Carlos Mugica, el “alma mater” del trabajo social en la villa.
La Segunda Guerra Mundial obligó a una acelerada e improvisada industrialización para abastecer a un mercado interno que importaba casi todo lo que consumía.
Centenares de fábricas y talleres florecieron en los alrededores de las grandes ciudades, en particular Buenos Aires. La escasa tecnología instalada exigía una mano de obra abundante y el crecimiento de la demanda permitía pagar salarios muy superiores a los que un peón podía obtener en el campo. La migración interna fue inevitable. A partir de 1943, el rumbo económico de los sucesivos gobiernos ordeno el crecimiento pero la dinámica de la economía demandaba más y más trabajadores fabriles y de servicios.
Los planes de vivienda no alcanzaban a compensar el crecimiento demográfico en la urbe porteña debido al crónico déficit habitacional arrastrado desde el siglo XIX por falta de políticas eficaces en ese sentido.
Entre 1943 y 1952 la población del gran Buenos Aires solamente, se incremento a un ritmo de 125.000 personas por año; de todas ellas, sólo el 18% se debió a nacimientos, el resto fueron compatriotas llegados del Interior.
Con semejante crecimiento todo lo que sirviera de vivienda era ocupado. Los conventillos reciclan su población pero el número de inquilinos se mantuvo estable. En las antiguas villas, los “gringos” fueron reemplazados por criollos del Interior y de países hermanos.
A partir de 1956, salvo algunos emprendimientos del Banco Hipotecario Nacional y otros organismos oficiales, el tema de vivienda quedó librado al mercado y a las posibilidades del comprador.
En las últimas décadas, las villas se multiplicaron y algunas son parte ineludible de la geografía: Pompeya, Soldati, Barracas, Retiro, por citar sólo algunos barrios capitalinos con grandes villas.
San Isidro, San Martín, Quilmes, Lanús, Lomas de Zamora, Avellaneda, en el Conurbano, la lista es interminable. Los datos particulares siempre son parciales. Y están también esos intentos devaluados como algunos barrios de monoblocks: lo que queda de Fuerte Apache en Ciudadela, parte de Villa Corina en Avellaneda, Barrio Pepsi en Florencio Varela, y aquí también podríamos hacer un grueso catálogo.
Pero cuando contabilizamos las carencias de la villa, nos olvidamos de los centenares de miles que sobreviven en conventillos antiquísimos, en casas tomadas, en pensiones ruinosas, en cualquier parte incluyendo el techo gratuito que ofrecen puentes y autopistas y las fábricas abandonadas.
En este horizonte teñido por la crisis emerge la iniciativa de aquellos que se organizan en asentamientos. A diferencia de la villa tradicional que en general tuvo un crecimiento caótico, en los asentamientos la gente planifica la ocupación de los terrenos, la división en parcelas y los espacios públicos. Puede ser la posibilidad que en cierto plazo esos conglomerados se transformen en barrios. La dimensión del problema es tan grande que los gobiernos tendrán que dedicar muchos recursos durante mucho tiempo a la solución del problema.