Desde tiempos lejanos, las prácticas de la medicina han recibido ataques cuasi mortíferos. Muchos de ellos y con y sin razón, pero ataques al fin. Y esto, porque en la antigüedad, los brujos (curanderos de épocas remotas) decían poseer conocimientos capaces de erradicar los males enquistados en el continente humano. Conocimientos, dicho sea de paso, que estos hechiceros- aseguraban- habían sido legados por los dioses y deidades que por entonces se adoraban. Como definición de aquellos tiempos lejanos, era válida. Pero- es bueno recordar- tales cocimientos respondían no a una investigación seria, sino a mezclas de rituales supercherías, fetichismo y alucinaciones.
Las escuelas medicas se sucedieron y la ciencia, de una buena vez, adueñóse del tema. La investigación se convirtió en algo continuo, coherente, permanente. Sigue siéndolo en nuestros días. Sus resultados, beneficiosos por cierto, se traducen en una prolongación de la vida útil del individuo. Con lo que la medicina va cumpliendo su tarea; ese objetivo para el que fue creada.
Pero cuando se comenzó la batalla por la sobrevida, no existían laboratorios medicinales y el hombre apeló a plantas y yuyos para extraer de ellos alivio a sus males. Eso que algunos podrían calificar como yuyoterapia. En este aspecto farmacológico del tema, en la antigüedad solo se conocían las propiedades de hojas, tallos y raíces. Pero se conocían después de utilizadas y a la vista de las acciones producidas y las reacciones concretas por los pacientes mismos.
Cuando los incas dueños y señores del Perú y sus extensas zonas de influencia (que, obviamente llegaban hasta lo que es hoy territorio argentino)- más allá de los brujos y sus prácticas experimentales- se realizaban trepanaciones craneanas cuyos resultados llegaron a ser considerados exitosos por los profesionales del arte de curar, desde los tiempos del Protomedicato hasta nuestros días. Eso no quiere decir que aquellas técnicas quirúrgicas- por así denominarlas- fueran realmente ortodoxas. En todo caso, antecedieron y dejaron huellas, de lo que luego mostraría y enseñaría la neurocirugía de la actualidad y que es fruto de las escuelas y técnicas europeas primero y norteamericanas, después.
El conocimiento del cuerpo humano era bien claro para los hechiceros que actuaron antes que la civilización los desplazará. Y aun después, aunque a escondidas y a hurtadillas, pasando a configurar su labor una actitud prohibida pero no del todo recriminada por las poblaciones. Una mezcla la aceptación nacida de lo folklórico y tradicionalista. Por ejemplo, en lo sexual, era común que tribus indígenas apelaran al uso de aros o cintillos con puntas tipo agujas- una suerte de escobillas- que , verticalmente dispuestas sobre el eje central, se ajustaran en el miembro viril y que, al concentrarse el coito, produjeran una excitación extrema en la mujer. Esto, llevado a cierto tipo de profilácticos modernos- de venta masiva en Norteamérica y en Europa, la del “destape”- ha dado lugar no solo a un pingue negocio, sino a una simple y redituable copia de lo que aborígenes practicaban dos o tres siglos atrás.
Curanderismo y Folklore
Cuando se trata de curar el “empacho” se recurre habitualmente al manosanta, también denominado curandero. También se le conoce como compositor, si atiende problemas óseos.
Y aquí debe hacerse una diferenciación clara. Estas variables del curanderismo son- nadie lo dude- descendencias directas de los brujos y hechiceros, que conservan las practicas iniciales (uso, ritos y costumbres), aunque muchas veces modificadas por aprendizajes logrados al contacto con médicos, métodos quiroprácticos y otras disciplinas universitarias que los curanderos aprenden por “osmosis” o bien por sana e inteligente actitud de acercarse a lo que ellos también consideran una ciencia de bases formes y probadas realidades.
El caso argentino es rico (¡vaya si lo es!) en miles y miles de anécdotas sobre el curanderismo. Pero esa actividad – creíble para una gran porción poblacional se hizo carne primero en el campesino pero a poco de andar avanzó sobre las ciudades. Y asi Buenos Aires, como Capital Federal y hegemónica siempre en desmedro del interior pujante y productivo que la mantiene, vio emerger- entre otros manosantas- a la “Madre María”. De ella y sus milagreras curaciones se dijeron maravillas. Hasta el cementerio de La Chacarita- donde se guardan sus restos- se ve invadido hoy de ancianos, devotos de la “Madre María”, en la fecha en que se recuerda su fallecimiento.
Esos porteños, recuerdan también las andanzas del doctor Asuero- español de origen él- cuyos “sorprendentes toques del trigémino” hablan hecho proezas (de acuerdo a los decires que aquella época) hasta en casos de poliomielitis.
Eso es lo que se decía y hacían decir los interesados propagandistas. Una acción judicial, varias denuncias en cadena, y todo el mito se derrumbó. Como antes, en España, de donde había llegado con bombos y platillos. Asuero perdió ante la verdad médica. Lo espurio fue a parar el canasto.
La Creencia Popular
Considerar que la proliferación de prácticas aparentemente medicas pero ejercidas por intrusos de la ciencia es algo incomprensible, constituye un error. Nadie puede lograr captación de adeptos sin algún aliado importante, algún aliado de peso. Y en estos casos, como en la política, la transmisión de argumentos, de probanzas no siempre reales, de convencimientos basados precisamente en testimonios de antecesores, es una suerte de legado de padres e hijos.
Así la creencia popular suma y sigue. Como eso de “tirar el cuerito” para curar el empacho. Los manosantas afirman que la especial manera de pellizcar el manto tisular que rodea a la columna vertebral (a la altura del abdomen), acelera – a través de terminales nerviosos- las contracciones intestinales para la expulsión de las heces. No pocos médicos detectaron lesiones de vertebras como consecuencias de las pellizcones. Y ellos mismos dicen que cambiar empacho por patologías de columna es hacer el negocio de los pelones. Porque- aseguran-en última instancia, la expulsión fecal en los niños, es activada hoy por los laxantes de contacto, a los que deben acompañar una dieta estricta.
Nuevo País – Segunda Quincena de Diciembre 1982 – Por Luis Montaldi