Me acuerdo de su pierna creo que derecha, si mal no recuerdo… era del lado derecho porque siempre estaba sentado en esa escalinata que bajaba hacia el subterráneo del mismo lado, y la pierna correspondiente, previo arremangada la botamanga de su pantalón, lo morado y lacerado, dejaba lucir esa gran mancha roja, casi violeta, que oscurecía un amplio lamparón que desentonaba con el resto neto y pálido del total de su piel.
El tipo en cuestión habitaba la Plaza de Miserere durante la noche, y dormía sobre unos bancos de cemento y de chapa que tenían la ventaja de estar cubiertos por un miserable techo de garita, so pretexto de pertenecer a una de las tantas paradas de colectivos que, el gobierno de la ciudad ejemplificó como notables indicios de nuevas políticas jamás editadas en la historia reciente del país. Ese individuo del cual no sabía nada, sólo esa imagen fortuita y rutinaria de cruzarlo todos los días mientras iba para mi trabajo, podía –de mi parte- catalogarlo como: desafortunado; ciruja; desposeído; linyera; indigente; mendigo; desclasado; pedigüeño o… simplemente pobre.
A lo mejor tantos adjetivos deslizados sobre su tobogán, no correspondiesen a su real situación de habitante sobre la faz de la tierra y fuesen injustos o no precisos varios de ellos, pero la sensación que me invadía cada vez que lo cruzaba era lisa y llanamente ésa, la de un desgraciado tipo de uñas largas y sucias dando lástima al por mayor a toda esa platea de gente que gastaba zapatos y pisos cuando los pasos transeúntes subían y bajaban esas escaleras mugrientas de plaza y tren subterráneo.
Ese ignoto hombre de ciudad había logrado transmitir a través de sus años en ese mismo lugar, el símbolo de la pobreza y-si se quiere- la desesperanza, pues, después de casi toda una vida, siempre estaba ahí, en el mismo lugar y con la misma ropa gris y brillosa en la zona del cuello, puños o partes aledañas a los bolsillos. ¿Podía cambiar abruptamente, de la noche a la mañana su situación de vida y de calle? Imposible. ¿Podía dedicarse y cambiar de manera radical, ser el vendedor del siglo a partir del día siguiente y además, reaparecer con un producto nuevo que todo el mundo requiriese como necesario para un buen vivir de aquí en más? Imposible otra vez.
Este viejo siempre vendió paltas que quién sabe de dónde las obtenía, pero hacía alrededor de unos dos años a esta parte, había cambiado por otro producto, a partir de entonces el choclo o los choclos fueron su caballito de batalla real y único en el stock de su inevitable negocio visible a la vera de la escalinata en esa plaza bizarra, maltrecha de indiferencia.
Esos choclos que él exponía dentro de dos cajones de madera revieja los lucía semi pelados para mostrar que eran frescos y sus granos bien amarillos y grandes, como recién cosechados del mejor de los campos. Y al lado de esos ostentosos granos amarillos, sus recogidas extremidades en donde una de sus piernas –repito, la derecha- una gran mancha oscura y casi a punto de sangrar, semejaba en lo escaldado casi ya, de su tobillo, una cierta semejanza para con los frondosos choclos sólo que éstos últimos resaltaban por su color amarillo y su recubrimiento verde y con chala que –obviamente- no tenía para nada la esencia enfermiza que denotaba esa pierna, cuya lastimadura seca, se hallaba pegada al mismo hueso y mostraba ciertas protuberancias ondulantes, como malformaciones o montañitas de quistes unas al lado de otras que hasta parecían coincidir en tres continuas hileras con esos choclos.
Era raro, pasar por allí y ver a esos radiantes choclos al lado de esa casi putrefacta pierna a punto de colapsar, a punto de provocar una incipiente hemorragia de imprevisibles consecuencias y, lo que era peor, que tal charco producido de manera intempestiva, salpicase con sangre esos cajones con la mercadería que exponía.
Pero el muy guacho vendía y vendía sin parar y los dos grandes cajones, al final del día quedaban vacíos, y los clientes contentos, viajaban con su compra, felices, mientras se tomaban el tren con sus bolsas llenas de choclos hacia el lejano oeste.
A mí me provocaba… cosa, ver semejante situación de falta de salubridad básica a la hora de ver esa pierna casi extinta en una probable gangrena y los relucientes choclos amarillos al lado de la misma infección que pululaba sin límites de expansión en un futuro más que cercano. Pero la gente le compraba y agotaba las existencias y su pierna colgada de un árbol de moras jamás estallaba y el probable zumo no había manchado siquiera una gota sobre la mugrienta superficie de escalinatas.
Jamás se me hubiese ocurrido llevar siquiera un choclo de tal mercancía, tal nivel de asepsia espantaba de manera innata mi previa necesidad de reparar algún faltante alimenticio en mi vida de soltero y sin una relación estable que me indujera a realizar un menú en la oscuridad de velas y un mantel compartido en una infranqueable historia sentimental.
Sin embargo, las circunstancias de la vida, hiciéronme conocer una chica que más rápido que tarde, condujo mi prestancia amorosa a desarrollar todo mi ímpetu alrededor de la propuesta implícita que daban sus justas palabras hacia mi persona; resultado: en dos meses nos habíamos puesto de novios y nos llamábamos por teléfonos de manera constante y mensajes de texto y encuentros entre semana de cafés y palabras de Nerudas dignas de bibliografías destacables en el medio oceánico de bibliotecas. Era verdad; me había enamorado de ella –Meliné se llamaba- y como siempre hubo de suceder, en el momento menos esperado apareció así, como si nada y no pude y no quise negarme a semejante sorpresa más que agradable a mis sentidos. Meliné era una mina muy activa en su vida individual, no paraba nunca de estar de aquí para allá; estaba estudiando en la facultad de Agronomía y Veterinaria y siempre se preocupaba por lo que tenía que ver con su carrera, y cuando se le cruzaba alguien con algún problema de mascotas, no perdía la oportunidad de ocuparse y buscar una solución al intríngulis que fuese. Y le iba bien, siempre diagnosticaba acertadamente y su fama de pronta y buena médica de animales hubo de instalarla como una gran veterinaria en potencia. Ella tenía dos años de estudio y ya se perfilaba como una de las grandes en su profesión y hasta hablaba que le gustaría tener un consultorio en tal barrio porque –según sostenía- era uno de los más poblados de mascotas, amén que, también los había abandonados en la vía pública, algo que la ponía muy mal a la hora de enojarse sobremanera con los dueños o ex dueños que hubiesen provocado semejante situación.
Meliné también -además de cuidar a los bichos en cuestión- resguardaba mucho su salud y figura, y a raíz de tal preocupación había decidido hacerse vegetariana, pues según sostenía, todo lo necesario para la vida en plenitud y equilibrio estaba en la misma tierra y no hacía falta quitarle la vida a nadie del reino animal para pasarla bien.
Probablemente sus dichos tenían todo el fundamento necesario para llevarlo adelante, además que a ella se la veía muy bien, gozaba de buena salud y derrochaba pura energía en la vida que había decidido. En ello no tenía nada para decir, para señalar como algo que no correspondiese a ese buen modo de vivir; la única contra que yo veía en todo esto eran situaciones acaecidas alrededor de lo nuestro; a mí, si bien no resultaba ser un adicto a las carnes –sobre todo rojas- de vez en cuando me gustaba –sobre todo con amigos- deglutir un flor de asado con un buen vino tinto, con lo cual –fuera del alcohol, que ella sí gustaba- en esos casos, siempre quedaba planteado una situación de cierta incomodidad. Y esa dicotomía entre nosotros, provocó en más de una oportunidad momentos enojadizos que hubieron de ser trabajosos a la hora de los acuerdos mutuos equilibrados y estables; de tal manera, para que las malas caras o gestos no produjesen rajaduras relacionales, a mis reuniones de amigos, ya los anfitriones sabían de sus gustos y las ensaladas de todo tipo confluían en el plato de ella que, de algún modo hubo de adaptarse –a lo mejor más yo que Meliné, sobre todo cuando me tocaba ir a las reuniones de ella, todos vegetarianos y yo acompañaba con ensaladitas-
“Enclorofílico” me sentía antes de concurrir a esos encuentros que luego se confirmaban al llegar al lugar; puras ensaladas y más ensaladas de todos colores que cumplían por demás con los requisitos necesarios de una buena alimentación, equilibrada y sana desde el lado que se la mirase. El color verde mostraba su supremacía por sobre los demás y yo mitigaba mi ansiedad de algo más sólido con alguna copa de más de alcohol que me hacía pensar en otra cosa. De algún modo, y en la insistencia de tales reuniones hube de adaptarme aunque en un pequeño rincón mío, supe morder mi lengua para no decir de mi inconformidad al respecto pues en ningún momento ni el vacuno que llevaba en mi interior, ni lo avícola ni el pez que resbalaba dentro mío hubo de ser considerado hacia mi persona y eso, sacaba chispas esporádicas en mi instalación eléctrica de reproches.
Entonces sí, bajo esas circunstancias, la adaptación a pequeñas modificaciones devenidas de nuevos tiempos en esa relación; llevábamos año y medio juntos y casi siempre mi concesión holgada hacia sus propuestas para reuniones de su grupo vegetariano. La última fue en su bulín, un pequeño departamento en el cual Meliné vivía sola y que sus dimensiones no permitían llenar demasiado de gente, varias de sus amigas fueron solas, pero ella quiso que yo estuviese presente… y fui, aún a sabiendas que me transformaría durante esa reunión en un canario o tortuguita feliz de vegetales con el agregado telefónico del pedido de Meliné para que en el trayecto, le consiguiese unos cuántos choclos pues el menú comprendería empanadas de todo tipo dentro de las cuáles las de humita ocuparían mayoría del espectro.
Así fue como me acordé de ese pobre hombre en las escalinatas de la Plaza de Miserere y su mercadería en esos dos cajones con los dientes chocleros relucientes, y al lado de los mismos, esa pierna morada a punto de reventar y chorrear un jugo morado sólo contenido por un par de trapos que, a modo de venda o faja, condicionaban al estallido a los límites mismos de la presión que esas mismas cintas elásticas ejercían sobre la pierna.
-“Deme diez choclos” -le dije-. Y con eso contribuí al agotamiento del stock, un muy buen mensaje altruista de mi parte que el viejo en cuestión me agradeció y hasta le dejé el vuelto por la falta de cambio. Antes de partir miré nuevamente su pierna y supuraba, pero no quise cerciorarme si tal incipiente hemorragia o no sé qué, hubo de haber contaminado lo que había comprado. En realidad, no me importaba demasiado, me justificaba en que los mismos habrían de ser hervidos antes de componer el relleno de las empanadas, amén que, yo no las probaría. Le había dicho a Meliné que la ayudaría a la preparación de las mismas, con lo cual llegaría un poco antes a la reunión y en el camino me compré una lata de choclo “Al natural” –decía la etiqueta- a modo de imaginarme en la previa, la insistencia de ella en probarlas, con lo cual me reaseguré una pequeña parte sin que ella lo notase, en que sin lugar a dudas las probaría, sólo que el contenido sería el de la lata algo que ella nunca quería pues según sostenía, ”todo lo procesado perdía su esencia natural”. También hube de adquirir un par de latas de atún, que me inundaron de dudas sobre si debería de blanquearlas al momento de llegar a la casa de ella o, actuar sobre los hechos consumados y en plena preparación de la cena, dejar una pequeña cantidad de las tapas, para hacerlas directamente con mi decidido relleno: choclo enlatado con atún mezclado, me resultarían un perfecto menú de rechupete.
Meliné era una mina bastante enamoradiza pero también bastante caprichosa y yo, para atemperar incomodidades a la hora de las diferencias, muchas veces optaba por aceptar o admitir el famoso “sí querida” con lo cual, todo continuaba lubricado sobre rieles, no obstante, en esta oportunidad, mi comportamiento se disparó hacia otro lado y mi fastidio hacia esas reuniones extremadamente verdolagas hiciéronme tomar una especie de revancha casi oculta hasta el momento mismo de la preparación de la comida. Así fue que, al momento de llegar y luego de la efusividad del saludo, besos, lindas palabras y etcéteras complacientes, y mientras ella pelaba los choclos, yo tomé el abre latas un poco a las escondidas y me dispuse a destripar el enlatado choclero y atunero. Lo hice muy rápido a modo de evitar mi propio deschave, pero en una pequeña distracción de mi parte, la evidencia me dejó al desnudo; una de las latas se me cayó al piso y el sonido le llamó la atención:
-¿Y eso? – me inquirió-
-“Son para mí” –respondí muy seguro de mis actos-
-Pero… ¿No habíamos quedado en que sólo íbamos a comer todo natural? Además, ¿no trajiste choclo suficiente como para estar dependiendo de una lata?
Yo no le dije nada y seguí despegando las tapas y armando las que ineludiblemente irían a pasar por mi esófago acompañadas por el tinto.
Mi silencio provocó también el de ella que hablaba con una de sus amigas y hasta amagaba indicios de ignorar mi presencia.
Si la imperfección también deambulaba en el espectro relacional de las parejas, pues bienvenida la misma y que aprenda a convivir con lo perfecto y bienvenido también el arcoíris de todos los colores que nos pintaban en carne y piel tal cual hubimos de venir a este mundo y mi dedo índice mojado en esa agua del vaso para embadurnar ese borde de empanadas antes de cerrar con un repulgue medio chabacano e imperfecto, que delimitase las que ansiosamente irían a parar al fondo de mi estómago ahogadas en tinto.
Ella se dirigía a mi persona muy escuetamente y solamente lo necesario en esa cocina de escasa dimensiones, hasta daba la impresión de demostrarme –y demostrar a su amiga que la acompañaba en la conversación- que podía hacerlo todo sola. Pero yo continuaba con mi relleno empanaderil y casi anti vegetariano -aunque no tanto por el choclo enlatado- y mis acuses de recibos de ondas de cierto disgusto de su parte comenzaban provocar costras sanas, rayanas al pacifismo que me invadía automáticamente.
-¿Me alcanzás un tenedor del cajón? O ¿ponés esto en la pileta?
Frases así de simples sin ningún tipo de diálogo conciliador, todo más que formal inmersa en el fiel océano de su capricho; yo le decía que sí o que no porque bajo esas circunstancias todo se empeoraría amén que, conociéndola como la conocía, luego de descorchar una botella, el alcohol resultaba ser un buen aliado de las miradas, los gestos y palabras contemporizadoras del encuentro, pero hasta tanto ello sucediese, el reloj caminante dentro de las cabezas ondeaba un tic tac destilando su enojo.
Así pues se hizo la hora y cayeron todos y el bullicio invadió ese sábado a la noche en el pequeño departamento de ella y todos hablaban con todos y yo también con Meliné y ella conmigo, y mis empanadas ella se encargó de dejarlas separadas de las demás aunque ese repulgue medio raro de mis dedos, las hacía notar diferentes y no hacía falta alguna para poder diferenciarlas; Meliné se encargó por las dudas, de señalarlas públicamente: -Estas no las pongo en esta bandeja porque son de una dieta especial que mi querido novio ha dispuesto consumir exclusivamente él.
La muy calentona me había mandado al frente mientras los demás preguntaban las de rigor: -¡Ay por qué, qué tienen ésas! , ¡Por qué ché, tiene coronita!
Chicanas o no yo sabía que todos los allí presentes eran todos una manga de… veganos, soldados del ejército vegetariano con uniforme y todo acatadores de la verticalidad emanada del general dios de la lechuga, porque hasta les ofrecí de las mías de pescado y choclo de lata y al sentir la fragancia fruncían el ceño y espantaban con sus manos moscas invisibles, representativas de lo desagradable.
En cambio yo masticaba mi manjar y mi copa acompañaba el estéreo de mi música y mientras todos reían, yo también; y de ratos me acordaba del viejo de la escalera de la plaza de Once con su pierna morada y sus costras a punto de supurar una mayonesa parecida al color de sus ampulosos choclos que saboreaban todos esos invitados vegetarianos amigos de Meliné.
Por Pablo Diringuer