Martes a la noche que es un lunes… llueve y, mi dejadez se filtra en un sustantivo común que me moja las medias, o mejor dicho «la media», así, en singular porque la goma de mi zapato derecho sucumbió bajo la penuria asfáltica y, finalmente abandonó su resistencia a la lima del tiempo.
El rimel de ella es un sobre techo, lindante alero de sus ojos que me miran y no saben de mi diestra humedad, yo camino al lado de ella esquivando los charquitos baldoseros pero me es imposible no chapotear sin ser herido en el intento; para colmo mis medias blancas, dejarán de serlo y la cueva que las contiene, tapará su bronceado teñido hasta el consabido alivio de la desnudez pre nocturna del sueño concreto.
Yo sigo pensando en dos canales bien distintos; por un lado mi animada conversación para con ella no decae ni declina en distracciones de tiznes mínimamente importantes; por el otro mi pie derecho ha comenzado a hacer ruido como de burbujas reprimidas de encierro y, el mismísimo pie ha comenzado a moverse al son de un barco en altamar: cuando apoyo la punta del pie, se desliza hacia adelante; cuando el taco, el talón golpea en la popa.
Ella me habla de su día transcurrido y de sus visiones y vericuetos de las horas sin sabernos y de sus proyectos y ambiciones y luego de esas palabras entrelazadas de consideración y escucha, ese mundo, como ha venido sucediendo desde nuestro exclusivo cupido, el edificio se ha acrecentado y las manos, el beso o el abrazo afianzan sin escatimar ese ir y venir que nos contagia ganas.
Entonces aparece el silencio placentero, no nos decimos nada por un rato indescifrable y, ese ruido de la lluvia nos acompaña como cómplice anexo de lo inexplicable de dos enamorados bajo un simple aguacero.
De algún modo me alegro del agradable sonido de esos diminutos meteoritos acuosos que golpean y golpean lo que venga: hojas de árboles, ramas, paredes, techos, asfalto, lo que sea que se interponga a su paso, pero lo más importante a mi modo de necesidad en ese preciso momento es mi imperiosa esperanza de aplacar o acallar en su totalidad -si es que eso resultara posible- el ruido de mi pie derecho patinando dentro de ese zapato naufragando en el medio del océano climático.
Ese pequeño silencio entre nosotros también me ayuda en pensar en mi incómoda situación clandestina, pero ya no sé si es del todo conveniente o, por el contrario, hubiese sido mejor continuar con cualquier cosa con tal de olvidarme de tal imponderable.
Y así, como quien no quiere la cosa, finalmente llegamos a su casa, un departamento en un primer piso por escalera cuyo trayecto fue frecuentado montones de veces por mis piernas y, raspados sus escalones por el paso cansino de mis pies, pero en esta oportunidad me brotó la excusa de… simplemente estar compenetrado en una situación de intrincado devenir donde no quedó muy claro de mi parte si ello hubo de formar parte de lo laboral, lo estudiantil o lo familiar o… lo que sea, pero que me hubo de tener con cierta preocupación tanto como para desistir de subir y acompañarla durante un rato en el epicentro mismo de su casa. ¿Y todo por qué? Por mi estúpida vergüenza del ruido de mi pie en el interior de ese zapato que se hundía en su herida de muerte vegestoria al borde de un abismo invisible en su superficie, pero muy tangible en el fresco mojado de mi pie derecho.
-¡Dale, no querés subir un rato! -me dijo con su feminidad, mientras sus gestos visuales bajo el alero del rímel aflojaban mis excusas-
Y yo aflojé, y subí esas escaleras y mientras lo hacía trataba de hablar de cualquier cosa con tal de tapar las burbujas ruidosas surgidas de la bodega acuática de mi zapato derecho.
Cuando ella abrió la puerta sólo atiné a dirigirme al baño, ese pequeño habitáculo de soledad individual en donde las posibilidades de probables brotes de nuevas ramas de ideas, tenían todas las de surgir. Entonces me saqué los zapatos; el izquierdo, más o menos zafaba; el derecho… me condenaba a cadena perpetua, no obstante lo cual, luego de utilizar el lavatorio, por lo menos lucía blanco, desinfectado y radiante.
Ella, desde el otro lado de la puerta me acariciaba con su voz: -¿Estás bien, querés que te prepare algo caliente?
Le dije que con unas simples ojotas momentáneas ya me arreglaría y, con unas medias, bastante mejor; tardé unos instantes más en salir, mientras tanto, en esos minutos escuchaba a través de la puerta, cierto tono alegre y, algo jocoso en los timbres de su voz; sus palabras no me resultaban del todo claras, pero me resultaba no demasiado difícil intuir esa incipiente alegría de su parte quizás, por el hecho de haberme convencido del quedarme aunque sea un rato en su compañía, y cuando traspuse la puerta allí la vi con su sonrisa y el té caliente sobre la mesa y, a un costado, sobre la misma mesa, una caja sin abrir; la había puesto junto a mi mochila para descartar todo tipo de dudas de mi parte. Ella hacía gestos con su frente y ojos y su cabeza hacía movimientos en dirección hacia la caja.
-¿Vos te pensás que no lo había notado? –dijo- ¿puede un capitán no saber cuándo en altamar el barco se está hundiendo?…
Y tras cartón largó la carcajada, dentro de la caja brillaban zapatos de proa y popa nuevas, sólo faltaba el champagne y su botella en su bautismo inaugural, botarlos junto a mis pies solo era cuestión de un beso, lo demás, ya formaba parte de ese viaje que ambos sabíamos ningún iceberg nos truncaría.
De Pablo Diringuer