En la galería de personajes porteños, el vivillo es uno de los más conocidos. Es el que se las sabes todas, el eterno introductor de novedades en el café de la esquina, el que entretiene a la barra con hazañas propias o ajenas, pero contadas como si él las hubiera protagonizado. Se jacta de ser irresistible con las mujeres e imbatible en el “escolaso”. Es el que tiene el dato seguro para el hipódromo (pero que casi nunca se da) y el que se mueve en esa zona gris que separa la vagancia del delito menor: quinieleros, tahúres, pequeñas estafas, carteristas.
El vivillo se considera siempre un paso más allá de lo que él denomina “la gilada”; es decir, la gente común. Debido a la autopromoción permanente que el vivillo hace de sus capacidades, el día que algo le sale mal se entera todo el barrio. A diferencia del compadrito, el vivillo no hace alarde de fuerza ni coraje; su “mérito” reside exclusivamente en la viveza.
Juan Salame es el vivillo que habita en las páginas de Historias Tangueras. Aunque ambientado en una Buenos Aires vagamente sesentista, el personaje conserva algunos rasgos anacrónicos, como el lengue con iniciales bordadas rodeando el cuello, sombrero con ala requintada (funyi) y pantalón bombilla con guardas. De físico menudo, andar pachorriento y las manos eternamente en los bolsillos, su rostro abúlico hace honor al apellido (o sobrenombre). Los amigos del café lo quieren o lo toleran y hasta hay alguno que cree en sus virtudes y lo toma como modelo.
Las aventuras de Juan Salame siempre comienzan en situaciones que parecen puestas por la fortuna para que el personaje triunfe, “se salve”. Pero es inevitable que al final del episodio, la suerte se le de vuelta de un modo cruel; ya que el vivillo termina estafado por un campesino que el quiso estafar o metido en un gran lío, deliberadamente por una mujer que el imaginó rendida de amor.
La historia tiene su moraleja al mejor estilo de las fábulas, ya que el burlador es eternamente burlado por sus presuntas víctimas.