Fue el alambrado el que la trajo de verdad. Y la paró severa y seca frente el camino. “Por aquí no se pasa”. Tremenda viga que quebracho habría de entregarle bisagras y rienda para que gire. Pero el candado la sella. Obliga a golpear las manos. O a pedir permiso para entrar o pasar. “Puerta le encajaron al campo”.
Tras de cada tranquera un predio. Los hay que la tienen de vicio. Para muestra, podría decirse. Así es de gaucha la gente que vive en el campo que esta sella. “Bájase amigo”, sabrá decir esta gente.
Y mirando limpio, con esa extraordinaria fuerza que de la bondad. Lo receloso es huidizo como todo miedo.
A veces leguas y más leguas con todas las tranqueras cerradas. Y causa frio y miedo andar pisando tal callejón. A dos manos vacas y novillada y en la larga luz del camino ni un sauce siquiera para poder hacer un alto. Si alambrados como murallas, con cuatro hilos lisos y tres de púa. Estirados como bien templada cuerda de guitarra para que el viento suene, suave o bruto, apenas sople castigándolos. Blancas telas de arañas enredadas en torniquetes, hilos y postes, y , lechuzas y chimangos parados sobre éstos. Por ahí alguna tacuarita que se cansó de revolotear entre los cardos, se posa sobre el hilo de arriba y entra a cantarle, embebida en su gozo, el cielo que asoma ancho y grande cuanto uno pueda imaginarlo.
La tranquera marca lo prohibido. Lo saben nuestros linyeras y criollos. Un mundo que ven y no les pertenece.
Tardó en llegar. Siglos enteros. No las tuvieron los nativos. Antes había campo de sobra. Y aunque esto todavía se da sobre buena parte de la Republica, hoy, dentro lo rico que es pampa o llanuras con lluvias, cada predio es ya un murallón alambrado. Con postes, varillas, alambre, torniquetes y tranquera. Con puerta. Con candado. Y a veces hasta con gente muy cerca, para que vigile lo que entra y sale por ahí.
“Al cepo también le encajaban llave en otros tiempos”
Las pircas no saben de tranqueras pulidas a cepillo o con pintura. Con troncos bastos y cenceños de talas, quebracho blanco o algarrobo, basta para taparles el cruce a los animales sueltos, cerriles o mansos.
Chacras y corralitos puebleros saben de tranqueritas apenas hechas con hilos de alambres y varillas. Sobra para atajar mañeros. En cuanto a los que quieran entrar, ya estarán los perros pegando el grito en el cielo ante el primero que aparezca.
Toda tranquera cerca de las casas engarza un poema que se levanta en niña o en muchacho. Es real que se borlan idilios al pie de la tranquera. Tan real que hasta los pájaros le copian a la gente moza y por ahí alguna perejita de torcazas se afana volcando arrullos o requiebros, cerquita de ella, u otra de horneros le encaja el poste de las bisagras un sombrerito de barro amasado, que es nido lindo al final.
La Tranquera marca un paso. Y con qué amor de distancia y de alegría llegamos a la que nos señala la querencia. O a la que nos entrega, ancha como ninguna, el afincado pago de gente amiga.
Brochazos de Nuestra Tierra – Juan Cornaglia – Colección Centauro – 1952
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Ilustración – M. Martínez Parma