Y su gusto me había quedado dando vueltas, y era el más rico que jamás haya probado hasta ese momento; parecía dulce pero no lo era; similar a un sublime gusto casi salado, pero no; tibio tal vez, bien salido desde sus entrañas y, su calor corporal me tiñó de subrepticias ganas de amar, pero también me resultaba fresco como su planta de menta que me exhalaba su clorofila en cada palabra que abrochaba boca con boca. Éramos tal para cual y ese kiosquito que nos proveía de semejante cantidad de golosinas siempre nos daba crédito en nuestra mutua fascinación, en ese terraplén, casi umbral de un inédito camino del cual no sabíamos, del que no conocíamos siquiera de qué se componía esa superficie de aparente humus planetaria. Y las manos se juntaron abrazadas entre los dedos y las cinturas se cobijaron a cada lado mientras la palabra, por primera vez se hizo nido. Sentir, como lo nuevo de una usina que contenía color, calor y luz y, en ese otoño de alfombras de hojas, los árboles raquíticos se abrigaban con el eco de nuestras pisadas; pisábamos señales de ellos, restos de su impronta hecho aviso de un pasado reciente, presagio de una primavera que todavía no se avistaba pero que nosotros cumplíamos la misión de anticiparla.
Vegetales secos con formas de hojas, crujientes al paso de nuestro cansino andar despreocupado y de zapatillas de goma topper. Y el colegio y los cigarrillos y la música rebelde y el beso… Todas esas cosas que nunca morían aunque después no estuviesen, aunque ese redondel de rayitas y agujas se empecinase nomás, en decirnos que la vuelta estaba por terminar.
De Pablo Diringuer