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Jaime Dávalos y la Baguala
La baguala es “el grito puro del hombre del monte” - Cuando se la ha oído una vez, nunca más se puede olvidar
Jaime Dávalos y la Baguala

La Baguala es “El Grito Puro del Hombre del Monte”
Cuando se la ha oído una vez, nunca más se puede olvidar. Es el canto solitario, la más genuina y auténtica voz del paisaje, el grito puro del hombre del monte, del puestero que por las serranías boscosas de Salta canta inmerso en sus desolaciones verdes, entre el monte agazapado, imprevisible, traicionero, feroz.

Es el grito ventral de un alma que empieza a oírse, acompañarse con el canto, con ese canto bárbaro en que las palabras de la copla se desarticulan en silabeos estirados, hasta que de su mensaje poético queda sólo un doloroso desgarramiento que el eco hace todavía más inhumano.

No es la vidala, no es el huaino, ni la tonada chayera con su forma convencional, con los “remates” o “estribillos” alternados que le dan al canto tiempo para pensar otra copla que trae a la rueda de cantores donde cada uno trata de yapar así “coplas al canto”.

No es expresión y hacer de conjunto sino la queja honda (¿cantejondo?…) y solitaria en que el peón, el gaucho, el hachador, el puestero o el arriero, dejan que el alma busque consuelo respirando coplas, encuentre alivio lamentándose, se despene comulgando con su natural elemento, el aire, teñido de corazón, sucio de humanidad, poblado de espíritus, densamente grávido de misterio; el aire animado que rodea al hombre de la selva.

Jaime Dávalos y Juan Carlos Saravia

El canto libre”
La baguala es por excelencia el canto libre, sin ley, sin cánones, sin pauta. El canto bagual en que la voz cae hasta la ronca tonalidad del barro o sube erizada de agudos, sonidos “de cabeza” como le llama el pueblo al canto con falsete, al canto del hueso que intenta a través de los montes, venciendo leguas, atravesar el alba, la noche o el crepúsculo llevando el sentimiento amoroso del hombre solo hasta el oído de la mujer siempre lejana, escamoteada, detrás de la mujer presente que con pasión de tierra está tendida en la mansedumbre del amor.

En la ciudad sólo puede oírse el cantar para afuera, a menos que el vino nos lleve a los “boliches” orilleros, donde suele el criollaje dejar escapar la baguala cuando el trago les entra hasta “los bujes”, han perdido el pudor y “le sale el indio”, ya que el alcohol es el único que consigue remostarles el fondo, hacerlos cantar entre la gente. Entonces, triunfando sobre el vocerío y los reniegos amistosos, sobre las confidencias ofensivas, más allá del contrapunto provocador, cuando la luz del vino se apaga en la mojada profundidad de la mesa y el hombre asume el peso de toda su alma, de su vida toda, cuando el tiempo escucha arrinconado, la baguala se deja oír y es como un hilito de sangre sonora paladeada, íntima, devaneo eterno de la melancolía, voz mestiza, raíz de grito, lamento del indio sojuzgado; nostalgia del español atravesado por la paloma, la cruz y la saeta.

Jaime Dávalos por Carlos Alonso

Jaime Dávalos
Heredó de su padre, Juan Carlos, el don de recrear en poesía el paisaje de la naturaleza y el alma humana. Jaime Dávalos se convirtió asi en una parte entrañable de la Salta de sus mayores, aquella Salta definida muy bien por Blanca Rébori como “altiva y humilde, soberbia y sencilla”. Sus mejores temas fueron compilados en dos libros: Poemas y canciones que abarcan su producción desde 1944 a 1950 y Coplas y canciones, editada en 1967. Alguna vez dijo: “Llegar a la canción es mi destino y puesto que para él vine signado, lleno mi copa de dolor  vino” y el dolor de la ausencia de amor (“y nunca te he de olvidar/ en la arena me escribías…”), el vino (“el vino se muere solo/ ojo de sombra y silencio/ con la vida para afuera/ con la muerte adentro”) y la tierra (“Soy una astilla de tierra que vuelve/ hacía su antigua raíz mineral”) fueron la base esencial de su temática. Lo que sigue son algunas de sus autodefiniciones y un estudio sobre la baguala

Yo soy un ser de una gran fecundia verbal. Capaz de hablar horas, días, años. Porque es como pircar, un viejo oficio de hombre que llevo puesto en la sangre, que lo he heredado de los mayores boliches, de la gente que no sabe que sabe, pero cuando empieza a averiguar le sale ese saber que ellos no saben: el saber popular.

Me jugó todo lo que tenía a las manos de los hombres simples de la tierra. Creo en ellos. Me visto con las ropas que ellos hacen. Todas las palabras que hablo están potenciadas con el símbolo que callan los otros, aquellos que me enseñan a hablar callando.

El silencio es el creador de la música. Los pueblos que han perdido el silencio han perdido también el oído para la música. No puede distinguir el sol ni el fa de la claridad del mediodía o el atardecer. No en la luz lo que hay de música en la apertura de una boca que ya va a cantar y que no canta nunca. O que ha terminado de cantar la baguala y se ha quedado dormido, de noche, echado como un ciego.

El hombre es un animal religioso. Debe tener fe. Fe en sí mismo, fe en algo superior, fe en algo que existe más allá. Porque todo lo superior que se enuncia en nosotros es, simplemente, la anticipación de la existencia de algo lejano. Ciegos hay que van más claro que los que abren los ojos. Ciegos que ven para adentro, adentro de su alma.

Soy de difícil callar, largo demasiado el buche. Por eso nunca puedo estar metido en una cosa tramposa. Yo soy este que se ve de mí. Esto que soy en lo visible. No soy más que la apariencia, sombra que anda caminando, como dice la copia. En la copla, en los modos de conducta, hay un montón de cosas del folclore que uno no atina a saber de dónde vienen: en sabiduría vieja. Actitudes que he visto de mi padre que se repiten ahora en mí, como si yo fuera hoy el fantasma de él. Y todo eso en alguna medida muestra a aquel que asume a su padre, a su madre, a su patria, a su tierra. Acepta eso, se lo carga al hombro, con todos sus defectos, con todas sus virtudes.

Jaime Dávalos – Julia Elena Dávalos y Eduardo Falú

Soy este mismo tipo aquí, en el cuarto de baño, en la casa, en los escenarios nacionales. Soy públicamente un hombre íntimo. Soy el ser que no se pertenece a sí mismo. Por eso sigo en este oficio, que una vez adquirido no se quiere dejar más. Un oficio que requiere una tremenda responsabilidad. Un oficio prometeico: se tiene atrapado el hígado, se lo están comiendo. Y uno tiene que seguir. Sacándole el fueguito a los dioses, encendiendo sin descanso estrellas en la noche, haciendo fuerza por el país continental que han soñado sus mayores.

Yo he vivido en la Salamanca, sin diablo alguno. Pero he vivido con la imaginación de un mundo de fantasma. Cada vez que me invitaba mi papá a pasar las noches junto a él: verdaderas sherezadas con todos esos personajes de Salta. Nunca me olvidaré de esas noches de asombro que vivía. Las mil y una noches oyéndole salir fantasmas de la boca de mi viejo.

La literatura, si no imita la vida, no es literatura. Ella traduce la vida profundamente. Leer es vivir. Y a pesar de que la literatura es letra… Pero la letra muerta no tiene sentido. Es apilar noticias o información idiota, cuando hay cosas tan sustanciales para decir y pensar, o dejar enunciadas para que otro las sigas pensando. Porque no todo se lo puede decir. A veces más importante que decir es enunciar cosas. Por eso creo en la brevedad de la poesía que enuncia cosas.

Uno debe pensar todos los días en que nace a la mañana y muere un poco con el día, al atardecer. Cada día es el aula donde uno aprende el oficio más importante; el oficio de ser hombre. Y el hombre, según Kierkegaard, es un ser nacido para la muerte. Lo importante es que lo sepa. No que luche desesperadamente por llegar a la muerte, pero que tenga el coraje de sonreír cuando la tenga a su lado. Con la inminencia de que se acostará en nuestros huesos, con nosotros, un amor profundo y eterno bajo la tierra. Y no tener el desenfreno idiota de drogarse, que a veces es miedo. Ese miedo a la muerte que lleva al hombre a drogarse para que lo sorprenda aquello que él sabe que lo va a sorprender. No quiere asumir la muerte como algo que lo sorprenda, sino como algo que él gobierne. Apoderarse del derecho a morir. Se suicida. Conozco montones de curdas en todas las partes del país. Curdas que he seguido hasta el alba y les he empezado a ver el ronroneo de una máquina descompuesta, una demencia reiterativa, un delirio, una furia que vuelve a la misma cosa. Un centro que lo obceca. Y la obsesión se convierte trágicamente en algo que lo desespera. Ya el alcohol es un anularse. No quisiera pensar su obsesión, sin embargo insiste en embriagarse para no pensar en ella. Pero no querer pensar en tal cosa, es ya pensar en ella.

Uno no puede desasirse de esa especie de sino trágico de la conciencia de que todo se le va, todo se le escapa. En ese momento, creo, hay que tomar tranquilamente un vino y esperar como diría Omar Khayyam, que suceda la muerte. Es lo único que vamos a afrontar responsablemente. Quiera Dios que con un sentido calmo. Yo soy un guerrero pacifista. Creo que a esta edad debo componer vidrios; ya he roto demasiados. En alguna medida sirve a esa edad. Cada edad tiene su corazón. Y la edad que no tiene el corazón de su edad, tiene de su edad la desdicha. Si yo, a los 58 años, quiero atrapar lo que no me pertenece estoy perdido.

La belleza tiene un sentido social profundo. El hombre necesita belleza. Y esclarecer el espíritu para tener reposo y paz. ¿La desesperación por tener…? ¿Tener qué? Todo lo va a dejar. Nadie se lleva nada más allá. Hay un gran escritor mexicano que me encanta: Rulfo. Autor de un libro que se llama Pedro Páramo. Parece que él hubiera puesto en hora los sueños míos.”
Jaime Dávalos
La Maga – 26-05-93

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