Desde los remotos tiempos en que para los europeos todo lo que estuviera más allá de su mundo conocido y acotado era puro misterio, en sus galeones conquistadores viajaba también la imaginación muchas veces desbocada.
“Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula” (1).
Siempre la búsqueda trataba de la expansión de imperios y la apropiación de riquezas. Y con ese paradigma se construyó el mundo de la Edad Moderna. Por eso, las expediciones en la búsqueda de la Sierra de la Plata o la alucinante Ciudad de los Césares, donde los metales preciosos se patearían por las calles.
Habían pasado siglos desde los primeros desembarcos españoles, portugueses, ingleses y franceses en distintas latitudes americanas. Pero a mediados del siglo XIX la Araucanía chilena y nuestra Patagonia, seguían habitadas por pueblos aborígenes, sin control de los respectivos Estados nacionales.
En ese contexto un procurador francés llamado Orelie Antoine de Tounens, desembarcó en Coquimbo, al norte de Chile, el 28 de agosto de 1858. Recorriendo el país, terminó radicándose en Valparaíso, en el sur del país. Para dicha época, la única avanzada cristiana era la localidad de Punta Arenas; el resto del territorio lo habitaban pueblos originarios.
Pero el hombre tenía un proyecto muy claro y lo más importante, decisión para llevarlo a cabo. Se dedicó a una paciente tarea de persuasión de los distintos caciques de la zona, planteándose como un monarca que organizaría las distintas tribus bajo su liderazgo y sería secundado por los caciques correspondientes. Prometía relaciones y comercios internacionales y lo más importante: protección de los nativos contra los permanentes avances de los blancos. Si evaluamos las relaciones políticas y comerciales que el hombre tendría en su país y las apetencias imperiales en boga, la idea de una intromisión militar europea no era tan descabellada.
Con argumentos que resultaron razonables para muchos caciques, Antoine comenzó en octubre de 1860 su cruzada para fundar el nuevo imperio, ajeno a los controles de Chile y Argentina. Su primer apoyo fue el prestigioso cacique Quilapán, quien le facilitó los contactos. El flamante monarca se exhibía cubierto con un poncho y espada al cinto.
Sobre las curiosas aspiraciones del personaje, comenta el investigador Armando Braun Menéndez, citado por el diario porteño Tiempo Argentino:
“En el interés del procurador del Périgueux – dice Braun Menéndez – ‘se sumaban la ansiedad exploradora y una ilusión imperialista que él expresaba sin ambages en esta frase que leemos en sus Memorias: Reunir las repúblicas hispanoamericanas bajo el nombre de una confederación monárquica constitucional, dividido en diecisiete estados’. Pero esto con ser amplio designio, no era lo más grande de su quimera. Proponíase, además monsieur de Tounens, constituirse en rey de tal confederación” (2).
Obtenido el consenso indispensable y el apoyo incondicional del cacique Quilapan, el 17 de noviembre de 1860 Orelie Antoine emite su primer decreto fundacional, proclamándose Rey de Araucanía.
“Nos, Príncipe de Araucanía Orelie Antoine de Tounens.
Considerando que:
Las extensas tierras de Arauco son independientes y no dependen de ningún Estado reconocido, y que actualmente se encuentran divididas en numerosas tribus, lo que reclama para su progreso y adelanto, la constitución de un Gobierno Central, tanto en el orden general como en el particular:
Art. 1er. – Se funda una monarquía constitucional y hereditaria en el Arauco, siendo designado por la voluntad de todos, como Rey, el Príncipe Orelie Antoine de Tounens” (3).
A continuación, unos pocos artículos más que tienen que ver más con los derechos sucesorios de la corona que con formalidades institucionales.
Alertadas las autoridades chilenas en enero de 1862 lo capturan, fue enjuiciado y condenado.
Finalmente terminó en un manicomio, del cual lo rescató un cónsul francés.
Pero el hombre no se amilanó y esto fue apenas el primer traspié que enfrentaría en los sucesivos retornos a su pretendido Reino. Estuvo siete meses detenido y lograda la libertad, el diplomático lo envió a su país. En Francia intentó obtener el reconocimiento como Estado Independiente de su reino, por parte del Emperador Napoleón II y de paso, gestionar un empréstito de cincuenta millones de francos. Es ocioso aclarar que no obtuvo ni el reconocimiento ni un franco de préstamo.
Es interesante destacar al margen del debate secular sobre los derechos de los pueblos originarios, que en 1641 la corona Española reconoció el río Bío – Bío como el límite natural entre el dominio araucano y la Capitanía General de Chile. En 1773 dicho convenio fue ratificado por el Tratado de Negrete y existió un tercer acuerdo conocido como Tratado de Santiago.
Por otra parte, una de sus primeras iniciativas diplomáticas fue enviar al Gobierno Nacional chileno, presidido por Manuel Montt, una Constitución del reino redactada por él mismo.
En un segundo decreto, anexa la Patagonia argentina al Reino de Araucanía, asegurando a los aborígenes patagónicos su protección en la guerra secular con el blanco.
Mientras tanto, las tribus amigas habían quedado al mando de su segundo, el cacique
Quilapan.
En 1869 Antoine I inicia su segundo viaje a la Araucanía. Todavía hoy no existe certeza sobre si el buque que lo trajo fue fletado por capitales privados, o una nave de guerra francesa, que de paso hacia el Océano Pacífico, dejó al inquieto pasajero en la costa patagónica argentina. Un grupo de aborígenes arribados desde Chile, lo acompañó en la travesía pampeana y luego cruzaron la cordillera, donde lo esperaba su fiel amigo Quilapan, lejos de la milicia chilena.
Pero como el llamado “desierto” nunca fue tal, es probable que toda La Araucanía se enteró de los movimientos del empecinado francés. Así fue que en febrero de 1870 el Ejército Chileno inició operaciones contra Antoine I y sus indios amigos, poniendo precio a la cabeza del europeo.
También cabe mencionar que algunos caciques que en la primera aventura lo habían acompañado, en su segunda entrada se abstuvieron; se cuenta que por influencia de los uniformados. El Ejército se internó profundamente en La Araucanía, arrasando con cuánta comunidad mapuche encontró a su paso. Ante la nueva derrota, el rey repasó la Cordillera trabando relación con caciques amigos como el mismo Juan Calfucurá; el Señor de las Salinas Grandes. Así llegó a Bahía Blanca y de allí a Buenos Aires. Luego embarcó a Europa, con escala en Montevideo.
En su nuevo exilio el Rey se instaló en Londres y comenzó una búsqueda de recursos para retornar a Chile. En la capital británica consigue algunos apoyos de comerciantes y financistas audaces y decide iniciar el tercer viaje. Pero los hombres de negocios más prevenidos que los anteriores, lo obligan a viajar con un veedor de acompañante. Esta vez, Antoine I es más cuidadoso: usa un documento de identidad falso.
Desembarcó en Montevideo y pasó fugazmente por Buenos Aires rumbo a Bahía Blanca.
Desde la antigua Fortaleza Protectora Argentina se internó en territorio pampa. Su destino:
La Araucanía. Pero los chilenos saben de su arribo y lo detienen, deportándolo enseguida.
Poco después realiza su cuarto y último viaje, con un acompañante francés. En la capital argentina lo detienen acusado de contrabando, pero lo liberan rápidamente.
Probablemente fatigado de tanta aventura y con Argentina y Chile que iban consolidando el control de sus territorios y fronteras, Antoine intenta radicarse legalmente como un inmigrante más, en el sur argentino. Pero enferma y decide retornar a su patria de origen en septiembre de 1877. El 17 de septiembre de 1878, falleció pobremente; a tal punto que fue sepultado gracias a un subsidio municipal.
Luego del fallecimiento del Rey sin territorio, una serie de presuntos herederos continuaban en pleno siglo XX reclamando ese fantástico trono.
Más allá del empecinamiento de Antoine I en construir un reino propio, es muy probable que también existiera interés de alguna potencia europea en profundizar la balcanización de Hispanoamérica, inventando un reino enclavado en medio de dos países soberanos.
1) Borges, Jorge Luis – Fundación Mítica de Buenos Aires – Obras Completas – Emecé
Editores S.A. – Buenos Aires – 1974
2) Tiempo Argentino – Buenos Aires – 1984
3) Adolfo Galatoire – Todo es Historia, N° 8 – Buenos Aires -Diciembre 1967