Blas Cornejo alzó los brazos al cielo, o mejor dicho, apuntó al cielo raso con las manos unidas como haciendo una plegaria, al tiempo que gritó:
-¡Líbrame Dios o quien sea que esté en las alturas, de esta manga de ciegos inútiles!
Y claro, todos miramos hacia él. Yo uso anteojos y eso dificulta un poco la cosa, sobre todo porque hace bastante que no los cambio. Deberé ir al oculista en breve. El astigmatismo deforma las imágenes, pero no los hechos. El caso es que me pareció que era la voz de mi vecino Blas, y como quien no quiere la cosa me fui acercando al mostrador de dónde provenía la discusión. Allí estaba Estefanía Grasso, la empleada del Banco Hipotecario, explicando de forma acalorada que las reglas son reglas y se hicieron para cumplirse.
Me gusta pensar que hay cosas en movimiento que están fuera de nosotros, y ese día todo confluyó para corroborar esa loca hipótesis, incluso los espejos que adornaban el lugar. Por uno de ellos, vi el perfil del hombre: su nariz respingona, los pómulos salientes y el rictus amargo que se dibujó en sus labios. Era Blas. Seguí aproximándome lo más que pude, ante la mirada de pocos amigos de la empleada que, zarandeaba los anteojos que colgaban de un collar de cuentas tipo perlas, mientras movía con fastidio todo su cuerpo. —Señor, este documento es obsoleto. Usted dice que es usted, pero nosotros tenemos la última palabra, y el de la foto no se le parece en nada.
Como esas cosas mágicas, de pronto, cientos de luces pequeñísimas, apuntaron a los ojos de mi vecino. A estas alturas, yo ya estaba al lado de él y corroboré que se trataba del Sr. Blas Cornejo, el del séptimo piso. Lo conozco bastante porque hace años que somos vecinos y además porque lo escucho practicar con el saxo. En las tardes interminables de invierno, mientras hago crucigramas, me deleito con sus interpretaciones. La música siempre desnuda el alma, y todos los que vivimos en el edificio sabemos de su entrega y perseverancia. Lástima que la señorita Estefanía esté empeñada en mirar su documento. Si mirara su alma, sabría que él es él y no otro; Blas es genuino. Ella no es vecina del complejo edilicio y además cumple órdenes. No sólo eso, los empleados de Banco no están para mirar a los ojos, están allí para otras cosas, como por ejemplo para detectar falsificaciones tanto de billetes como de personas y no les importa nada más. Parece que mi vecino Blas fue a cobrar un dinero que le había girado su representante artístico, y al presentar su documento la fotografía no estaba acorde a la fisonomía que presentaba hoy, razón por la cual, la empleada le dijo que no podría cobrar su dinero porque no era quien decía ser y esa fue la raíz del griterío que se armó. Mi deseo era explicarle a la empleada que Blas había hecho un gran esfuerzo para bajar de peso, decirle a esa mujer tan llena de estructuras que alzara la vista para mirar a los ojos a mi vecino, y entonces sabría que nadie escapa a su propia mirada, aún en tiempos de cambios. Con Blas no nos encontrábamos en el ascensor desde hacía más de un año, él usaba las escaleras. No obstante ello, nos veíamos con asiduidad en el parque cada vez que yo sacaba a pasear a mi perro Bob y él sacaba a respirar su saxofón. Con el descenso de peso decidió quitarse la barba. El tatuaje en el cuello seguía ahí, como siempre. Si mal no recuerdo, me contó que era un Ave Fénix, en color azul y amarillo.
Se me ocurrió intervenir. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Me aproximé al mostrador y animada por un rayo de luz que entró por uno de los ventanales, saqué mi voz clara.
—Srta. Estefanía, el señor es quien dice ser, y usted misma lo podrá corroborar.
La empleada me miró con pena, agarró su birome láser o eso creí por la luz roja que emanaba, y respondió.
—Sra. Vallejo, usted es una buena clienta de nuestro Banco, pero el señor no es el de la foto.
—Fíjese en el tatuaje del cuello. Seguramente podrá distinguir que coincide con la foto—le dije con vehemencia.
La mujer se aproximó a la foto del documento, la miró con detalle. Estiró su cabeza para ver el Ave Fénix tatuado en el cuello de Blas. Todo hubiera sido perfecto, pero mi vecino envolvió su cuello con la bufanda e impidió ser inspeccionado, al tiempo que repetía.
—Yo soy yo y usted no dudará de mi existencia.
Sin dudas mi vecino tenía razón. ¡Quién era la Srta. Estefanía para dudar de ese modo! O es que ella jamás oyó que las personas a veces cambiamos en apariencia, pero seguimos conservando la impronta del existir. Hubiese estado todo perdido, pero al Sr. Blas Cornejo, visiblemente ofuscado, se le ocurrió mirarse en el espejo al momento de darle la espalda a la empleada, un largo espejo que ocupaba una de las paredes laterales. No puedo discernir bien las causas, tal vez el sol de la tarde fue a parar allí o quizá fue el movimiento de las cosas, pero todos los que estábamos allí presentes vimos ascender al Ave Fénix para aletear a la altura de la “testa” de la empleada y volver al cuello de Blas.
Ana Caliyuri- Del libro Historias Tatuadas- Niña Pez Ediciones año 2019