En un pedacito así, están las dos mujeres que me gustan: Andrea y Adriana. Una en cada teatro separadas por una pared. Son actrices, una rubia, y la otra morocha; ¿Gusto variado? ¿Indecisión? ¿Daltonismo? ¿Tintura? ¡Bah! ¿Qué importancia tiene el color del pelo?
Me gusta flotar libremente entre dos etéreas posibilidades, despertar en un amanecer pleno de estrellas… Con poquito, se puede cambiar la rutina, basta dejar que la imaginación nos lleve por nuevos caminos para ingresar a un mundo donde no se sabe que es lo que se anticipa y cómo es lo que se retrasa, donde las voces se amigan con los oídos, y se puede caminar sin mirar la senda; libre de obstáculos. En ese mundo se confía y se vive, el aire es sólo de uno, y uno lo disfruta… Delante de uno está todo. Detrás de uno no hay nada… No hay brisas, y entonces tampoco hay banderas ondulantes. No hay edad ni pasión. No hay límites. Un mundo azul…en el que se espera, se busca, y se justifica… ¡La simplificación en un delirio envidiable! Pero yo no soy un alucinado; creí que nunca llegaría a ese estado… Porque soy realista.
Regreso a aquél martes de febrero, cuando las vi en las marquesinas y las puertas de vidrio de los teatros, atrevidas, graciosas, chispeantes, igual que en la TV. La oportunidad de verlas en vivo, me impulsó a sacar aquella platea en primera fila para la función del sábado a las 22,45 en la sala en que actuaba Adriana, sólo por una cuestión de abecedario.
El sábado llegó. Perseguido por una extraña ansiedad, entro al teatro precedido por un acomodador que transpira empañando los gruesos vidrios de sus anteojos y me agradece los 2 pesos que puse en su mano. Mientras me acomodo, las luces de la sala bajan su intensidad. En la oscuridad, imagino las miradas apuntando al telón de boca, donde un hombrecito de frac nos regala su voz de ensueño, seguido por una luz blanca que ahora duerme en su moño azul.
Los actores van pasando por sus labios aplaudidos con variada intensidad. Cuando la nombra a Adriana, un escalofrío recorre mi espalda, y me recuerda que la veré personalmente. Con una perezosa solemnidad, comienza a levantarse el telón. Aparece el elenco, y la veo… ¡Más bella que nunca, y tan cerca mío! Tiene el intenso color del sol cuando asoma en el horizonte para reiniciar la vida. Su figura es un coro de curvas y deseos en bulliciosa alegría, se destaca de sus compañeras.
De pronto me mira, en el acto, como si una orden vibrase en el aire, todas las siluetas que me rodean, se vuelven fantasmales…Se van estirando, y luego lentamente se difuman hasta evaporarse totalmente…noto que la luz se torna rojiza.
Compartimos esa extraña soledad, ella la diosa dominante, y yo, una ebúrnea estatua expuesta a ser arrastrada por su rigurosa cascada de perfección…
Adriana me hace un guiño apuntando hacia la salida, yo sigo el gesto asintiendo con mi cabeza.! ¡Todo es natural y tan claro que hasta me parece un contacto previsto!
Mientras mi carne se relaja, y los actores se hacen visibles, el regreso del público me sorprende, y los aplausos me devuelven a la butaca 10. Pero mi cabeza ya no es la misma…
La función termina. Salgo mezclado con los demás espectadores. En la calle me recibe el aire fresco de la noche marplatense, y un coro de bocinazos en la urgencia de la avenida Luro.
Han pasado cinco minutos. No estoy solo en la vereda impar, un gato negro me mira con curiosa insistencia, como si quisiera decirme algo. Camino unos pasos hasta la puerta por donde salen los protagonistas. Espero quince minutos, pero no la veo salir. Apoyo el oído en la puerta, y no escucho absolutamente nada… A veces el silencio ensordece.
Cruzo la calle para tener una perspectiva más amplia. El gato de ébano, inmóvil, inquietante, tuvo la misma idea, y está aguardándome sentado. Pasan otros quince minutos, pero ella no sale. Algo me dice que no debo irme, y entonces tomo una decisión: mañana haré el cambio de domicilio, me quedaré a vivir frente al teatro. ¡Algún día tiene a salir!.
Quién no tiene apuro mira todo, también las cinco puertas de vidrio que tienen pegadas las gigantografías de los actores. Ella, que me está mirando desde la puerta del medio imprevistamente deja el vidrio y comienza a venir hacia mí… Adelanta la pierna izquierda, ¡sí la que talló Miguel Ángel! Cuando mueve hacia adelante la derecha, me convenzo de que Buonarroti era detallista; tiene la misma perfección que la otra. Se detiene a dos pasos de mi alma. Está desnuda. Sus ojos son dos esmeraldas rutilantes buscando los míos, todo lo demás es marfil esplendoroso. Siento que mil abejas de fuego recorren mis venas, que la oruga del deseo comienza a carcomerme, y hasta es probable que muerda la manzana, pero mi timidez me hace esperar hasta el amanecer para hablarle. Mi propia voz me suena ajena cuando le digo:
—Soy Franco, Adriana—al mismo tiempo que extiendo mi mano buscando la de ella. Pero no responde al gesto, me siento el último estúpido olvidado en un rincón el mundo.
—Soy Franco— insisto, allá en el escenario, nosotros— el silencio es sólido pero el rechazo es más duro aún, mientras crece mi sentido del ridículo. Entonces, como los fantasmas del teatro, es Adriana la figura angelical que comienza a estirarse, sus grandes ojos se han convertido en dos rayitas verdes y verticales que suben al cielo…
Después, ¡todo se evapora! Menos el gato, y este olor precipitado del azufre…
Quedo a solas con mi intimidad, como un pájaro amargo que se mueve entre las hojas.
El viento triste se ha llevado su dulzura, dejando otra cicatriz milenaria en mi alma desierta.
Empecemos de nuevo. ¿Cuál era el nombre de la otra mujer que me gustaba?
– Hugo Guardia, escritor de Mar del Plata- Marzo del 2006