«Qué te perdí, qué me perdí…» -decía en las escalinatas de la plaza Miserere-. El pobre tipo extendía su vieja mano derecha y la mugre que la recubría se confundía con un zaparrastroso saco casi al tono. Aparentemente no vendía nada material; sólo su imagen miserable posaba sobre un hipotético mostrador invisible pero completamente visible a los ojos de cualquier transeúnte de paso rutinario. Ese Ser viviente se vendía a sí mismo como algo de primera línea en su correspondiente miseria. La gente pasaba a su alrededor como un torrente ignorantemente ocupado de egoísmo ilustrado; «cada cual en la suya arreglate con la tuya» -parecía decir-.
Mientras tanto él seguía cantando: «Qué te perdí, qué me perdí…» en un tono musical inubicable a mi oído y suponía al de los demás también. Canoso su pelo, bien curtido y ajado su rostro, se las arreglaba para mostrar que no por mucho padecer bajaría los brazos; y de hecho, no los bajaba, su brazo derecho seguía firmemente extendido a la espera de alguna recompensa metálica.
Esa escalera al infierno subterráneo presagiaba un sufrimiento sardinero hacia cualquiera de los destinos, aunque el consuelo de los minutos contados refrigeraba la previa del futuro alivio hacia el ya, lugar de destino. De algún modo debo de haber reciclado mi comportamiento cotidiano e inconscientemente actué de improviso y me impuse a mí mismo el despilfarrar durante un lapso indeterminado ese tiempo tan cronometrado o si se quiere estricto en donde las marionetas que somos jamás enredan sus piolines. Pero yo no los enredé; simplemente los corté por un buen tiempo indefinido y me quedé sobre la misma escalera pero en la pared de enfrente para observarlo. Él estaba sentado y, aparentemente, no era ciego, sin embargo sus ojos entreabiertos parecían observar la nada… o si se quería el todo, daba lo mismo, mientras tanto su letra y música lo seguían acompañando sin parar: -«Qué te perdí, qué me perdí…».
Mi presencia estática en ese lugar que a lo mejor él lo tomaba como feudo propio comenzó a trastocar su aparente aplomo casi automático a la vera de ese camino de escaleras; pronto su rostro dio indicios que sólo yo los noté luego de un rato, más para el común de los que pasaban nada había cambiado.
Diez minutos de mi presencia hiciéronlo parar y apoyarse también sobre la pared cercana; ahora estábamos a la misma altura, los dos parados en el mismo escalón pero a distancia; casi enfrentados. Comenzó a hacerme ademanes con su brazo completamente extendido, luego lo flexionaba para nuevamente extenderlo de manera rápida como apuntando hacia mi persona.
Flexionaba y extendía; flexionaba y extendía, una y otra vez como queriéndome mensajear de algo que hasta ese momento me resultaba indescifrable. Tomé el celular e hice como que hablaba, tanto como para mostrar que mi presencia en el lugar se debía a… algo circunstancial y de otro tipo, pero sus gestos y actitudes no sólo no cambiaron sino que, fueron en aumento de frecuencia y volumen: -«¡Qué te perdí, qué me perdí…» cada vez lo cantaba más alto, y su brazo derecho lo recogía y extendía con más fuerza y velocidad.
Alguna gente de paso comenzó a detenerse y a observarlo como quien algo de ayuda necesita y hay que proveerle; pronto se juntaron alrededor de treinta personas y las escaleras comenzaron a taponarse, el mendigo seguía cantando a todo volumen y su melodía convencía cada vez más al oído urbano.
Yo seguía allí, apoyado sobre la otra pared como un espectador más pero me sentía como el primero en sacar el boleto del espectáculo, como si tuviese ese target no escrito del iniciador de los hechos. Pronto más gente se sumó al acontecimiento y ya, por las escaleras no se podía pasar, para dirigirse al subte, debíase bajar por la otra que se hallaba casi en la otra punta de la plaza.
Las casi sesenta personas que lo seguían acompañando en esa especie de show, comenzaron a «pagar su correspondiente ticket» y, esas manos mugrientas pronto disimularon las costras negras cubriéndolas de papeles de colores y metales brillosos en bronce y cromo. Para no sentirme menos en mi iniciativa comencé a aplaudir rabiosamente y pronto el sonido de mis palmas se extendió a casi toda la multitud, la gente ya tarareaba la frase a modo de estribillo y la melodía pegadiza amenazaba con transformarse en una verdadera pasión multitudinaria. El pobre tipo ya no lo era tanto y muy suelto de cuerpo se animaba a mover su cuerpo con unos pasos a destiempo que parecían de otro planeta; la gente estallaba regocijada y trataban de imitarlo; la voz de él se sumergía en la marea general y ya resultaba ininteligible el sonido de sus palabras; el lugar ya era un hervidero irrespirable y allí sonó mi celular el cual atendí a la tercera vez de sonar debido al bullicio en el lugar que me hizo no percatar de su campanilla. Allí comprendí, también sobre la insistencia del llamado; hacía casi una hora que me estaban esperando, salirme de la rutina no me había costado mucho, pero su resultado fue demasiado; enojos de personas del otro lado por mi tardanza; postergaciones de situaciones laborales para la semana siguiente, agregados de agendas repletas de horarios. -¿Qué te pasó? -me preguntaban asombrados- «Cosas» -dije, sin mucho reparo-. Por dentro la melodía me seguía inundando y, de algún modo contestaba a tal pregunta: «Qué te perdí, qué me perdí…». La canción ya formaba parte de mi discoteca.
De Pablo Diringuer