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La Última Cortesana
Ahora cualquier modelito se sube al carro -dice la Tía Coca, alisándose la pollera de Fiorucci- pero se confunden, no tienen estilo
La Última Cortesana

“Montmartre…
Place Pigalle… La media noche…
Montmartre…
Cortesana en regio coche,
los besos del champán…
La última copa
la beberá en la boca
perfumada de la mujer de París.”

Noches de Montmartre
Tango 1932
Música: Manuel Pizarro
Letra: Carlos Lenzi

La Última Cosrtesana – PBT – 09-11-51

Situaciones
De modo que cuando cerro 05 fue como si algo hubiera terminado para ella. El Negro abrió en otro lado, pero Coca ya no tuvo voluntad para manejar por tantas cuadras el Mercedes.

Coca piensa que, de todos modos, es mejor. Hay un tiempo para todo. Ella, a los cincuenta, ya se salvó de las celulitis.  Pero en la noche están la bebida, y otras cosas que llevan, si no a la nostalgia, por lo menos a la gordura. Sus caderas son más amplias, ahora, su cuerpo tira al de una matrona.

No le importa. De todos modos hasta el Gordo y sus amigos dejarán muy pronto de contar millones de vacas y pisar montones de bosta en el boliche, entre mitoman las y las verdades, siempre tirándose a la cara nombres de haras perdidos o antepasados ilustres, autos de marca, mujeres o viajes esplendidos. Casi todos casados, a no ser los chicos nuevos, que oyen a los viejos coreando sus hazañas. Pergaminos de play-boys que aparearon sus apellidos a mujeres de apellido, pero que nunca pudieron dejar que estirar la noche con ellas, con las chicas. Con las chicas como ella.

-¿Cortesanas?- me dice, con este tono de alerta, casi reo. Que le hemos visto siempre en los momentos duros. Y después, aflojando, mientras el pelo hoy rubio le cae a pique sobre la frente- Minas, quedrás decir.

Quedrás, dice. Pienso que la tía Coca ya no se empeña como antes. Un día de estos dirá rojo, cabello, cenar. La tía nació en un barrio de la clase media Saavedra, o igual. Los pechos le crecieron temprano, la acomplejaron. Después, el cuerpo se le adaptó a los pechos. A los 17 pasó por primera vez ropa, en el Alvear. Fue su primer y último desfile. Ahí conoció a su primer hombre, un fabricante de medias. En Reviens conoció enseguida al segundo, un estanciero. Desde entonces, no paro en Whisky a Gogo, en las noches de 05, y después en África y en Mau-Mau, aprendió a distinguir un Hereford de un Shortorm, un entero de un toruno, un Alfa de una Lamborghini, un zafiro de un topacio.

-No hay boliche bien que no conozcamos- dice y sigue-.-Te digo minas porque éramos minas en serio. Siempre había alguna que te quería sacar el hombre. Todavía me pasa, con El Gordo. Hay menores que vienen a arrebatarlo. Me parece bien que El Gordo salga con ellas. Vos sabes cuál es nuestro arreglo. Pero a ningún tipo se le va a ocurrir que voy a dejar de ser la mujer de El Gordo, aunque no salga con él. Te digo minas porque eso era lo que ellos veían en nosotras.

El primer departamento, en la calle Ayacucho- cerca de Posadas, ahí no más de La Rambla- lo compartió con la Tana. Fue bueno dejar de estar tanto tiempo en boliches, en departamentos de solteros, en estudios de casados, salir un poco de la fiesta eterna. Las dos eran rubias, opulentas, y sabían los buenos modales, las palabras.

-Ahora cualquier modelito se sube al carro- dice la Tía Coca, alisándose la pollera de Fiorucci- pero se confunden, no tienen estilo. Terminan haciendo gastos. Una gatera no es una mina de las nuestras, aunque las conozcamos a todas y se quieran hacer amigas. Nosotras no hicimos otra cosa que vivir nuestra vida, como pudimos, todo lo que pudimos.

Hubo largos fines de semas en las estancias, después de amaneceres a bordo de los autos más veloces, y del champagne. Hubo viajes a Río, a Centroamérica. Hubo en la vida de Coca, un día definitivo. Al Gordo, que ya estaba saliendo ella, le decretaron cáncer. Corredor de autos, estanciero, gourmet, El Gordo quiso hacer todo en el año, que según le dijeron, le quedaba de vida. Se fueron juntos por el mundo  no dejaron casino  sin tocar, ni hipódromo, ni cabaret, ni restaurante.

Las luces de Plaza Francia comienzan a prenderse, allá enfrente. Aquí, entre muebles de época, vuelve a recordar que en tres años supieron que el cáncer no era cáncer pero que El Gordo se portó como quien es: Le compro ese semipiso y el Mercedes, y le fijó una asignación mensual. Al auto lo cambia cada dos años. Dos o tres veces a la semana cocina para El Gordo y algunos amigos, los que quedan.

A veces piensa en escribir sus memorias: podría hablar de nombres que crecieron desde la oscuridad, de amigas que se casaron bien y heredaron fortunas. En la lomita de la Plaza, una niña pasea un perro de aguas. Coca se levanta, como si  se acordara.

Tomate el último trago -dice-, tengo que sacar a Pedro.

Ahora caminamos por la vereda de la plaza. Ella tiene firme la correa del afgano. La noche crece dulcemente frente a la Recoleta. Coca se acomoda un anillo torcido por un tirón del perro. Una luz da  en la piedra, en un diamante tan grande como el Hotel Alvear.

-Y acá estoy- me dice- Sin pálidas, che.
Por Miguel Briante – Exclusivo de La Razón – 1985

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Estreno: 1988
Guión: Christopher Hampton
Director: Stephen Frears
Protagonistas: Glenn Close  – John Malkovich – Michelle Pfeiffer – Keanu Reeves – Uma Thurman

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