Nació en la Ciudad de Buenos Aires el 22 de abril de 1902. Su primer era español y su madre descendiente de vascos. A los 12 años viajó con sus padres a España, radicándose dos años en Vinaroz, en la costa valenciana, donde conoció a la familia paterna con la cual mantuvo siempre una gran unión afectiva. Allí descubrió su vocación por el arte y de regreso a Buenos Aires comenzó a tomar clases de dibujo en una “academia de señoritas”. Al finalizar sus estudios secundarios, ingresó en la Academia Nacional de Bellas Artes, donde la mayoría ese los estudiantes eran varones. Pero Raquel no se dejó amedrentar por ello, y gracias al apoyo constante de sus padres y de su maestro Emilio Centurión regresó en 1922 con el título de profesora de dibujo. Dos años después envió por primera vez una obra al Salón Nacional, con la que obtuvo el Tercer Premio, contaba con solo 22 años de edad y ya era premiada en el concurso más prestigioso del país.
En 1928 realizó su primera exposición individual en la galería Müller de Buenos Aires y al año siguiente partió a Europa, en viaje de estudio. Recorrió España, Francia, Italia y Marruecos. Se radicó en Paris, donde tomó clases con el maestro Othon Friesz en su academia y logro ser seleccionada en el VII Salón de las Tullerías. Frecuentó al grupo de artistas argentinos radicados allí, integrando del denominado “Grupo de París”: Horacio Butler, Héctor Basaldúa, Antonio Berni, Pedro Domínguez Naira y el escultor Alfredo Bigatti, entre otros. Junto a estos dos últimos y Alfredo Guttero fundó, a su regreso a Buenos Aires en 1932, los Cursos Libtes de Arte Plástico, que fueron el primer centro de enseñanza privada del país con una concepción moderno.
En 1936 se casó con Alfredo Bigatti, con quien compartió casi treinta años de amor y trabajo, hasta la muerte de su marido en 1964. En 1939 expuso en Müller su estupenda “Serie de España”, con la cual Raquel considera haber alcanzado recién su madurez artística. Su intención era: “reflejan mi protesta contra las fuerzas negativas que tratan de destruir la integridad psíquica, moral y física del hombre. La necesidad de expresar las emociones y vivencias que fueron sucediéndose a través de los años motivó la evolución de la pintura”, nos cuenta en su diario íntimo. Luego de la muerte de su esposo, Raquel Forner no bajó los brazos, continuó viajando por el mundo realizando exposiciones y pasó estadías en París, donde se dedicó a realizar litografías, técnica que logró manejar con maestría.
Sus obras recibieron los mayores premios en la Argentina: Premio Palanza (1947) y el Gran Premio de Honor del Salón Nacional (1955), entre otros. Realizó exposiciones en las más destacadas galerías de arte y museos de nuestro país, Europa, Estados Unidos y toda América: Bienal de Venecia, Museo de Arte Moderno de Nueva York, Bienal de San Pablo, Canadá, etc.
En 1982 creó la Fundación Forner- Bigatti, a fin de mantener unidas un conjunto estupendo de sus obras. La fundación, presidida por Sergio Domínguez Neira, tiene su sede en la casa que el matrimonio ocupo desde 1937, en la calle Bethlem 443, frente a la Plaza Dorrego, en el barrio de San Telmo.
Raquel Forner falleció en Buenos Aires el 10 de junio de 1988, a los 86 años de edad.
Su obra. Fue el género humano y su destino, la preocupación constante de Forner. La amargura y desolación de la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, captaron su alma sensible y expresó plásticamente los horrores de las luchas. “Todo lo que uno oye y respira es ambiente de guerra. Por eso he necesitado documentar en mi obra el estado de mi conciencia.” Dijo la artista.
Nacieron así series para “España” (1937-1939) y “El drama” (1939-1947) donde la figura humana ocupa el primer plano, expresada como un maniquí cortado en trozos o con sus cuerpos desgarrados. Mientras que en otros planos aparecen escenas de destrucción y muerte y algunas esperanzas de pacificación.
Al terminar la segunda guerra mundial, Forner vio que el calvario de la Humanidad continuaba: injusticias, persecuciones ideológicas, incomprensión… Sus figuras buscaban entonces la libertad de credo y expresión y librarse del temor, como en sus series Las Rocas (1947-1948) y La Farsa (1948-1952).
Hacía 1957 la artista pensaba que había agotada estos motivos e inició una segunda etapa en su producción, la de las Series Espaciales. Con un pensamiento premonitorio para la época, la luna, fabulosa y aun inexplorada fue el centro de sus obras. El encuentro entre lo conocido (la Tierra) y los misterios del espacio la llevaron a pensar en la transformación humana. Aunque la figura parece debilitarse y descomponerse en formas geométricas en sus series de Satelites y Las Lunas (1958 a 1962), luego retoma con intensidad las formas figurativas en sus astronautas, “lunautas”, terráqueos del futuro, astroseres y mutantes, que con colores puros y brillantes serán los protagonistas de su producción de los últimos 20 años. El optimismo y la esperanza con respecto a las relaciones entre el hombre que está cambiando y el cosmos, está presente en ellas. Porque como dijo el crítico Guillermo Whitelow: “El complicado proceso de intercambio semeja una desesperada gestión cuyo fin apunta al nacimiento de un hombre nuevo, por encima del odio y de las luchas fratricidas”.
Por Ignacio Gutiérrez Saldívar en Genios de la Pintura Argentina – Publicación de Editorial Perfil