Las Vísperas
“- Mirá Ñato, acá se acabó el tiempo de las palabras. Creo que ya es hora de meternos en los cuarteles y resistir hasta que nos oigan -concluyó el mayor Ernesto Guillermo Barreiro, mientras se reclinaba en su asiento.
Aldo Rico se sacó los anteojos, restregó sus párpados, limpió los lentes con una servilleta de papel, tragó saliva y dijo:
-Estoy de acuerdo (…)” (1).
Con este diálogo que se habría registrado en una pizzería del Barrio Norte de la ciudad de Buenos Aires una noche de abril de 1987, se pusieron en marcha una serie de acontecimientos que tendrán en vilo durante varios días al conjunto de los argentinos y a su frágil democracia; motivando también la atención del mundo sobre la conmoción que sacudía al país suramericano y la solidaridad de numerosos gobiernos y organizaciones civiles.
Los dos hombres que conversaban aquella noche, eran el teniente coronel Aldo Rico de 44 años y el mayor Ernesto Guillermo Barreiro (40); ambos oficiales en actividad del Ejército Argentino.
El primero comandaba el Regimiento de Infantería 18 con asiento en San Javier, provincia de Misiones. Estuvo a cargo de la compañía de Comandos 602 durante la Guerra de Malvinas, fue condecorado y contaba en su legajo profesional, con un frondoso listado de sanciones por indisciplina a lo largo de su carrera. No hubo acusaciones contra él por violaciones a los derechos humanos por parte de los organismos pertinentes. El mayor Barreiro en cambio, no fue desplegado a Malvinas. Oficial de Inteligencia, cumplió funciones en el Batallón 141 de Inteligencia del III Cuerpo de Ejército, con sede en la provincia de Córdoba. En 1987 la Cámara Federal lo iba a indagar por su participación en el Centro Clandestino de Detención (CCD) conocido como La Perla, ubicado en esa provincia.
Durante la sustanciación de los juicios, a Barreiro alias Nabo, Rubio o Gringo, los sobrevivientes lo señalaron como uno de los cabecillas de los torturadores en ese centro clandestino. El hombre se negó a presentarse cuando lo convocó el juzgado y se refugió en el Regimiento de Infantería Aerotransportada 14 con sede en La Calera, cerca de la capital mediterránea y comandado por el teniente coronel Luis Polo. Los uniformados se negaron a entregarlo cuando fue buscarlo la policía y luego alegaron que el militar se había marchado.
Se lo dio de baja del Ejército al ser declarado en rebeldía, pero fue evidente el apoyo que consiguió de sus pares.
Estos hechos de indisciplina militar no comenzaron en 1987. Desde tres años antes, frente a la citación judicial que recibía algún uniformado, la estructura castrense en conjunto estrechaba filas en torno al convocado. Por citar sólo algunos casos, el del mismo Jorge Barreiro, los capitanes Gustavo Alsina, Mones Ruiz y otros; y el marino Alfredo Astiz, éste último puesto en libertad por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, igual que los hombres del Ejército.
La hora de los “carapintadas”
Paralelamente, en la madrugada del Jueves Santo en la Escuela de Infantería ubicada en Campo de Mayo, la guarnición más importante del Gran Buenos Aires, un grupo de oficiales y suboficiales provenientes de distintas unidades comenzaron a concentrarse. Al frente de los autoconvocados, que en muchos casos habrían acudido por una activación falsa de la cadena de llamadas, estaba el teniente coronel Aldo Rico, secundado por los tenientes coroneles Enrique Venturino y Gustavo Martínez Zuviría, quienes en la práctica fueron los referentes del movimiento.
Después de desconocer el mando del director de la Escuela de Infantería, coronel Luis Pedrazzini, Rico y los suyos se hicieron cargo de hecho de la Unidad. Los hombres con las caras embetunadas con crema de camuflaje, comenzaron a tomar posiciones defensivas.
El alzamiento “carapintada” había comenzado.
A su vez, en los altos mandos militares reinaba el desconcierto. Entre los funcionarios gubernamentales la incertidumbre no era menor, igual que en las cúpulas sindicales y los dirigentes de todo el espectro político democrático.
Para que la población conociera sus pretensiones, los sublevados dieron a conocer el viernes 17 un volante explicando su posición: Estaba dirigido a “Los argentinos de buena fe”, puntualizando que no querían consumar un golpe de Estado, sino que se trataba de “un problema interno de las Fuerzas Armadas”. Aclaraban que no eran “nazis ni fundamentalistas”, en velada respuesta a la acusación que Raúl Alfonsín había lanzado tiempo atrás, a quienes cuestionaban duramente los juicios a los militares implicados. El texto sostenía además, que “Los juicios son inconstitucionales (Art. 18 de la Constitución Nacional)” junto a la exigencia de una “solución política” para las consecuencias de la represión ilegal.
Mientras tanto una multitud de civiles comenzó a agruparse frente a las puertas de Campo de Mayo, increpando a los rebeldes.
Por otra parte, el Jefe de Estado Mayor Ríos Ereñú y sus generales, comprendieron que la cadena de mandos se había quebrado transversalmente. Pero salvo algunos pronunciamientos aislados en el Interior, las grandes unidades de Combate y Batalla (Brigadas y Cuerpos de Ejército) y sus mandos, aseguraban su lealtad al gobierno y a la legalidad. No obstante los subordinados en general, decidieron en la práctica no sumarse al motín, pero tampoco reprimir a los insurrectos. Las razones eran obvias: además del tradicional espíritu de cuerpo, prevalecía la solidaridad con el reclamo de sus camaradas “carapintadas”, ya que muchos de ellos podían también ser citados por la Justicia.
El presidente había retornado apresuradamente de su frustrado descanso en Chascomús y mantenía intensos cabildeos con su ministro de Defensa ,Horacio Jaunarena; el general Ríos Ereñú, los operadores políticos radicales más cercanos y dirigentes opositores, que cerraron filas junto al Primer Mandatario en defensa de la democracia.
La sociedad civil reaccionó masivamente, oponiéndose al amotinamiento militar cuyo primer reclamo era nada menos, que impunidad por las atrocidades cometidas.
Las Fuerzas Armadas cargaban en su mochila, experiencias muy cercanas y más que traumáticas para la doctrina militar de cualquier fuerza de un país democrático: la quiebra del orden institucional en 1976, la responsabilidad de implementar el Terrorismo de Estado y la derrota de Malvinas.
A comienzos de 1987 muchos uniformados se quejaban también, de que la institución carecía de objetivos profesionales (hipótesis de conflicto) en los cuales trabajar y formarse. Meses antes, el prestigioso médico René Favaloro hizo la siguiente reflexión, poniendo como eje de nuestros conflictos internos la condición de país dependiente de la Argentina y las injusticias sociales. Escribió el reconocido cardiólogo y además, minucioso investigador histórico:
“(…) Es esa misma estructura social que, frente al peligro de perder sus privilegios, en defensa de ´nuestro estilo de vida’ de ‘nuestro patrimonio espiritual’, de ‘nuestro ser nacional’, impulsa a los militares argentinos -la mayoría influenciado por el fascismo de derecha durante largos años-, a combatir la guerrilla por medio de una guerra, así reconocida por ambos bandos en lucha (aunque sólo lo fue en realidad en los montes tucumanos), con los excesos cometidos, impropios de un Ejército Sanmartiniano” (2).
Cabe destacar que la represión clandestina con asesinatos, torturas, violaciones, apropiación de bebés y robos de bienes particulares, se demostró en juicio que fue planificada y ejecutada sistemáticamente, ya que todo el territorio nacional fue dividido en zonas y subzonas de operaciones, con sus respectivas cadenas de mandos.
Mientras tanto, a partir del Jueves Santo, Campo de Mayo se transformaba en el eje de la política argentina, con el fantasma golpista planeando sobre una sociedad muy castigada, pero que ya no estaba dispuesta a tolerar más atropellos.
Días antes un grupo de almirantes se resistió a concurrir a los juzgados, obligando a intervenir al titular de la Armada, almirante Ramón Arosa, para que los marinos cumplieran la orden judicial. El incidente encendió otra luz de alarma en el gobierno, ya que se venían registrando expresiones de disgusto por parte de oficiales retirados, del Centro Naval, de la agrupación FAMUS (Familiares de Muertos por la Subversión) y la distribución de panfletos antigubernamentales en algunos cuarteles.
El arribo del Papa Juan Pablo II a nuestro país una semana antes del pronunciamiento militar ( el pontífice se quedó hasta el domingo 12), no ayudó a detener el motín que estallaría el miércoles previo al Jueves Santo, con la negativa del mayor Jorge Barreiro a comparecer ante la Justicia y además, buscar refugio en un cuartel cordobés.
Mientras una multitud se reunía ante el Congreso Nacional y otros se agolpaban en las puertas de Campo de Mayo, el gobierno y los altos mandos militares deliberaban. Alfonsín dijo en varias oportunidades que “La democracia de los argentinos no se negocia” y que “… no haría concesiones”. A su vez, el foco rebelde de la Escuela de Infantería daba a conocer sus exigencias: 1) Renuncia del Jefe de Estado Mayor del Ejército, general Héctor Ríos Ereñú; 2) Solución política al tema de los juicios; 3) Cese de la presunta campaña de desprestigio de la prensa contra las FF.AA. y 4) No represalias a los subordinados que acompañaron la acción rebelde, ya que se harían cargo los líderes del movimiento.
Campo de Mayo presenció un incesante ir y venir de mediadores de toda clase: militares, políticos, jerarcas religiosos y funcionarios gubernamentales. En Córdoba se repetía el mismo desfile de aut, refugio del rebelde Jorge Barreiro. A su vez, Ríos Ereñú que sabía que su suerte estaba sellada, movilizó a unidades del II Cuerpo de Ejército con sede en Rosario, para anular el alzamiento. Su jefe el general Ernesto Alais, pese a la corta distancia entre Rosario y Buenos Aires, nunca llegó a la zona de combate. El alto jefe al que se le ordenó reprimir a los rebeldes, en 2012 también fue condenado por crímenes cometidos durante la dictadura y murió en prisión en el año 2017, a los 87 años. Nunca quedó claro si la poderosa fuerza leal al gobierno no alcanzó el objetivo por órdenes de los mandos superiores, para dar tiempo a las negociaciones, o simplemente Alaiz no fue obedecido.
Las horas de aquella Semana Santa en términos políticos, nunca transcurrieron con tanta lentitud e incertidumbre. El presidente en su carácter de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, se reunió con las principales cabezas del Ejército reiterando sus órdenes, pero los generales comenzaban a reconocer que la tropa no acataría la orden de reprimir a sus camaradas. La Armada y la Fuerza Aérea reiteraron su lealtad al gobierno constitucional, pero como era costumbre ante conflictos internos de la fuerza de tierra, no intervendrán. Recordemos que Rico y sus hombres sostenían el acatamiento al presidente de la Nación, pero no a los generales. El Viernes Santo la situación parecía estar en un peligroso punto muerto.
1) Grecco Jorge – González Gustavo – Felices Pascuas (Los Hechos Inéditos de la Rebelión Militar) – Ed. Planeta Argentina, Buenos Aires – 1988.-
2) Favaloro René – ¿Conoce Ud. a San Martín? – Torres Aguero Editor, Buenos Aires, 1986.-