Se llamaba Miguel Ángel Vega, y era de Cacharí, provincia de Buenos Aires. Bajo de estatura, cabellos negros, mirada huidiza, inquieto y callado. Tenía treinta y ocho años cuando se radicó en Paso de los Libres, (Corrientes) y empezó a trabajar en una gomería desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Alquilaba una piecita en los suburbios de la ciudad, donde dormía de siete de la mañana a dos de la tarde.
Generalmente comía fideos con manteca y queso.
Paso de los Libres es una ciudad fronteriza de unos 42000 habitantes, al margen del río Uruguay, que marca los límites de Brasil y Argentina. El puente internacional Paso de los Libres, ubicado sobre aquél río, comunica con la ciudad brasileña de Uruguayana, paso obligado de los argentinos que pasan al vecino país para volver con mercadería que adquieren a un costo hasta el 70 % más bajo debido a la diferencia del cambio. Los artículos preferidos son de electrónica.
Observador, como todo petizo, Miguel, notó que mucha cantidad de gente transitaba a diario hacia Paso de los Libres, allí empezó diseñar la instalación de un hotel cerca del control fronterizo. Pero, cómo, ¿con qué dinero?
Pasaba horas caminando por los alrededores de la aduana, del lado argentino, y prestaba especial atención a lo que ocurría sobre el puente, demasiado angosto para tanto tránsito.
A los tres meses de su arribo, Miguel, comenzó a cumplir una rutina que al principio no extrañó a nadie. Ese lunes empuñando una carretilla flamante, colmada de radios, jueguitos electrónicos, algunas toallas y ropas diversas, pasó por primera vez en su vida por una aduana. Todo lo ganado en la gomería, quedó en los comercios del lado brasileño y en las arcas del control aduanero. Todos los fines de semana siguientes después de cobrar, hizo lo mismo pero con diversas cargas.
Transcurridos dos meses, una pasmosa tranquilidad acompañaba sus pasadas por el control. Para él era un trabajo más. Pagaba el impuesto correspondiente, y seguía con su carretilla cada vez más cargada hasta el pueblo.
En poco tiempo, los acarreos se hicieron diarios, y ni bien salía de la gomería, cruzaba a desayunar a Uruguayana, saludando cortésmente a los gendarmes. Hasta que uno de ellos, vecino de Miguel, observó que en el transcurso de unos diez meses, el de Cacharí, terminó con los cimientos de lo que parecía un edificio de alguna importancia.
Al año, la construcción estaba muy adelantada, ya había sido totalmente revocada y, en apariencia, sólo quedaban por hacer las terminaciones, es decir el amoblamiento. La curiosidad del gendarme crecía al mismo ritmo que la sospecha. Cuando le tocaba a él, controlar a Miguel, lo hacía con más cuidado del usual, pero jamás encontró anormalidades; se volvía loco haciendo conjeturas que acababan en la certeza de que con el sueldo de la gomería, nunca podía levantar un edificio. El uniformado estaba totalmente seguro de un contrabando, por eso alertó a sus compañeros:
-Muchachos, aquél petizo se llama Miguel, pasa todos los días con una carretilla llena de mercadería, paga impuestos como debe ser y no habla con nadie…
– ¿Y?, si paga el impuesto está bien, estamos cansados de demorar gente hasta el día siguiente, -era la respuesta que lograba y lo ponía mal-.
-Sí, bueno… pero está terminando un edificio en el pueblo. Ya puso un cartel que anuncia «Hotel a inaugurar en 30 días» y eso no puede hacerlo trabajando en una gomería. Parece me parece que está pasando droga o algo así…
Los comentarios de llegaron a oídos del jefe de frontera quién los reunió para decirles:
-Gendarmes, tengo noticias de que un sujeto de aspecto inocentón, digamos entre nosotros, hasta estúpido, nos está tomando el pelo. ¡Así que ha esmerarse!, quiero a ese enano en el calabozo ya!, caso contrario, quedamos todos sin trabajo y lo que es peor, aguantando las cargadas, ¡ojo al piojo! Pero la arenga no prosperó, ni los alivió el hecho de que Miguel abandonara la práctica de su presunto contrabando.
Cinco años después, el hotel seguía funcionando a pleno. Un auto alemán en la puerta, era el símbolo de la impotencia para los aduaneros. El más afectado por el fracaso era el gendarme vecino de Miguel, quién ya sufría trastornos sicológicos.
Aquél domingo, al gendarme que empezó a sospechar de Miguel, se le ocurrió pasar por sobre un inoportuno clavo con su desvencijado «fitito» y obligadamente fue a la gomería.
-Agarraste un clavo de tres pulgadas, ¡qué puntería hermano! – fue el primer comentario del gomero-.
-Terminala y decime qué te debo -dijo molesto el gendarme-
-Nada, llevate esa cucaracha de acá que está molestando… Ja, ja, ja.
El gendarme agradeció la colaboración al mismo momento que recordaba que allí trabajaba Miguel unos años atrás; la pregunta no se hizo esperar:
-Decime, hace mucho que no lo ven a Miguel, el del hotel, que trabajaba aquí?
-No viene nunca ¡ahora tiene guita! -el gomero se puso serio repentinamente y siguió: -Mirá, siempre fue rutinario, los lunes a la tarde venía a tomar mate y a contarnos la calentura de ustedes. Se jactaba de haber levantado el hotel gracias a la aduana, pero el pobre hace seis días que está hospitalizado. Algo incurable, dicen…
-¡Qué dijiste infeliz?! ¿incurable? – gritó el gendarme, descontrolado-.
-Lamentablemente sí, como será, que los del pueblo lo visitan para despedirse. No tiene horarios de visita, si querés ir ahora, a lo mejor todavía respira…
Apurado, el maltrecho fitito llegó al hospital, tan caliente como su dueño, quién subió los cuatro pisos de a tres escalones. Sudoroso, se detuvo al lado de la cama. Jadeaba como un perro cuando habló masticando las palabras:
-Decime desgraciado, antes de que me vuelva loco del todo ¿Qué cuernos era lo que traías del otro lado? ¡No puede ser que este papelón quede en la historia de la aduana!
Con el último aliento, Miguel Ángel Vega soltó aliviado la respuesta que lo hizo esperar con vida hasta ese momento…
-Ca… rre… ti… llas… Ahh!
Los enterraron juntos…