En Hollywood existen varias máximas, algunas explícitas, la mayoría tácitas. Por ejemplo, “las segundas partes siempre son malas”, un axioma que se puede desbarrancar con facilidad citando algunos films como El Padrino II, Star Wars: El Imperio Contraataca, Evil Dead 2, Volver al Futuro 2, etcétera.
Otro de estos postulados dice que los remakes, en líneas generales, son malas. La industria norteamericana hace rato que depende económicamente de franquicias salidas de novelas e historietas, los servicios de streaming desempolvan viejos films para convertirlos en series y antiguos largometrajes se ven sometidos a un lifting muchas veces innecesario.
Las excusas siempre son las mismas: hay que aggiornar a los personajes, hacer la historia más relevante para el tiempo moderno y el clima social vigente, o aprovechar los nuevos recursos tecnológicos para ampliar la visión original. En la mayoría de los casos el producto “nuevo” se siente como una comida recalentada en el microondas, pero que sale del electrodoméstico tibio y desabrido. El revisionismo histórico e ideológico diluye la magia inicial porque, al extirpar el contexto original que la película acarreaba, algo muere en la sala de operaciones.
Peter Jackson, director de la fabulosa trilogía El Señor de los Anillos (que pronto tendrá, seguramente, su lavada de cara obligatoria) respondió una pregunta muy inteligente en una gira promocional de su remake King Kong. El periodista quería saber por qué se había metido con una obra icónica, que ya había sufrido una mediocre reversión en la década del 70.
Porque amo a King Kong, respondió el director.
Esa debería ser la razón detrás de cualquier remake. No la monetaria. No el revisionismo histórico e ideológico. El amor a la obra original, la necesidad de homenajear algo que le apasiona al artista.
Fede Álvarez captó la atención de Sam Raimi tras lanzar al mundo un cortometraje increíble, llamado ¡Ataque de Pánico!, en donde una ciudad de su Uruguay natal se encuentra bajo el ataque de unos robots gigantes de aspecto retro. No era una historia desarrollada, sino una viñeta, un ratito de acción creativa, un ejercicio de estilo.
Raimi eligió al joven director sudamericano para que se pusiera detrás de cámara para el remake de Evil Dead, un clásico del horror, cuyas secuelas son muy buenas y que catapultaron al viejo Sam al panteón de los directores respetados. Sin Evil Dead no hubiéramos tenido la primera trilogía de Spider-Man, por ejemplo.
La carga parecía enorme para un director nuevo, sin experiencia no sólo en Hollywood, sino dirigiendo un largometraje. Álvarez estaba entrando en territorio sagrado, se enfrentaba a una comunidad de fans que veneran a Ash y sus aventuras. Era un público difícil de satisfacer, y que se preguntaba: ¿para qué jugarse a contar de nuevo una historia que se podía disfrutar en su versión original?
La razón fue la correcta: por amor al original. Para honrarla. La respuesta a aquel interrogante se vio en la pantalla grande, y todos los miedos —lógicos— de los fanáticos se despejaron al final del metraje.
El nuevo director tomó una decisión inteligente. La mayoría de los remakes intentan agregar cosas, elementos que sumen a la historia original, para expandir el universo mientras te cuentan la misma historia. Como esos rumores que crecen a medida que pasan de boca en boca. Casi nunca terminan sumando, sino quitándole sabor a la receta original. El director uruguayo decidió, en cambio, quitar algunos elementos, específicamente los de comedia que tenían los films originales. El slapstick, los poseídos coloridos y el gore “simpático” se fueron de la ecuación. La nueva Evil Dead se convirtió en un film de horror serio, brutal. La ambientación seguía siendo la misma, una cabaña solitaria en el bosque, un grupo de jóvenes que van a pasar un fin de semana para intentar rehabilitar a Mia (Jane Levy) adicta a la heroína. David (Shiloh Fernandez) reúne un grupo de contención para evitar que la muchacha termine pereciendo con una aguja clavada en su brazo.
En la cabaña encuentran el famoso libro del Necronomicón (que tuvo un cambio estético, pero sigue siendo igual de peligroso que siempre) y tras leer las palabras que no debían, desataron el caos.
Mia se convierte poco a poco en la improbable protagonista, la única capaz de enfrentarse y sobrevivir a todo el desastre sobrenatural. No es solamente espectadora de la carnicería que tiene lugar en la cabaña, sino que deja atrás sus problemas de adicciones para tomar las armas y luchar, como puede, contra los demonios tangibles que la ponen en jaque.
Durante 70 jornadas nocturnas de rodaje el equipo técnico se dedicó a utilizar cada truco visual posible para crear una experiencia visceral, violenta, repleta de gore “serio”, pero justificado. La atmósfera ominosa del film original se mantiene, y pese a que no tenemos a Ash como protagonista, cuando la locura se desata nos olvidamos por un ratito de él. Álvarez y sus actores consiguen que nos preocupemos por los nuevos protagonistas, y a medida que las muertes pasan, también va muriendo el estigma que acarrean los remakes.
Al final, Evil Dead se siente como un largometraje por derecho propio. La influencia lógica de la original está, pero esta nueva versión triunfa porque justamente es un homenaje hecho con el corazón. El director cambia algunos elementos, los necesarios, para hacer suya una historia que no lo era. Sam Raimi le pasa la antorcha a un director joven, como lo fue él cuando dirigió Evil Dead, y nos prueba que no estaba equivocado a la hora de entregarle semejante propiedad intelectual a un “novato”.
Con el estreno en salas de Evil Dead Rises, esta es una oportunidad fantástica para repasar este gran largometraje de horror, que durante una hora y media te garantiza pasarla mal junto a los protagonistas. Mal, si, pero de la mejor forma posible.
Evil Dead se encuentra disponible en HBO MAX.