Epitafios
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La Mortaja No Tiene Bolsillo
Genio y Figura Hasta en la Sepultura
La Mortaja No Tiene Bolsillo

“…he oído tu palabra de caducidad
y en ella no creo,
porque tu misma convicción
de tragedia es acto de vida
y porque la plenitud de una sola rosa
es más que tus mármoles.”
Jorge Luis Borges
(Chacarita)

Desde que el hombre comenzó a reflexionar sobre su condición y a indagar acerca de su destino, se enfrentó con la formidable barrera de la muerte. El gran misterio, el enigma de los enigmas. La imposibilidad de desentrañar su significado metafísico instala la angustia y la conciencia de la pérdida. Por otro lado, en tiempos más recientes la negación de la muerte como contingencia natural  de la existencia llevó a la humanidad sobre todo en Occidente, a vivir “el día a día” como una sucesión de jornadas infinitas, sin preparación alguna para el momento supremo, hasta que ese momento llega y nos sorprendemos:

“¿Cómo fue?; ¿No puede ser?”.

La sorpresa es comprensible, porque la muerte siempre es algo que le sucede a los demás. Hasta que  golpea en el propio círculo íntimo y entonces junto al dolor y la tristeza,  alguna cuerda ancestral de la sensibilidad o de la conciencia de la especie nos advierte  que ese ser querido cruzó el temido  límite hacia lo desconocido. Para muchos es la separación definitiva, pero para otros tantos sólo es transitoria, de acuerdo con la doctrina filosófica o religiosa que cada uno suscribe.

Allí comienza otra relación con el difunto. Existen tantas variantes como grados de amor, indiferencia u odio se profesaban mutuamente el afortunado que sigue vivo y el flamante muerto. Para algunos el tema se cierra con la dispersión del cortejo fúnebre a las puertas del cementerio luego de la inhumación o la cremación; muchos optan por continuar el vínculo y se dedican a visitar el cementerio regularmente o en las fechas significativas. Está quien ordena una misa en el aniversario del fallecimiento y también están los tradicionalistas que encienden velas en la intimidad del hogar frente a una fotografía del  malogrado o ante una imagen religiosa. Otros en cambio, apelan a los recursos del espiritismo para que el alma del finado  no se aleje demasiado; los medios son muchos pero todos tienen un denominador  común: perpetuar la memoria del fallecido.

El muerto antes de enfrentar ese trance tenía un rostro, una historia, un nombre, una identidad. Un hombre seria inconcebible sin estos atributos; sobre todo el nombre, que resume todo lo demás y que sobrevive a la persona misma.

Al monótono paisaje que ofrecen los cementerios clásicos, se suman los de los modernos cementerios parques donde a las sepulturas apenas se las diferencia del piso por austeras lápidas, en las cuales sólo el nombre del yacente arranca a la tumba de un anonimato más pavoroso que la presencia de la muerte misma, protagonista excluyente del inquietante camping.

Pero así fue desde tiempos inmemoriales; cuando los deudos de los fallecidos comenzaron a identificar las tumbas y luego se agregó la necesidad de alguna frase que aludiera a la condición social o  a las virtudes  del muerto: había nacido el epitafio.

La tradición funeraria occidental tiene en la Antigua Grecia su expresión más lograda. Con alguna influencia de las cercanas culturas del Oriente Medio, los griegos recorrieron un largo camino que va desde el sencillo y anónimo túmulo hasta los bellos monumentos que ornamentaban sus tumbas, realzadas con ingeniosos epitafios, muchas veces nacidos del talento de escritores y poetas consagrados.

De la sepultura sin identificación apenas señalada con un montículo de tierras o piedras,  se paso luego de que se generalizara la escritura a la costumbre de colocar el nombre del difunto. En algunos casos la identificación se coloca dentro de la tumba. El objetivo de esa práctica es que el nombre estuviera el mayor tiempo posible junto al cadáver, ya que según esas culturas, el nombre era junto al  rostro el elemento característico de la identidad de un individuo. Con el paso de los años, las distintas formas de señalizar las sepulturas fueron derivando hacia la estela. Se trata de una pieza rectangular, generalmente de piedra o mármol que se instalaba sobre la tumba y donde se registraba la identidad del muerto. En muchos casos al nombre se le agregaban dibujos o relieves alusivos a las actividades que la persona desarrollaba en vida o las circunstancias de su muerte, siendo muy común que en estas precursoras de las lápidas, los muertos en combate eran recordados con escenas bélicas que acompañaban el nombre del sepultado.

Alrededor del siglo VIII a. C. comienzan a difundirse los grandes vasos funerarios que junto a la estela, se convierten en parte del paisaje mortuorio. Desde Atenas, la capital civilizatoria del Mediterráneo, proceden las piezas más antiguas que fueron halladas.

A medida que transcurren los siglos, los ritos y la ornamentación de la muerte se tornan más complejos. Aparecen en el mundo greco-latino las cámaras sepulcrales. Consistían en un habitáculo construído expresamente para ese fin, donde se depositaban los restos mortales. La costumbre era originaria de las antiguas culturas de Asia menor y según las regiones, junto al cuerpo se depositaban  los enseres personales del fallecido, como utensilios domésticos y hasta alimentos. La creencia era que el alma del muerto sobrevivía al cuerpo en el otro mundo, por lo tanto necesitaba esa morada a la cual se debía dotar de las comodidades necesarias. Los epitafios y las leyendas alusivas al finado y sus circunstancias, se escribían en las paredes de la cámara o en el lecho de piedra en que yacía el cuerpo. Naturalmente esta preparación era muy costosa y no estaba al alcance del común de la gente.

Como en todas las épocas, hubo una relación directa entre el poder económico del fallecido y sus parientes y la fastuosidad de la tumba. En el caso del mundo greco-latino, la ostentación llego a tal extremo que en el siglo IV a. C. en  Roma se sancionó una ley (con alcance en todo el territorio metropolitano y territorios bajo su dominio)  que limitaba drásticamente el tamaño y lujo de los monumentos funerarios. Pero estas restricciones no impidieron que los epitafios continuaran evolucionando en su calidad literaria hasta convertirse en un genero diferenciado. Desde el siglo VII a.C. ya se escribían en prosa y verso con el fin específico de ser  grabados en las estelas o cámaras funerarias pero también con fines religiosos en altares o para rendir honores a figuras públicas. Pero avanzado el siglo IV a.C., las frases se convirtieron en un fin en sí mismo. Entonces ya no importaba si  adornarían un altar o una tumba, sino que el poeta las transformaba en un género artístico comparable a un poema u otra pieza literaria. Así surge el epigrama; una pieza poética breve que comienza a abordar todas las contingencias humanas: el amor, el odio, la sátira. Muchas de ellas son incorporadas a las estelas funerarias. El género es parte de ese espectacular florecimiento de las artes y el pensamiento que caracteriza el período helenístico. Pero el epigrama funerario, tiene desde los remotos tiempos en que la escritura llega a la tumba, un objetivo primordial  que es perpetuar la memoria del muerto, exaltar su nombre; ya que el núcleo de cada epitafio es precisamente el nombre del fallecido.

Aunque hay excepciones, por ejemplo la leyenda que está junto a la perenne llama votiva que arde en las puertas de la Catedral Metropolitana de la ciudad de Buenos Aires:

“Aquí yacen los restos del soldado desconocido de la Independencia; ¡ Salúdalos!”      

Recordemos que allí  también está el mausoleo del General San Martín. El epitafio de la Catedral es de pura cepa griega, ya que se inscribe en una tradición que se remonta al siglo V a.C. aparece durante las guerras que asolaron Grecia entre las propias ciudades-estados y también de éstas contra el imperio persa. Basta recordar el epitafio que conmemora la muerte del rey Leónidas y sus 300 espartanos, caídos en el paso de las Termópilas enfrentando al ejército de Jerjes durante las Guerras Médicas:

“Caminante, ve a decir a los lacedemonios que estamos aquí enterrados por obedecer sus leyes.”

En esta frase se destacan dos características: el carácter colectivo del mismo y el tono imperativo con que se exhorta al caminante a llevar la noticia de su sacrificio.

En la versión porteña inscripta en la Catedral, se mantiene el anonimato de los caídos y se refuerza el sentido simbólico ya que en uno se rinde homenaje a todos. La tajante orden “¡ Salúdalos!” remite al otro milenario epitafio de las Termópilas:

“Caminante, ve a decir…”

Estos reconocimientos colectivos tuvieron y tienen un carácter anónimo porque muchas veces no se puede identificar a los caídos, pero también porque se trata de un homenaje póstumo a quienes entregan el bien más preciado que es la vida.

Salvo estas particularidades, lo esencial en los epitafios fue y es el nombre del fallecido.

En el poema épico de Homero, La Odisea, uno de los protagonistas el rey Agamenón, dice ante el cuerpo del héroe Aquiles:

“Ni muerto has perdido tu nombre: para siempre tendrás gran gloria entre todos los hombres, Aquiles.”

Esta frase elaborada por el poeta, palabras mas o menos puede ser el epitafio que recuerde la trayectoria de cualquier personaje célebre.

También las fórmulas de construcción de las frases mortuorias, mantuvieron su esencia a través de los siglos, como reconociendo su parentesco con le eternidad.

La más tradicionalista de todas, “ Aquí yace…” se mantuvo incólume desde la lejana Hélade hasta el último campo santo de cualquier ciudad o pueblo latinoamericano, pasando por todo el Occidente.

Cuando los profesionales de la escritura comenzaron a incursionar en las estelas de la Grecia antigua, las mismas se poblaron de  frases de sesgo poético:

“… marcho al Hades.”; “… dejo la luz del sol.”

Este recurso se mantuvo hasta los tiempos contemporáneos, ya que en los cementerios públicos bonaerenses por ejemplo,  abundan las tumbas y  bóvedas construídas  en las primeras décadas del siglo XX donde pueden hallarse placas de bronce o mármol adornadas con un crucifijo o el rostro de un Cristo doliente. Generalmente al costado de la imagen, aparecen el nombre del fallecido y fecha del deceso, a veces también el nacimiento y a continuación la frase evocativa:

“El señor la llamo a su lado…”

 Dice un mármol grisáceo aludiendo a una adolescente fallecida en 1917, junto a la restante información de rigor en una vieja bóveda.

“Padre y marido ejemplar.”

Se lee en una placa de bronce, junto a los escuetos datos personales de un señor fallecido en 1962 y que con gruesos bigotes y el rostro adusto, observa desde un retrato empotrado en la lápida. Frases construídas en la misma tradición de aquellas estelas que explicaban al caminante quien había sido el sepultado y cuales eran sus virtudes más destacadas.

Pronunciar el nombre del fallecido en voz alta, es una forma de rescatarlo del mundo de los muertos aunque sea por un instante, decían los antiguos griegos; colocar las tumbas a la vera de los caminos era parte de los rituales ya que los peregrinos difícilmente se sustraían a la tentación de leer las estelas e indagar sobre la personalidad del muerto. El epitafio poético, es decir el epigrama, participaría de esta estrategia de perpetuar el nombre, ya que el mensaje en verso es más fácil de memorizar que en prosa. También abundaban en la tumba de la península balcánica, las referencias a otros vínculos del finado, como su patria de origen, estirpe familiar y otras informaciones. No faltaban en esas estelas las advertencias a los profanadores de tumbas, pero si nos guiamos por la larga historia de saqueos a los sepulcros, los desaprensivos ladrones no prestaron mucha atención a las amenazas.

Tal vez el más  famoso de esos epitafios defensivos es el que se halló inscripto sobre la puerta que franqueaba el acceso a la cámara mortuoria del celebre faraón egipcio  Tutankamón:

“La muerte tocara con sus alas a cualquiera que se atreva a entrar.”

Los profanadores, esa vez impulsados por fines científicos no se amilanaron e ingresaron al sitio prohibido. La tumba, sellada durante miles de años se había salvado inexplicablemente de los ladrones de todas las nacionalidades, que durante siglos practicaron una verdadera cacería funeraria en el Valle de los Reyes y otros lugares sagrados. La  expedición que en 1922 hizo el sensacional hallazgo estaba encabezada  por Lord Carnavon, prestigioso investigador británico. Curiosamente, una serie de fatalidades fue alcanzando a los miembros del grupo y en pocos años, “la muerte toco con sus alas” a varios de sus integrantes. La imaginación popular y varias películas de ficción producidas por Holliwood,  se empecinaron en convencer al incrédulo siglo XX, que la “maldición” implícita en el epitafio del hasta entonces oscuro faraón, se había cumplido.

Recordemos que para los antiguos egipcios, el ritual mortuorio era parte fundamental de su cultura, y gracias a esa minuciosidad fue posible en los tiempos modernos, reconstruír desde su vida cotidiana hasta el complejo culto a los muertos, elemento esencial  de la religiosidad del pueblo del Nilo. Según esa visión, toda persona tenia varias almas, pero la principal era la Ka, el doble. Mientras las otras almas emigraban al cielo, el Ka seguía acompañando al cadáver en la medida que el cuerpo fuera conservado. Para ello la momificación era esencial. De alguna manera, esa alma permanecía “atada” a la momia y en cierto sentido,  alcanzaba la inmortalidad. Eso explica además de la fastuosidad de algunos sepulcros, la profusión de enseres domésticos que acompañaban a los inquilinos de esas cámaras, elementos que en gran cantidad se apropiaron los saqueadores igual que las joyas, ya que junto al cuerpo y los utensilios, se depositaban gran parte de las riquezas del muerto.

Pero los que no están protegidos por maldiciones, y aparentemente ni siquiera por las prosaicas  medidas de seguridad que pueblan el mundo de los vivos, son los  moradores de algunas necrópolis municipales del conurbano bonaerense. Es que indagando entre quienes practican ese oficio milenario de construir monumentos funerarios y lápidas, un artesano reflexionaba sobre su trabajo reconociendo  que las tradicionales placas de bronce con epitafio están en franca retirada. Una razón es el elevado costo de ese metal, que obliga a reemplazarlo por una chapa pintada símil bronce o alguna piedra trabajada; pero el hombre reconoce también otra causa vinculada íntimamente a la anterior:

“… es que se las roban.”,  dice bajando la voz y la vista.

Pero el ajuste a la pompa funeraria no se da sólo en términos económicos. En ese rubro de los que viven de la muerte, se acepta también que los epitafios redujeron el dramatismo de los textos y por supuesto el tamaño de sus placas.

 Hasta no hace muchos años, los mensajes eran desgarradores y proliferaban las imágenes alusivas que acompañaban a la frase. Hoy los epitafios son breves, casi de índole administrativa.

“ Es que ya no hay  respeto”, sostiene el informante. Y la evocación vuela a una Edad de Oro del oficio que comenzó a declinar hace apenas unas décadas; cuando el coche fúnebre todavía era un vehículo abundantemente adornado con los atributos de la muerte, comenzando por la gruesa cruz montada en el techo del mismo, los falsos entorchados fijos que a modo de columnatas escoltaban el féretro, el riguroso color negro que lo uniformaba en el caso de un entierro de adultos, porque los niños eran trasladados en coches blancos, y las impecables bandas blancas de las ruedas lustrosas,  que daban al conjunto la imponencia que tenían esos sepelios.

Cuando el cortejo atravesaba lentamente la ciudad, los policías de servicio en las garitas que en las principales calles porteñas ayudaban a ordenar el tránsito, se cuadraban marcialmente y los hombres que todavía usaban sombrero, se lo quitaban o tocaban el ala en señal de respeto. Y eran muchos, mujeres y hombres los que se persignaban al paso de la caravana. No hace tanto, no.

En el presente, el último viaje se hace en un furgón despojado de toda señal funeraria y el distraído peatón se percata de que se trata de un entierro cuando vislumbra algún trozo de ataúd o el coche porta coronas, en los más afortunados La economía de símbolos y el culto al anonimato llega a tal extremo, que la identidad del difunto ¡ el nombre! que es lo único que lo sigue vinculando al mundo de los vivos, se reduce a unas avaras iniciales.

“H.R.G.” rezan tres letritas doradas  sobre gamuza negra en el vitral que protege el ataúd, en el costado del coche fúnebre que pasa raudo seguido de unos pocos automóviles.

El caminante se queda pensando: “¿Héctor Ramón  Giménez o Helena Rosa González?

Vaya uno a saber. Si estas características tiene el desfile postrero, por qué creer que los epitafios mantendrían su antiguo esplendor.

Pero las urgencias y necesidades de la modernidad no se agotan en los cortejos y epitafios.

En esta ofensiva del anonimato y la estandarización sobre la identidad de la ultima morada, no pueden  dejar de mencionarse las sepulturas de dos plazas; algunos cementerios estatales, por motivo de falta de espacio inhuman personas en tumbas que ya están ocupadas por algún familiar. Una vez más es el epitafio quien nos advierte, en este caso, del hacinamiento.

 “Conventillo de ánimas…”, califica Jorge Luis Borges al cementerio en el poema que sirve de epígrafe a este trabajo.     Capítulo aparte merece las sepulturas infantiles, ya que en ellas tiende a mantenerse el uso de las frases  clásicas:

“Hijo querido: espéranos en el cielo. Papá y mamá te siguen amando.”

Dice una plaquita en la cruz de cemento de un tal Sebastián de 7 años. Y se repiten los epitafios en las lápidas o cruces de cemento, mármol, madera. En estos pequeños fallecidos el ritual parece recuperar algo de su antiguo dramatismo; no sólo en las frases conmovedoras, sino también en la arquitectura y en los monumentos, como los infaltables angelitos de cemento que custodian la tumba y en la costumbre ancestral  que ya hemos visto en los pueblos de Asia Menor, de enterrar al muerto con sus objetos más preciados: es frecuente ver en algunas tumbas infantiles una especie de nicho de reducidas dimensiones donde se exhibe algún juguete (seguramente el preferido del difunto), o una prenda de vestir. En los sepulcros más humildes, vemos en algunos casos atados a las cruces algún zapatito de plástico y en otras el consabido juguete; ¿ El preferido o tal vez el que nunca pudo tener en vida? Y en los  que se permiten el uso de una placa o en las bóvedas familiares  vemos los constantes, invariables y desgarradores epitafios en segunda persona, haciéndole saber al niño  que no se resignan a esa muerte que trastoca el orden natural de la especie.

Pero si nos guiamos por los contenidos de los epitafios de cualquier época y país, los sepultados fueron en vida invariablemente personas probas, sensibles, solidarias; los mejores representantes del género humano. Pero ¿hasta que punto esos mensajes revelan la auténtica naturaleza del fallecido?;  ¿En qué medida esos adjetivos elogiosos no son sólo una pátina engañosa? motivados quizás por la piedad, el miedo, la culpa o el amor. El escritor francés Guy De Maupassant en su breve narración titulada “La muerta”, describe una noche en un cementerio, cuando los cadáveres salen de sus tumbas y en un acto de sinceramiento, borran los melosos epitafios que habían encargado sus parientes y esgrimiendo sus huesos  a modo de cincel, graban su verdadera condición humana; en el epitafio de una bella mujer recientemente fallecida decía:

“Amó, fue amada y murió.”.

La propia muerta levantándose de su tumba tachó la leyenda y escribió:

“Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, enfermó de pulmonía y murió.”

Más allá de la legítima duda que Maupassant plantea en su cuento y que seguramente asaltó a más de un mortal alguna vez en la vida, los epitafios continúan siendo el elemento clave de la tumba; aún los de aquellos que no guardan ningún cuerpo. En todos los tiempos se veneró tumbas vacías, nos referimos a los cenotafios. En los caminos de la antigua  Hélade, era frecuente encontrar junto a los sepulcros clásicos, tumbas cuyo presunto ocupante había fallecido en otro país o en algún naufragio, en situaciones que no permitieron recuperar el cuerpo. De todos modos, la estela informaba al caminante la filiación del muerto, las circunstancias de su desaparición y los consabidos encargos, como avisar en la ciudad de orígen del muerto sobre su deceso, a los familiares, etc. En nuestras costumbres mortuorias existe una variante del cenotafio, que consiste en señalar los sitios en que ha fallecido accidentalmente una persona. La tradición que está arraigada en el Interior argentino desde hace mucho tiempo, en las últimas décadas se ha generalizado también en el Gran Buenos Aires, seguramente traída por habitantes de otras provincias. Es frecuente ver en las banquinas de rutas y caminos muy cercanos a la ciudad de Buenos Aires, cruces, lápidas y pequeños nichos que guardan imágenes religiosas y los datos personales de la víctima. Estas suertes de cenotafios por ahora están a salvo del vandalismo, ya que por respeto o miedo supersticioso, los mismos no sufren daños y es frecuente encontrar flores en ellas, seguramente aportadas por familiares o amigos de la persona fallecida.

La guerra de Malvinas instaló entre nosotros el cenotafio clásico, ya que los centenares de combatientes caídos en el Atlántico Sur y cuyos cuerpos pudieron ser recuperados descansan en el cementerio argentino de las Malvinas. En nuestros pueblos y ciudades donde vivía algún soldado que no regresó, se encuentran esas tumbas vacías y cada una con el nombre de un caído en 1982, donde anualmente se les rinde honores y los familiares concurren a visitar y a llevarles su ramo de flores.

Pero no siempre los epitafios acompañaron tumbas, como los mencionados epigramas griegos que en determinado momento de su evolución se transformaron en un género literario. Así los escritores modernos y cierto género periodístico abordó en clave de parodia, el epigrama como recurso para satirizar a escritores o figuras públicas.                       

La revista literaria Martín Fierro que en la década de 1920 marcó un hito  en las letras argentinas, congregó en sus páginas a escritores de la talla de Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges, entre algunos de los más destacados. Su tono irreverente y su estética vanguardista la llevó a explorar sin prejuicios todas las posibilidades de  la escritura.

Así nacieron los célebres epitafios de Martín Fierro. La revista planteaba en su sección “Cementerio Humorístico”, la hipotética muerte de una personalidad y sugería el epitafio. Así “mataron” al anciano escritor Calixto Oyuela:

“Bajo esta lápida fría
Descansa Calixto Oyuela.
Fue compañero de escuela
De Mármol y Echeverría.”

El poeta Rogelio Araya que además era recitador, fue saludado con este epitafio:

“Descansa dentro de esta fosa
el vate Rogelio Araya.
Apretemos bien la losa
No sea cosa que se nos vaya.”

Pero de la misma manera que algunos se reían de sus pares mediante el recurso de un epitafio ficticio, otros tuvieron la osadía de burlarse de sí mismos, escribiendo la frase que los recordaría cuando descendieran a la fosa. Es el caso del famoso actor Groucho Marx que habría hecho colocar en su tumba el siguiente epitafio:

“Perdonen que no me levante.”

Pero no sólo los antiguos griegos cultivaron el epitafio como género artístico;  también algunos escritores y poetas contemporáneos se inclinaron por esta técnica. Es el caso del cubano Nicolás Guillén, que en su “Epitafio para Lucia”, dice en los versos finales:

“Se llamó, la llamaban
Vagamente Lucia.
En este breve mármol ha quedado
Toda su biografía.”

El argentino Leopoldo Marechal en su novela Adán Buenos Ayres, pone en la sepultura de uno de sus personajes el siguiente epitafio:

“Aquí yace Juan Robles
pisador de barro.
El pisador celeste
Lo está pisando.
Bajo las patas invisibles
De su caballo.”

Y el poeta Raúl González Tuñón integrante del grupo literario que editaba la revista Marín Fierro, elaboró un “epitafio para la tumba del poeta desconocido”. En sus versos salientes dice:

“Fue un poeta de su vida y de la vida.
Porque además del diálogo
Del hombre con su tiempo
La poesía es un estado de animo.
……………………………..
Tanta es su soledad que el olvido se toca.”

Seguramente, más de un poeta habrá hecho su autorretrato en esos epitafios que engrosaban las antologías de sus obras  y en no pocos casos se habrán transformado en epitafios verdaderos, honrando la tumba de su creador.

Pero por esa capacidad innata que tiene el ser humano de exorcizar los  demonios y sufrimientos mediante el humor,  el ingenio popular recogió una cuarteta de autor anónimo, que utilizando los recursos estilísticos del epigrama frecuenta los baños públicos desde hace muchos años:

“En este lugar sagrado
donde acude tanta gente
hace fuerza el más cobarde
y se c… el más valiente”.

Al margen del exabrupto que  representan esos versos en sí mismo, es probable que una asociación inconsciente haya acudido también a iluminar al anónimo bardo, por el sentido indudablemente escatológico que tienen los baños y las sepulturas, por la importancia que ambos tienen en la actividad humana, en las funciones fisiológicas unos y en el destino final las otras; no es casual que al hombre muerto se lo denomine “restos”.

El epitafio como una paradoja más en la aciaga trayectoria de la humanidad, trató de cumplir su rito con la muerte,   pero involuntariamente terminó revelando sentimientos, hechos históricos, creencia religiosas y vida cotidiana de los distintos pueblos del mundo a lo largo de los siglos.

Desde las parturientas fallecidas cuyos epitafios exaltaban su sacrificio en el Reino de Esparta en la Grecia Antigua, pasando por las fastuosidades egipcias y romanas, las grandes bóvedas de las familias patricias argentinas, hasta la más humilde cruz de madera en cualquier pequeño cementerio de provincia, el epitafio hoy como en los tiempos primitivos, continúa siendo el último eslabón que vincula a través del nombre, al fallecido con el mundo de los vivos. 

Por Ángel Pizzorno

Fotos: Daniel Ahumada – Cementerio de la Recoleta

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