Después de la transformación de Chaofair, el Jefe de la legión de exploradores que había llegado desde Tierra con nosotros, intentaba que también los otros terráqueos se transformaran hasta convertirlos en Silvanus Rex.
Confesiones a Cielo Abierto
El intento por vivir más, por conservar la especie era todo lo que teníamos a mano. Aunque debo confesar que, a partir del momento de dejar la Tierra, nació una nueva clasificación de especies.
Chaofair pertenecía a los seres de fuego. Yo intuía que la lava incipiente que nacía de su boca, con el tiempo se transformaría en borbotones de palabras. Aristotelius pertenecía a los seres intuitivos y sabios, ellos habían sido calificados como una Inteligencia Artificial remota, y después estábamos nosotros, los del aire. Los que nos estremecíamos con la absurda abstracción de una serie de palabras: extinción, guerra y muerte, nos hacían sudar en el cielo mismo y caíamos al espacio como en forma de llovizna triste; en cambio las palabras amor, evolución y solidaridad nos iluminaban al punto de convertirnos en luciérnagas del cosmos. En honor a la verdad, todo eso no era comprensible a ciencia cierta. Había otros seres que yo deseaba hallar, los conocía por Asimov e intuía que deberíamos estar unidos a ellos, y de una vez por todas normalizar las relaciones entre robots y humanos.
El mundo de la reflexión es un tanto complejo, de repente me descubrí confesándole a Chaofair que mi sentido más humano lo había dejado en Tierra. Que en mi paso por el bosque de las transformaciones nada me sucedió, en realidad yo me transformé en el amartizaje, es decir al llegar a Marte. Ni bien tocamos suelo marciano, un tercer ojo nutrido de estrellas se había instalado en mí. Era algo sobrenatural, y descubrí que mi nombre estaba acorde al trazado estelar que evocaba imágenes de la memoria de la humanidad.
Dea Ram, me dijo Aristotelius, tu nombre es de alma y mar. Hubiese querido responderle que los mares se habían contaminado al punto de ser inhabitables para el romanticismo, también hubiera querido decirle que mi tercer ojo era ahora mi esencia superior. ¿Cómo hubiera sido, si de vida en vida, hubiese cambiado de nombre? Yo me llamo así desde hace milenios, y aunque está de moda ponerles a las hijas nombres más comunes, mi padre se negó a ello. Un poco por su raigambre de extrañezas, y otro poco porque era un visionario.
Pensé que debía ser terrible querer recordar los nombres de cada existencia vivida, hacer ese viaje introspectivo para hallarse en otras vidas era como escalar una montaña de memorias e imágenes.
La trascendencia verdadera permanece en las repeticiones, me había dicho mi padre. Y yo le creí. Lo que nunca hubiese supuesto que el peso de la memoria fuese tan inmenso. Obviamente, que no le iba a contar a Aristotelius semejante cosa. Él era un filósofo más que un amigo, aunque con el tiempo quizá lo seamos. Por ahora le permito que crea que me hipnotiza, solo por ahora. Tal vez, él no está listo para entender lo que es la bondad, sobre todo cuando los alimentos escasean.
En algún instante lo he visto mirar de reojo alguna de las estrellas grabadas en mi rostro, y le he advertido que no son alimento más que para el alma. Claro que estábamos enredados en el mismo dilema: sobrevivir.
Texto de Ana Caliyuri
Ilustración: Obras Pictóricas de Tadeo Zavaleta De la Barra