A la hora de colocar calificativos, el porteño suele ser ingenioso y muchas veces hiriente, a fuerza de ejercer la ironía con la soltura de quien tiene la seguridad de ser creativo; aunque muchas veces no lo sea y ni siquiera califique para chistoso.
Algunos motes son destructivos, otros más amigables; unos pueden ser groseros o mediocres; otros, inteligentes sin ser ofensivos. Hay para todos los gustos.
Denominar “tachero” al conductor de taxis es una de esas creaciones en las que no se percibe agresión, aunque como todo adjetivo depende del contexto en que se lo profiere.
Tiene que ver con la tendencia a ser gráfico y creativo a la vez.
Probablemente, el orígen del término está relacionado con los enormes relojes taxímetros que hace muchos años utilizaban los automóviles habilitados para ese trabajo. Eran redondos, muy grandes comparados a los actuales. A simple vista era fácil imaginarlo como “tachos”; esos baldes grandes, bajos y de zinc u otro metal, que abundaban para tareas domésticas antes que aparecieran en el mercado los de material plástico. Otra versión atribuye el apodo del reloj, a la marca Tachometer que identificaría a los primeros relojes de taxis. Se trata de una empresa que en la actualidad sigue fabricando tacómetros y otros instrumentos de precisión. Así es muy probable que por carácter transitivo, el conductor del taxi que pasaba muchas horas operando el “tacho”, habría comenzado a ser llamado “tachero”. No hay registro de cuando el nombre sustituto del taxista se popularizó, pero a comienzos de la década de 1960 ya era de uso masivo.
El tachero como el colectivero, el mozo de bar o el diariero del barrio, el “canillita”, ya son personajes entrañables de Buenos Aires, protagonistas de infinidad de anécdotas.
Conduciendo su taxi, el tachero porteño recorre infatigablemente la geografía de la ciudad; y se jacta de conocer la ubicación de cada arteria y su barrio respectivo. Hoy con el auxilio del GPS, cualquier forastero puede conducir un auto y llegar a destino sin dificultades, pero la experiencia y una buena memoria, eran indispensables cuando el único apoyo consistía en las codiciadas guías Filcar, Peuser y otras.
El taxista sabe dónde hay una parrilla bien atendida y barata, qué boliches suelen tener potenciales pasajeros que aseguran viajes rentables, en qué zonas o avenidas conviene “yirar” en busca de clientes, aunque hoy las empresas de radio – taxis y los costos de combustible e insumos, acotan la posibilidad del “yiraje”, aunque se mantiene, sobre todo en las zonas que como el Microcentro de Buenos Aires, siempre hay pasajeros.
Siguen siendo “paradas” apetecibles, las terminales ferroviarias, el Aeroparque Metropolitano, la Terminal de Ómnibus de Retiro; por citar ejemplos clásicos. Las alternativas existen, pero sólo el tachero veterano, avezado, es capaz de explotar sus posibilidades al máximo.
A diferencia del colectivero con quien el pasajero tiene un trato distante y no pocas veces conflictivo, el tachero por las características del servicio es más proclive al diálogo, aunque éste depende de las ganas o ausencia de ganas, tanto del conductor como del pasajero. Si se entabla la charla, ésta dura lo que tarde el viaje. Puede ir desde los lugares comunes referentes al costo de vida o la humedad, hasta la confidencia asombrosa. En esas circunstancias, el tachero deviene en una suerte de confesor o psicoanalista. El pasajero que se somete voluntariamente a esa sesión ambulatoria, sabe que cuenta a su favor con la impunidad que otorga el anonimato, ya que al finalizar el viaje, es muy probable que nunca más vuelva a encontrarse con ese conductor, salvo que ambos frecuenten con regularidad la misma zona.
Otra de las características que el imaginario popular atribuyó desde siempre al trabajo de tachero, es la posibilidad de entablar romances, aventuras amorosas o como se lo prefiera llamar. Ese mismo ámbito íntimo que facilita la confidencia sin diferencia de sexos, es el que permite el abordaje de situaciones eróticas, contactos para acceder a un empleo mejor, enterarse de chismes políticos o del mundillo de la farándula, primicias sobre presuntas leyes a punto de sancionarse y otras delicias informativas, reales o no. Y así podríamos seguir hasta el infinito, enumerando las múltiples posibilidades que encierra el tacho más allá de lo duro de estar doce o más horas en el vehículo, de enfrentarse a robos violentos, choques que pueden terminar en un hospital o la comisaría; situaciones compartidas con otros trabajadores del volante como camioneros y colectiveros.
Pero el taxi desde la aparición de los “remises”, sufrió una creciente competencia que se agravó en forma extrema, con el surgimiento de las aplicaciones móviles y las distintas marcas que fueron instalándose en un mercado cada vez más restringido. y compitiendo de una manera que para el tachero y también el remisero que está en regla, es “desleal”.
El taxista de hoy ya no es un propietario como aquel que en los años dorados del oficio, pese a contar con una sola unidad tenía ingresos interesantes y en muchos casos, podía adquirir varios coches explotados por peones. Hoy sigue siendo muy común que un chofer alquile un auto por una suma fija diaria, pese a que a veces con lo recaudado no alcanza siquiera a cubrir los gastos.
Retomando los años “dorados” del oficio, en 1968 en las calles porteñas rodaban más de veinte mil taxis; las licencias podían transferirse pero su valor era muy elevado, no abundaban las ventas, porque quien contaba con ese negocio no lo soltaba sin pensarlo muy bien. Pero las sucesivas crisis económicas fueron deteriorando la actividad, ya que al elevado costo de las unidades, el mantenimiento y la caída del consumo del servicio, al principio de la década de 1990 la ciudad y el Conurbano porteño se poblaron de presuntas remiserías, con una sobreoferta de vehículos de pasajeros que en muchos casos, eran ilegales. El desembarco de las aplicaciones para contratar autos, golpeó por igual a tacheros y remiseros; a tal punto, que en febrero de 2022 el Sindicato de Peones de Taxis denunció que circulaba en la ciudad, un sesenta por ciento menos de taxis de los que podían estar funcionando. Sólo quince mil, cuando pocos años antes el parque automotor de taxis alcanzó las sesenta y ocho mil unidades.
La imagen glamorosa del tachero Rolando Rivas, protagonista de la telenovela más exitosa de aquellos años, hoy es sólo una imagen nostalgiosa de un tiempo y una suerte que parece haberse distanciado de ese pequeño mundo negro y amarillo, que todavía sigue rodando por las calles porteñas.